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– Yo tampoco la he visto -dije sin excesivo entusiasmo.

– Me gusta su cine. Me asombra que afronte bien todos los géneros.

– No he visto todas sus películas. ¿Cuántos años tendrá Ang Lee? -se me ocurrió preguntarle.

– No sé, es difícil saber la edad de un chino, y menos en el caso de Ang Lee. Se sabe poco de su vida, pero será, más o menos, como tú o como yo.

– No es lo mismo -intenté precisar.

– Bueno, calculo que estará rondando los cincuenta.

– O sea, ni la tuya ni la mía.

– Año más, año menos, ¿qué importa?

Parecía sincero al tratar de quitarle importancia a la edad, o quizá fue otro detalle de cortesía. Con esa frase quedó zanjada la conversación.

Acto seguido, me preguntó que si estaba cómoda y si quería un puf para poner los pies. Apagó la luz, pulsó un botón de un mando a distancia, bajó una gran pantalla del techo y, antes de comenzar la proyección, me hizo otra pregunta.

– ¿Doblada o en versión original?

– ¡Estás loco! La duda ofende.

– Como quieras, pero seguro que doblada pierde.

¡Qué extraña situación! Me vi en silencio, a oscuras, en casa de un hombre al que apenas conocía, contemplando una secuencia interminable de unas chinas jugando al mah-jong y parloteando sin parar, mientras mis pensamientos se desbocaban. No podía concentrarme en la película. ¿Qué sentido tenía aquella invitación? A qué tipo de hombre se le ocurre compartir con una extraña una historia tan sofisticada, sugerente y llena de segundas intenciones. Seguro que la elección de la película era una indudable coartada cuyo objetivo oculto me resultaba de lo más inquietante. ¿Se trataba de una encerrona para hablarme de la pasión y el amor? ¿Pretendía insinuarme algo a través de la belleza, la traición, la deslealtad, la violencia…? ¿Quería comprobar algo que, previamente, le habían contado de mí? Estaba segura de que me había mentido, porque daba la impresión de haberla visto previamente. Escuchaba su respiración, el sonido que hacía el líquido al caer en el vaso de té, el ruido de la tetera cuando la depositaba sobre la bandeja metálica. No me atrevía a mirarle.

Pasado un buen rato y terminada la minuciosa partida de mahjong, logré controlar mis pensamientos y me dejé arrastrar por la intriga. Quedé atrapada por la belleza de los actores, sus miradas, la suntuosidad del vestuario, la lograda atmósfera de una ciudad china (así sería Shanghai en los años cuarenta) y, sobre todo, las escenas eróticas de dos cuerpos hermosos, sublimes, perfectos, entregados violentamente al placer sexual.

Al cabo de las dos horas y media, casi había olvidado que estaba compartiendo aquel regodeo estético con un desconocido. Finalizados los títulos de crédito, permanecimos ambos unos instantes en silencio.

– ¡Espléndida! -dijo al fin-. ¡Qué belleza de película!

– Sí, realmente, es una historia conmovedora -farfullé con un hilo de voz.

– Me parece brutal la secuencia en la que aparece él vestido con un traje impecable y los zapatos ensangrentados. -Se quedó un buen rato meditando y luego añadió-: Bueno, voy a llamar. Seguro que ya tenemos la cena preparada.

Encendió la luz, apagó el proyector, subió la pantalla, se puso en pie y telefoneó al Arabian.

– ¿Quieres una copa de champán? -me preguntó muy resuelto-. Estará bien frío.

– Sí, gracias -respondí con dificultad.

– Me gusta, me gusta mucho esta pareja. Jamás he visto cuerpos más perfectos.

Un par de minutos después llamaron a la puerta. La comida estaba dispuesta, pero yo no lograba salir de mi mutismo. Me dio una copa, abrió la botella, me sirvió champán y brindó.

– ¡Por la belleza!

