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Se expresa de un modo tan elemental y con tanta humildad que nadie diría que esta mujer centenaria ha dedicado su vida precisamente a investigar cómo crecen y se renuevan las células. En 1947 trabajó como neuróloga en la Universidad Washington de San Luis (EEUU), donde descubrió la proteína NGF, estimuladora del crecimiento de las fibras nerviosas. Tuvo que esperar varias décadas hasta que se reconociera la validez de su hallazgo y, al fin, en 1986 le concedieron el premio Nobel.

Dicen los brahmanes que cuando el hombre pone el pie sobre la tierra pisa cien caminos. Solo los sabios saben elegir el más conveniente. Cuenta Rita Levi que de niña se empeñó en estudiar, aunque su padre quería que se casara y, como todas las mujeres, fuera una buena esposa y una buena madre. Se negó a casarse y a tener hijos, porque entró en la jungla del sistema nervioso y quedó tan fascinada por su belleza que le entregó todo el tiempo de su vida. Cuando Mussolini emprendió la persecución de los judíos en Italia, Rita Levi tuvo que ocultarse para evitar la deportación, pero no dejó de investigar. Montó su laboratorio en la misma habitación donde permaneció escondida y allí inició la investigación que le llevó a descubrir la aptosis, la muerte programada de las células. Durante la guerra trabajó como médica para la Resistencia y las tropas aliadas. Su teoría es que existen muchos premios Nobel entre los judíos porque la persecución nazi fomentó en ellos el trabajo intelectual; podían prohibirles todo, menos pensar. La necesidad de superarse fue para ella un estímulo y, sobre todo, el ejemplo del doctor Albert Schweitzer, que dedicó todos sus esfuerzos y conocimientos a curar la lepra en África.

Quiso el azar y la necesidad que los pasos de Rita Levi recorrieran el mismo camino que el doctor Schweitzer y hoy trabaja para que las niñas africanas tengan becas y puedan prosperar en sus estudios. Su deseo es que salgan muchas científicas, a las que llama herederas de Hipatia de Alejandría, una joven y bella astrónoma, matemática y filósofa que vivió en el siglo IV. Fue admirada por la magnitud de sus conocimientos y su muerte violenta marcó un punto de inflexión entre la racionalidad de la cultura griega y el fanatismo religioso de la Edad Media. Hipatia de Alejandría era pagana y se negó a convertirse al cristianismo. Fue la causa de que unos religiosos fanáticos la asesinaran en el centro de Alejandría. Ya no acabaremos asesinadas en la calle, como ella, por unos monjes misóginos. Algo ha mejorado el mundo para las mujeres.

En cuanto a mi vecino Miguel, al que he aludido al principio, yo le consideraba un sabio. Se quedó ciego a los setenta años, pero tuvo la fortuna de vivir alegre hasta los noventa y siete. Algunas noches me detenía ante su puerta para rogarle que me contagiase parte de su alegría. Cuando intuía que iba a salir a su paseo diario, me hacía la encontradiza para darle un beso.

– Hola, Miguel, ¿cómo te encuentras hoy?

– Sano y contento.

La mayoría de las veces le comentaba cualquier tontería, pero otras le pedía consejos de vital importancia para mí. En cierta ocasión le pregunté cómo debía educar a mi hija. El tenía cuatro hijos varones ya mayores, que parecían felices y bien educados.

– Dale mucho cariño -me respondió-, es bueno que se sienta muy querida. Pero cuando haya crecido lo suficiente ya solo puedes hacer dos cosas: dar ejemplo y rezar. -Y, después de una pausa, añadió-: No sé si crees en la oración, pero de lo que no te libras es de dar ejemplo. La oración te da esperanza y el ejemplo es un compromiso que tenemos todos los seres humanos. Todos vivimos en una sociedad de influencias mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás son un ejemplo para nosotros.

– Te agradezco mucho el consejo, Miguel.

