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– Sí, Kevin, prefiero no acordarme de las faenas de tus antecesores para no reavivar mi resentimiento hacia los bichos como tú.

Antes de iniciar su festín, restriega el lomo entre mis piernas, luego me roza con la nariz, ronronea, agacha la cabeza y entiendo que, al fin, me da la bienvenida.

Que nadie piense que se llama Kevin por Costner. Si no aclaro este equívoco mi hija no me lo perdonaría. Es por Kevin Spacey Fowler, el actor que interpretaba al padre en American Beauty, la película de Sam Mendes que causó un gran impacto en su época y que a mi hija la dejó marcada, quizá porque la vio en plena crisis entre su padre y yo.

Nunca hablamos claramente sobre nuestro divorcio, pero sospecho que en aquel tiempo su padre debía de estar liado con alguna joven, por supuesto, actriz. Seguro que mi hija estaba al comente de sus aventuras. La tensión doméstica, probablemente, le llevó a identificarle con Lester Burnham (Kevin Spacey), un publicitario cuarentón en crisis, harto de su esposa Carolyn (Annette Bening) y de Jane (Thora Birch), su única hija, una adolescente que se encapricha con su vecino Ricky, el hijo de la extravagante familia Fitts. Todavía no comprendo por qué se identificó con el papel del padre. Quizá por su liberación tardía, o por ser la víctima del fracaso familiar, o tal vez porque, a pesar de su fracaso, la joven Angela le encuentra atractivo. Quién sabe qué ideas ofuscaban el cerebro de mi hija en aquellos momentos. Es posible que me viera tan frustrada como la señora Burnham.

Recuerdo que escuchaba a todas horas la banda sonora de la película. Tengo grabado en el cerebro la versión que hizo Elliott Smith del Because de los Beatles. El remate final para Claudia fue que nombrasen a Spacey director artístico de la Compañía de Teatro Oíd Vic de Londres. Desde entonces su admiración fue en aumento, porque ese era su sueño, ir a Londres o a Los Ángeles a estudiar interpretación.

– Lo que yo daría por recibir clases de Spacey -me dijo en cierta ocasión.

– Todos tenemos sueños rotos -le respondí.

– Pues no pienso tirar la toalla, como hiciste tú.

Y así, con un nuevo exabrupto, se quedó la cosa.

Cuando mi hija y yo vimos Lost in translation, cada una por su lado, pensamos que Sofía Coppola había elegido al actor equivocado. No es que Bill Murray hiciera mal el papel de amante de Scarlett Johansson, ni mucho menos, pero las dos hubiéramos preferido a Spacey. Le iba como anillo al dedo repetir la historia de cuarentón aburrido y melancólico, esta vez en Tokio.

El caso es que su gato se llama Kevin por el actor.

Ya he cumplido el encargo de mi hija. Kevin está limpio y bien alimentado. Supongo que habrá una cafetera en alguna parte. Me apetece un café. Encuentro algo parecido a una cafetera. No sabía que tuviera un artefacto tan sofisticado. Jamás he utilizado estas capsulas de colores, aunque parece fácil. Habrá que meterla en esta ranura y darle al botón.

Mientras tanto echaré un vistazo. Subo la persiana y la luz penetra hasta el último rincón de la sala. Tiene un aspecto limpio y reluciente, los cristales de las ventanas están impolutos, el sofá cubierto con una funda impecable y el suelo de madera brilla como un espejo. Es imposible pedir más pulcritud. Entiendo que Claudia, tan ordenada y meticulosa como su padre, no soporte el desbarajuste de mi casa.

Cualquier observador neutral se daría cuenta al primer golpe de vista de que esta niña tiene una fijación afectiva con la figura del padre. No hay una sola foto de la que Benjamín esté ausente. El padre con su bebé en brazos; Claudia, el padre y Pisco, un fox terrier que tuvimos hace años; el padre solitario en lo alto de una roca contemplando la inmensidad del paisaje; el padre con su niña en un velero; el padre en un rodaje; el padre en el festival de Cannes; el padre con diversos actores y actrices… A mí me tiene separada en la mesilla de su dormitorio, sola y joven. No me quejo. No es mal lugar para una madre y, además, me encuentro guapa en esta imagen. Al lado de mi foto, descubro otra reciente de Claudia con un joven, para mí, desconocido. Deduzco que es su actual pareja, de la que, naturalmente, no me ha dicho una sola palabra. Es el mismo, por cierto, de la foto enmarcada que tiene sobre la estantería y, junto a ella, otra de… ¡Qué estoy viendo! ¡Cómo no me he dado cuenta antes! No puede ser. ¡Dios mío, es Mario! ¡Es el hijo de Andrea! Me quedo clavada frente a esa imagen que me hiela la sangre. Me siento morir.