– ¡Por Ang Lee! -dije, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– Es un tipo espléndido, desde luego. ¿Nos sentamos a la mesa? -Como mi mudez persistía, no tuvo más remedio que continuar el monólogo-: Hummus con champán ¡Vaya mezcla!

– ¿No te gusta? -pregunté con timidez.

– ¡Me encanta! Pero nos vamos a inflar como dos globos.

– Me da la impresión de que es algo obsesivo -me arranqué, al fin.

– ¿A qué te refieres?

– A los deseos reprimidos de Ang Lee. Todos sus personajes son unos reprimidos que logran romper la contención y siempre lo acaban pagando. Es insistente, en el fondo, trata de advertirnos siempre: «Cuidado con lo que deseas… todo tiene su castigo».

– Más bien creo que dice: «No dejes nunca de desear; no te reprimas; abandónate y olvida el peligro, a pesar de las consecuencias».

Durante las pausas, me rellenaba una y otra vez la copa de champán.

– ¿Es gay? -pregunté, de pronto, arrepentida de mi súbita locuacidad.

– No, en absoluto. Tiene mujer y un par de hijos. Apenas sé más de él.

– Pues parece que le obsesiona la homosexualidad.

– No lo creo -me respondió con naturalidad-. ¿Quieres un poco de ensalada? Está deliciosa.

– Sí, gracias… No sé… Tanta represión emocional…

¿Viste El banquete de boda, la del tipo que oculta a sus padres que es marica? Lo mismo en Brokeback Mountain y ahora en esta.

– Creo que esta es diferente.

– Hasta cierto punto.

¿Por qué me había enredado yo solita en una conversación tan embarazosa? Quizá me cayó mal beberme de un trago la primera copa con el estómago vacío, o quizá las muchas que siguieron, aunque fueran envueltas en placenteros bocados de comida. Lejos de mi intención sacar a relucir mis sospechas sobre la condición sexual de Gorka o sobre el peligro de los excesos pasionales, pero me había metido en un embrollo del que no tenía más remedio que salir.

– ¿Te incomodan las secuencias eróticas? -me devolvió el guante.

– No, en absoluto… Aunque, en realidad, las de los vaqueros rozaban la pornografía.

– Pues a mí me parecieron tan imprescindibles como estas. Un amigo mío, director de cine, me cuenta que las escenas de sexo quedan mejor cuando son reales.

– ¿Quieres decir que los chinos fueron capaces de follar delante de todos los mirones del rodaje? -exclamé.

– En esta no lo sé, pero me consta que, a veces, en algunas secuencias de sexo explícito… Y no me refiero solo a los actores porno.

– Tenías razón -comenté en un intento desesperado de cambiar de rumbo-, la pástela estaba deliciosa.

– Hay una diferencia fundamental entre las dos -continuó, haciendo oídos sordos a mi comentario-. El sexo en Brokeback Mountain transcurre en un lugar paradisíaco y en esta, sin embargo, el ambiente es opresivo, cerrado, asfixiante…

No le respondí. Estaba entregada a la gula.

– ¿Te estoy aburriendo?

– No, no, en absoluto.

– Está bien. Dejemos la película y hablemos de ti.

– Uff, estoy tan impresionada que no me resulta fácil hablar de otra cosa.

– ¿Quieres una copa de algo?

– ¡Qué dices! Me he bebido yo sola botella y media de champán.

– Hemos bebido los dos.

– No me encuentro bien. Estoy un poco mareada.

– Échate un rato en el sofá o en la cama.

– No, no, muchas gracias -dije, volviéndome súbitamente precavida-. Es tarde. Será mejor que me vaya a casa.

Era cierto que estaba muy alterada, no tanto por los efectos del alcohol como de una conversación que podía tener un desenlace inquietante. No quería llegar más lejos en ningún sentido. Rescaté el bolso y me puse de pie a toda velocidad.

– Está bien, te acompañaré a casa.

– No te molestes.

– ¡Cómo! Iré a buscar el coche al aparcamiento. ¿Te importa esperarme en la puerta? Solo son cinco minutos.

– No, de verdad, gracias.