– ¿Te puedo sugerir algo más?

– Siempre me interesa lo que dices.

– ¿Sabes que soy cristiano?

– Sí, claro que lo sé.

– No te pregunto por tus creencias o por tu fe.

– No sabría qué contestarte. Creo en demasiadas cosas que no entiendo, pero no tengo una fe determinada.

– Me alegro de que seas creyente, sean cuales sean tus dudas. El hecho de tener mi propia religión no me impide respetar a las otras. Tengo un enorme respeto por el Dalai Lama y me gustaría regalarte la oración, un mantra dicen los budistas, que él ha difundido para meditar sobre la llegada del nuevo milenio.

– A mí también me parece un personaje admirable.

– Cógelo, está en la mesa, bajo la lámpara. Dáselo a Claudia, pero a ti también te vendría bien leerlo.

En la mesa, efectivamente, encontré una hoja escrita con el siguiente texto:

Instrucciones para una vida

Ten en cuenta que tus grandes amores y logros entrañan un gran riesgo.

Si pierdes, no pierdas la lección.

Aplica las tres «r»: respétate a ti mismo, respeta a los demás y responsabilízate de tus acciones.

Recuerda que, a veces, no conseguir lo que quieres es un maravilloso golpe de suerte.

Aprende las reglas para que sepas incumplirlas cuando conviene.

No permitas que una pequeña discusión empañe una gran relación.

Cuando te des cuenta de que has cometido un error, toma inmediatamente las medidas necesarias para corregirlo.

Pasa algún tiempo solo todos los días.

Abre tus brazos al cambio, pero no abandones tus valores.

Recuerda que, a veces, el silencio es la mejor respuesta.

Vive una buena vida ordenada. Después, cuando seas mayor y mires hacia atrás, serás capaz de disfrutar de nuevo.

Un entorno de amor en tu hogar es la base de tu vida.

Cuando no estés de acuerdo con tus seres queridos preocúpate únicamente por la situación actual. No hagas referencias a anteriores disputas.

Comparte tus conocimientos. Es la forma de lograr la inmortalidad.

Sé bueno con la madre Tierra.

Una vez al año acude a un lugar al que nunca hayas ido antes.

Recuerda que la mejor relación es aquella en la que el amor mutuo es mayor que la necesidad mutua.

Juzga tu éxito en función de aquello a lo que has renunciado para conseguirlo.

Ama y cocina con absoluto derroche.

Medita sobre todo lo anterior y tu vida mejorará.

Fue la última conversación que tuvimos antes de despedirnos. Miguel murió el último verano del siglo XX, y aunque yo no estaba con él, la persona que le acompañó en los últimos momentos me dijo que se quedó dormido a la hora de la siesta, mientras le leía un texto que dejó subrayado, porque fue lo último que le leyó en su vida: Nuevamente la eterna cuestión: «¿Dónde termina el cuerpo y dónde empieza el alma? El cuerpo pertenece a la descripción del alma. Esta no se halla dentro de él como el vino en la botella, sino como el alcohol en el vino. Yo no tengo un cuerpo, soy un cuerpo. El hombre entero es todo el cuerpo no menos que alma…». Y al llegar este momento se dio cuenta de que ya no respiraba. El texto referido pertenece a Feria de Utopías. Estudio sobre la felicidad humana, de José María Cabodevilla, libro que me dejó en herencia y que guardo como oro en paño. Tenía una dedicatoria: «A mi querida Carlota, este libro de un hombre esencial. Espero que te guste (ver página 123). Con el cariño eterno de Miguel». Fui ansiosa a consultar dicha página, donde había marcado un párrafo que dice así: «En dieciséis siglos, por lo visto, la doctrina agustiniana de la felicidad no ha perdido adeptos. Y María tiene una camiseta con ese letrero, negro sobre fondo rojo: Happiness is having a friend…» (Y en estos puntos suspensivos había añadido con su letra: Carlota).