No tenía con quien compartir la consternación que me produjo aquel hallazgo. Era absurdo contárselo a Gorka. Ni siquiera conocía a mi hija. Podía llamar a Benjamín y preguntarle si lo sabía, si Claudia le había contado algo de su relación con Mario, si estaban enamorados, si vivía con ella. Imposible, a estas alturas, mencionarle el nombre de Andrea. Me acusaría de psicópata.

Estuve trastornada el resto del día y ni siquiera pude dormir, porque soñaba que Andrea me perseguía desde la otra vida. No digo que me alegrase de su muerte; jamás pensé que me sentaría a la puerta de mi casa para ver pasar el cadáver de mis enemigos. Reconozco, sin embargo, que cuando desapareció sentí un gran alivio, se sosegaron mis rencores y me compadecí de Mario, al que dejaba completamente solo en este mundo. Pero Andrea vuelve a castigarme a través de mi hija. Es imposible compartir con mi ex marido mis odiosos sentimientos. Llegué a sospechar que el hijo fuera de Benjamín, y ahora reaparecen mis temores. La sospecha no era una cuestión de celos histéricos. ¡Vaya si tenía fundamento! Las fechas del incipiente embarazo de Andrea coincidían con el rodaje de la primera película en la que trabajó con mi marido. Bien es cierto que en aquellos tiempos, Benjamín me engañaba cuanto podía. Sus líos eran esporádicos, fugaces, intrascendentes quizá, pero me amargaron la vida, porque entonces me tenía fascinada y yo le seguía como un perrito faldero.

Una de las veces descubrí en el bolsillo de su cazadora de cuero la carta de una actriz venezolana que le enviaba una fotografía de cuerpo entero. Era una rubia de pechuga abundante y bonitas piernas, atractiva, pero, desde mi lozanía, me parecía un tanto ajada. En el envés de la foto había escrito: «Como puedes comprobar, soy una incipiente cuarentona todavía de buen ver. Un beso. Graciela».

La tal Graciela le recordaba en la carta las noches bajo las estrellas, los inolvidables momentos que pasaron juntos durante las semanas de rodaje en la selva… y no sé cuantas lindezas más. La propuesta era reencontrarse en Roma, donde la cuarentona de buen ver quería pasar tres semanas con el que entonces era mi marido. Jamás confesé que había leído aquella carta y él nunca fue a Roma en esas fechas ni me habló de la venezolana.

Quizá la aventura con aquella mujer tuviera poca importancia; sin embargo, recuerdo la humillación que supuso para mí comprobar una vez más que mis celos estaban bien fundamentados. Peor fue, sin duda, la relación que tuvo con Andrea y que se prolongó de manera intermitente a lo largo del tiempo. Cuando se lo insinuaba, Benjamín me respondía que solo era una buena actriz y una eficiente compañera de trabajo. Sin mucha capacidad de convicción, se negaba a admitir que había entre ellos algo más allá de la amistad, pero nunca llegó a convencerme.

Después del rodaje de aquella película, cuyo nombre eludiré para no intensificar el sufrimiento, la estrella y el productor se fueron juntos al festival internacional de cine de Karlovy Vary para presentar su obra fuera de concurso. Mi marido regresó entusiasmado de aquella ciudad que calificó de ensueño y que yo conozco como la palma de mi mano, a pesar de no haberla visitado jamás. No tenía palabras para explicar a los amigos el fantástico ambiente cinematográfico que se respiraba en el festival que consideraba más importante que los de Berlín, Cannes y Venecia juntos. La Checoslovaquia de aquella época, el corazón de Europa, se había convertido para mi marido en el paraíso terrenal. Contaba, y no paraba, las bellezas de la ciudad dorada, la de las cien cúpulas, su arquitectura majestuosa, los puentes sobre el río Moldava, la luz que daba brillo a los palacios y a las iglesias de la ciudad vieja, el museo de Kafka donde vio las primeras ediciones de sus libros. Allí había tomado la mejor cerveza del mundo. Hablaba como el vendedor de una agencia de viajes.