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– Tres minutos. Voy corriendo.

– No, ya he dicho que no -dije bruscamente-. Prefiero ir en taxi.

Salimos a la calle, dimos unos pasos y la divina providencia de la que me acuerdo tanto recientemente, quiso que apareciese un taxi libre. Antes de abrirme la puerta, me abrazó con fuerza y me besó tiernamente en la frente y en las dos mejillas.

– Cuídate mucho y descansa, Carlota. Mañana te llamo.

La mujer espejo

«Las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre, el doble de su tamaño natural».

Virginia Wolf,

Una habitación propia

Hacía demasiado tiempo que no me sentía tan ebria y tan feliz como anoche cuando llegué sola a casa. Intenté dormir, pero me desvelé recordando las tórridas escenas eróticas que, en cierta manera, había compartido con Gorka. ¿Por qué huí de esa manera tan estúpida? ¿A qué tenía miedo? Probablemente temía hacer el ridículo. Me hubiera gustado decirle «Cuídame, Gorka, no confío en mí. No estoy dispuesta a empezar una aventura cuyo final sería desastroso».

Jugueteo con mi teléfono móvil y aparece el número de Gorka. Estoy a punto de marcarlo, pero me reprimo. Le daría las gracias por su delicadeza y, sobre todo, por lograr que me sienta seductora, pero temo que me responda, por ejemplo: «Quiero dejar las cosas claras desde un principio, Carlota, soy homosexual». ¡Ojalá lo fuera! Sería maravilloso tener un amigo fiel que no diera lugar a equívocos. Estoy cansada de amores posesivos. Seré más precisa; estoy cansada de mis relaciones con los hombres, porque al final, la posesiva termino siendo yo.

Siempre me he creído la mujer espejo. No cualquier espejo, sino los que están un poco combados, como los de las antiguas ferias, que aumentan el tamaño de cuanto se refleja en ellos. A los hombres les gusta doblar su dimensión real y por eso les complace mirarse en mí. Creo que les atrae mi aparente placidez, la forma que tengo de observarlos, lo atenta que les escucho, lo mucho que me involucro en sus problemas y el afán que pongo en ser eficaz. Supongo que la deformación profesional, el hecho de interpretar los gestos de los demás y doblar su voz, me ha convertido en ese confortable modelo de mujer. Con el paso de los años, mi falta de identidad, el hecho de ser tan complaciente, me vuelve cada vez más susceptible.

He soñado multitud de veces en convertirme en alguna de esas mujeres frívolas a las que doblo. Aunque fuera fugazmente, me encantaría ponerme en el papel de Fran, la esposa de Sam Dodsworth en Desengaño, de William Wyler, uno de mis directores preferidos, porque es trascendente sin ser tan fatuo como sus colegas franceses. John Ford decía que a William Wyler no se le podía convencer de que la perfección es inalcanzable. Era tan obsesivo que durante el rodaje de Jezabel, obligó a Henry Fonda a repetir cuarenta veces la misma toma. Y cuando el actor le preguntó con indignación qué pretendía, Wyler le respondió: «Solo quiero que lo hagas bien».

¿Por qué me gustaría ser una mujer infiel y atolondrada (que expresión más antigua), como el personaje que interpreta Mary Astor, que se niega a envejecer? Porque estoy harta de ser consecuente y me encantaría volverme frívola con todas sus consecuencias, pero no me queda tiempo para experimentar esa sensación de irresponsabilidad, de ir solo a lo mío. Sentir que el mundo gira alrededor de tu propio ombligo debe de ser absolutamente placentero. Lamento que no me haya sucedido jamás; por eso, al recordar la película de Wyler, me gustaría ponerme en la piel de esa mujer aburrida de sí misma que, en un esfuerzo inútil por detener el paso del tiempo, seduce a cualquier hombre joven que se cruza en su camino, y cada vez que fracasa se da cuenta de la torpeza de su empeño, de que no puede buscar el esplendor en la mirada de otros hombres y regresa a la protección de su marido, un hombre fuerte y generoso que no da importancia a la burla de los demás.

