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Recuerdo que me trajo unos vasos de cristal de Bohemia, un chimpancé de peluche comprado en una juguetería de Marienbad y una obleas en una caja metálica de color rosa, todavía lo recuerdo, donde aparecía escrito el nombre de la ciudad: Marianské-Lázne. La noche que Benjamín se fue de casa, arrojé con furia la caja de obleas por la ventana y estampé los vasos contra el suelo de la cocina, de manera que solo conservo el mono porque cuando Claudia era un bebé se encaprichó con él. Por detestar todo lo que huela a aquella época, detesto hasta El año pasado en Marienbad, la película de Resnais, porque las incomprensibles peripecias de la pareja imaginaria me evoca los días de gloria que debieron de pasar Benjamín y Andrea, mientras yo me pudría esperándole en Madrid. Desde entonces odio a la actriz Delphine Seyrig.

Al cabo de unos meses, Andrea, la ladrona de maridos, estaba visiblemente embarazada de este Mario que hoy me encuentro fotografiado en actitud amorosa junto a mi hija. Nadie relacionó aquel embarazo con Benjamín, pues era de todos sabido que la actriz tenía relaciones, entre otros, con un director de cine que, por cierto, puso tierra por medio para no hacerse cargo del hijo. Al cabo del tiempo, cuando nuestras relaciones evolucionaban favorablemente a raíz del nacimiento de Claudia, Benjamín me contó, como ya he dicho, que el hijo no era del realizador, sino de un médico. Traté de creerme la versión y durante mucho tiempo la acepté, pero ahora se agolpan de nuevo las sospechas y no puedo soportar la humillación profunda que siento otra vez.

Había contratado a los pintores y tenían el material dispuesto para comenzar la faena a la mañana siguiente. Era imposible echar marcha atrás. Iba y venía por las habitaciones entre muebles cubiertos por sábanas, libros empaquetados, escaleras y botes de pintura. Me detuve delante del cuarto de Claudia y me tumbé en su cama. Ojalá su relación con Mario no llegue demasiado lejos, porque no podría soportarle cerca de mí, todo el tiempo recordándome a su madre. Incluso podía suceder algo peor, que Mario y Claudia fueran hermanos. Resulta demasiado folletinesco para ser cierto. Quizá estuviera ofuscada y hubiera confundido a aquel chico de la fotografía. En realidad, todavía me quedaba la pequeña esperanza de haber cometido un error.

Claudia me había llamado para decirme que regresaría antes de lo previsto. Llegaría por la noche y se ocuparía del gato. No era necesario que volviese a su casa. Afortunadamente contuve las ganas que tenía de someterla a un interrogatorio telefónico. Se habría puesto como una fiera si le digo lo de su foto con Mario. Se consideraba una mujer independiente, tenía su propia vida y no era asunto mío con quien estuviera. Esa sería la respuesta. Mejor esperar a que volviera.

– ¿Quieres que comamos juntas? -Es la única frase que me atreví a pronunciar.

– Sí, me parece bien. Tengo dos días libres, así que mañana te veo.

– Reservaré en El Puerto, ya sabes que tengo la casa patas arriba.

– Estupendo -me dijo-. Además, tengo que hablar contigo.

– ¿De qué? -le pregunté aterrada.

– Nada importante. Ya te contaré.

¡Cómo que no era importante! Estaba segura de que iba a darme la fatídica noticia. «Sí, mamá, esta vez sí: vivo con un chico estupendo. Se llama Mario. Papá me ha dicho que erais muy amigos de su madre, Andrea Peña. ¿Qué tal era?», preguntaría con toda su inocencia. Y entonces tendría que contarle toda la verdad. «En primer lugar, yo no era amiga de esa mujer, el amigo era tu padre, aunque, eso sí, eran más que amigos. ¿Te ha hablado Mario de su madre? ¿Y de su padre? Por cierto, ¿le conoce? ¿Está seguro de que ese es su nombre? Lamento decírtelo con tanta crudeza, pero él no sabe realmente quién es su padre. Yo sí». Entonces tendría que decírselo y quién sabe cómo iba a reaccionar.

La espera se me hacía demasiado larga y salí a caminar para acortar el día. Estuve a punto de volver a casa de Claudia, robarle la foto, llevársela a Benjamín y pedirle que me aclarase el asunto. No lo hice. Hace meses que Benjamín y yo no cruzábamos una sola palabra. Cómo podía pensar en semejante locura. Había salido a pleno sol y regresé a casa cuando las farolas de las calles ya estaban encendidas. No sé cuánto tiempo caminé, pero estaba fatigada y pensé que el cansancio y un baño caliente me ayudarían a dormir mejor. Sorteando los cachivaches y los botes de pintura, llegué hasta el sillón que está junto a la ventana y me senté a descansar en medio de aquel desbarajuste. Pintar las paredes en este momento… ¡Qué estupidez! Menos mal que había tomado la precaución de dejar mi dormitorio a salvo del caos; el único espacio donde me podía encerrar cómodamente. De todos modos, era demasiado pronto para meterme en la cama.

Una generación privilegiada

«¿Y los años sesenta? […] No fue aquella una bonita revolución que tuviera lugar elevado en el plano teórico. Fue un lío pueril, ridículo, incontrolado y drástico, una enorme pendencia en la que participó la sociedad entera […]. No obstante, el impacto fue revolucionario. Las cosas cambiaron para siempre».

Philip Roth,

El animal moribundo

El teléfono me anuncia que tengo un mensaje. Lo saco del bolso con nerviosismo. No se trata de un mensaje, sino el aviso de tres llamadas desde el número de Gorka. No tengo ganas de hablar con él. Le llamaré en otro momento. Voy a la cocina para calentar un vaso de leche y tomarme el orfidal, así me hará un efecto rápido y me quedaré dormida inmediatamente.

Vuelve a sonar el teléfono y regreso al dormitorio para ver quién es. Gorka, otra vez. Dudo un instante, pero me intriga su insistencia y le respondo.

– ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?

– No me encuentro bien, Gorka. Me iba a dormir.

– ¿A dormir a las nueve de la noche?

– Me duele la cabeza.

– Quería decirte que nos ha salido una publicidad.

– No tengo ganas de trabajar.

– ¿Qué me estás contando? Me dijiste que te interesaba y me he comprometido a que lo haremos mañana.

– Imposible, de verdad, no me encuentro con ánimo.

– Pagan bien y será solo un par de horas por la mañana. No me dejes colgado con esta gente. Ya sabes cómo son.

– Lo siento, Gorka.

– ¿Puedo saber qué te pasa? ¿Estás molesta conmigo?

– No, no es por tu culpa.

– ¿Entonces quién es el culpable?

– Es un asunto de mi hija.

– ¿Le ha sucedido algo?

Se me escapó un sollozo inoportuno. Tenía que salir la tensión por alguna parte.

– ¿Carlota?

Tardé unos segundos en contestarle.

– ¿Carlota? Dime qué pasa -preguntó alarmado.

– No es nada, perdóname, es que he tenido un día horrible.

– ¿Quieres que tomemos algo?

Pienso que me vendría bien hablar con él, pero no me siento con ánimo de salir.

– No, gracias.

– Por favor. Déjame que vaya a verte.

– No, de verdad. Tengo la casa hecha un asco.