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La muerte de mi amigo es la que todos deseamos. Tuvo una buena muerte y una buena vida. Ahora que inicio el camino hacia la vejez pienso más en él. Me pueden quedar todavía muchos años antes de morir, pero si quiero seguir su ejemplo y vivir plenamente, tengo que esperar contra toda esperanza. Aún recuerdo sus consejos. Cuando te encuentres exhausta y desengañada de todo, no te abandones. Tirar la toalla es una tentación irresistible, porque implica dejar de luchar, tomarse una tregua, encontrar un descanso. No deja de ser una decisión patológica, porque ese presunto bálsamo se transforma en un veneno que te destruye.

El desaliento y la falta de ganas de vivir son el preludio de diversas enfermedades orgánicas que conducen inexorablemente a la muerte. No son simples frases retóricas, sino experimentos biológicos realizados con animales. Cuando encerramos a una mosca, una avispa, un escarabajo, un saltamontes, una rana o una rata en un lugar del que le impedimos salir, el pobre bicho se desasosiega e intenta desesperadamente buscar una salida, y si no la encuentra se rinde y muere. Pero no muere por falta de aire, de alimento o por agotamiento, sino por desesperación. Es una prueba triste y cruel.

Recuerdo con entusiasmo a los ancianos venerables, porque vivieron con alegría todos sus ciclos vitales, desde la infancia a la ancianidad, y por eso resultan ejemplos tan estimulantes, al menos, para mí. No digo que tuvieran una existencia fácil. Quizá lo pasaron mal en muchos momentos, pero lo importante es salvar la memoria, mantener la esperanza y poder dormir en la almohada rellena de buenos recuerdos.

Deseo, peligro

«La amistad entre los dos muchachos era tan seria y tan callada como cualquier sentimiento importante que dura toda una vida. Y como todos los sentimientos grandiosos, también contenía elementos de pudor y de culpa. Uno no puede apropiarse de una persona y alejarla de todos los demás sin tener remordimientos».

SANDOR Marai,

El último encuentro

Pasé la tarde en casa de Gorka. Sí, ya sé que he dado un salto en el vacío. Mi mente va un poco acelerada, así que intentaré controlar mi excitación. Tendré que admitir una extraña coincidencia y es que me siento mejor desde que estoy en paro. La serie se acabó hace una semana y ¡quién me lo iba a decir!, cuando pensé que ya no volvería a coincidir con Gorka y que, inevitablemente, perdería a mi nuevo y misterioso amigo, recibo un e-mail, que decía lo siguiente: «Te invito a ver una peli en mi casa y luego podemos cenar. ¿Te gusta la pastela? Aquí abajo hay un cocinero marroquí que guisa de maravilla y nos la sube calentita. Me encanta el hummus. ¿Te apetece? Te espero en la calle Piamonte, 12, el portal de al lado del Arabian Restaurante, entras al fondo a la izquierda y ahí está tu casa. En fin, te ofrezco un buen plan. No me lo rechaces. Besos. Gorka».

La boca se me hacía agua según lo iba leyendo. ¡Qué comida tan deliciosa! Tardé un segundo en decirle que sí. «Llevaré cava o, mejor, un par de botellitas de Moët & Chandon. Aunque no sea una bebida muy magrebí, la ocasión lo merece. ¡Viva el mestizaje!».

Hay quien tiene el don de sacar el máximo partido a nuestras posibilidades. Gorka hace que me sienta ocurrente. ¡Dios, cómo he podido equivocarme tanto! Creía que era un misógino agresivo y resulta que sabe cómo tratar a las mujeres. Y no solo eso. Es atento, considerado, cariñoso y divertido, de los que pasan delante de ti en el taxi para que no te arrastres por el asiento hasta el extremo opuesto. ¡Dios mío, qué persona más encantadora! He mencionado dos veces seguidas a la divinidad. ¿Por qué me acuerdo de Dios después de tanto tiempo? ¿Qué me está pasando? Me sentía totalmente abandonada de la mano de la divina providencia y, ahora, de pronto, parece que me toca con su dedo todopoderoso.

Corrí hacia el armario en busca de ropa un poco más alegre de lo habitual. Tenía que deshacerme de toda la negrura que colgaba de las perchas y rebosaba en los cajones. ¡Se acabó el luto! Daré un salto desde el alivio a los colores del parchís. Me vestiré de rojo, amarillo, verde y azul, incluso violeta y naranja si es preciso. Dejaré el negro para la ropa interior, eso sí, con encajes y puntillas. Aunque, pensándolo bien, podría fabricarme una silueta postiza, como los vendajes que Marlene Dietrich se ponía bajo el vestido de lentejuelas y las plumas de cisne para dar forma a su divino cuerpo desvencijado por la edad y mostrarse como una diosa sobre el escenario a los setenta y tantos años.

Me dejó marcada la biografía que escribió su hija, donde afirma que tenía todos los vicios, pero los que más le gustaban de todos ellos era comer y beber. Fue una enferma de gula que cuando se ponía ciega de foie gras, salchichas con choucroute y champán francés, tomaba grandes dosis de magnesia para vaciarse y perder unos cuantos kilos.

Después de semejantes excesos, en varias ocasiones terminó en urgencias porque no había manera de cortarle la diarrea. ¡Qué locura de mujer!

Llegué a casa de Gorka bastante calmada y más discretamente vestida de lo que me había propuesto. Al fin y al cabo, no era para tanto. Ni por un instante confundí mi desmedida exaltación, la euforia que me produjo su llamada, con el menor deseo sexual. Solo buscaba compartir mi soledad con un amigo que parecía estar tan solo como yo. Soy una de esas mujeres que, según Margaret Mead, en las primeras relaciones buscan sexo, en la segunda, hijos, y en la tercera, solo una buena compañía. Eso es todo lo que esperaba de él, buena compañía.

Su recibimiento fue cordial, pero en algún momento me hizo pensar que no era su única invitada; que esperaba a alguien más. Todo en la casa tenía un inquietante aspecto de provisionalidad. Los objetos sugerían una vida ajena a aquel espacio diáfano con aspecto de loft poco luminoso. Tenía tres grandes ventanales abiertos de suelo a techo, pero daban a un patio sombrío, de ladrillos enmohecidos, donde guardaba una impecable bicicleta de aluminio, otra vieja muy deteriorada y unos cacharros con agua y restos de comida.

– ¿Tienes perro?

– No, es para dos gatos del barrio que vienen a verme de vez en cuando.

El tono ocre de las paredes se confundía con el terroso de un largo sofá desvaído. Los escasos muebles parecían camuflados entre la gama de colores rojizos de las alfombras que cubrían gran parte del suelo. Tenía un narguile junto a la cabecera de una cama de gran tamaño, cubierta con una manta marroquí y un mosquitero recogido en el techo. Sí, aquello parecía una jaima aristocrática venida a menos, decadente, elegante, pero sin pretensiones. La sensación es que se había instalado transitoriamente en mitad del desierto. Aún más cuando metió mi botella de champán en la nevera y, como si fuera un beduino, se le ocurrió ofrecerme un té con menta.

– Así estará frío para la cena.

No me atreví a decirle que ya estaba frío y que prefería el champán para entonarme un poco.

– ¿Te gusta el cine español?

– Depende.

– ¿Y el cine asiático? -me preguntó.

– También depende.

– ¿Has visto Brokeback Mountain?

– Sí, y la verdad es que no me apetece verla otra vez.

– No es esa la que quiero ver. Te iba a ofrecer Deseo, peligro, la última de Ang Lee, porque se me pasó en los cines y, si te parece bien, me encantaría verla contigo.