Es lo que me fascinó de la película, el papel del paciente marido que la espera sin rencor con los brazos abiertos. Uno de los pocos ejemplares que logra superar el síndrome «madame Bovary». Se supone que una mujer no puede ser infiel y feliz al mismo tiempo. Frente a la infidelidad femenina se reacciona con violencia, desprecio o venganza. Los hombres aún son educados para sentirse orgullosos de sus triunfos profesionales y de sus conquistas femeninas, pero no de sus éxitos afectivos. Por eso aparentan dar menos importancia al amor de lo que realmente tiene en sus vidas.

Tensiones domésticas

«… es difícil estar enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la viera toda a la vez y es demasiado. Mi corazón se llena como un globo que está a punto de estallar… y entonces recuerdo que tengo que relajarme y no intentar aferrarme a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no puedo dejar de sentir gratitud por cada simple momento de mi estúpida y pequeña vida…».

Última secuencia de la película de SAM MENDES,

American Beauty

Rara vez voy a casa de mi hija. Se ha ido un par de días a rodar a Asturias y me ha pedido que me ocupe del gato durante su ausencia. Me gustan los animales, pero tengo establecido un orden claro de prioridades: prefiero los perros y los caballos, porque los gatos necesitan tiempo para habituarse a un extraño.

La casa de mi hija me resulta poco familiar. Me intriga abrir con su llave sabiendo que no hay nadie dentro, excepto el gato. Son las doce de la mañana, el sol se cuela por las rendijas de la persiana entornada y proyecta unas sombras misteriosas en la sala. Paso de largo, aunque sé que no resistiré la tentación de mirar atentamente cualquier novedad que me dé una pista sobre los enigmas de su vida. De todos modos, sería incapaz de profanar su intimidad, fijarme más de lo debido, husmear en los cajones o entre la ropa del armario como si fuera un detective. Juro que no lo haré. Me conformo con mirar solo lo que tiene a la vista.

En realidad, no me siento del todo extraña en este lugar. El apartamento no es demasiado pequeño y como es todo muy minimalista, le permite mantenerlo pulcramente ordenado. El gato no ha salido a recibirme. Hago ruido intencionadamente para que dé señales de vida y no me obligue a buscarle por los rincones, pero el insolente no aparece. Ahora que lo pienso, la insolencia es una cualidad muy frecuente en los gatos. Voy derecha hacia el tendedero de la cocina para cambiarle el cajón de serrín, ponerle la comida y llenarle el recipiente del agua. Quizá esté debajo de la cama o metido en el armario de la plancha que Claudia ha dejado con la puerta entreabierta. Cuando me dispongo a buscarle y estoy a punto de caer en la tentación de fisgonear un poco, le oigo maullar. Debe de tener hambre porque viene presuroso al olor de la comida, pero se detiene antes de llegar, clava las cuatro patas en el suelo y se queda inmóvil con actitud inquietante. Es negro, enorme, y sus ojos verdes emiten destellos iridiscentes cuando la luz los ilumina. Yo también me quedo clavada a la espera de que me muestre algún signo amistoso.

– Nos conocemos poco, ¿verdad, Kevin? -le digo al gato.

Tarda unos segundos en mover la cola. Ahora dudo si es más correcto llamarle cola que rabo. Rabo de gato es una pequeña planta con cuyas flores mi amiga Julia hacía unas infusiones excelentes para calmar el ardor de estómago. También las utilizaba para curar heridas y llagas porque, al parecer, tiene propiedades antiinflamatorias. Julia siempre fue un poco bruja y hará treinta años la vi emplear, por primera vez, la planta del aloe vera para fines cosméticos y terapéuticos e incluso para cocinar. En fin, prefiero llamar cola a ese plumero que tiene Kevin completamente erecto y que mueve suavemente hacia delante y hacia atrás, que es su modo más amistoso de saludar y de contarme que está contento de verme. El lenguaje felino es muy sutil, pero lo conozco bien porque en mi infancia tuve muchos percances con gatos. Dejémoslo así.