Nunca me hubiera imaginado tal y como me encuentro en estos momentos: fondona, desgreñada, con la dentadura teñida por el café y el humo de los cigarrillos, siempre vestida de negro, no tanto porque los colores alegres me hacen más voluminosa sino por pura desidia. De negro o de blanco, quizá para camuflarme con la noche o el día. ¿Cuántos cigarrillos, por cierto, habré fumado para tener los dientes tan amarillentos?
He perdido un poco la cabeza y, si quiero recuperarla, no debo desperdiciar una sola oportunidad de entrenar mis neuronas, así que abandonaré por unos momentos los fogones y me iré en busca de la calculadora. Lo malo es no saber cuándo se empieza a fumar o, para mayor precisión, cuándo se compra la primera cajetilla. Me veo fumando un Pall Mall largo sin filtro en la cama de una habitación en un calle de París. Hago recuento de los lugares donde he dormido, y aunque no fueron muchos, sí los suficientes para confundir las camas de los hoteles con las habitaciones de mis amigos. Comprendo la confusión en determinadas situaciones, porque Guido era portero de noche en un hotel y me prestaba la cama que tenía en la buhardilla con la condición de que la dejase libre por la mañana cuando él subía de la recepción. No siempre cumplí mi palabra, pero no quiero distraerme ahora con los recuerdos de Guido, sino averiguar cuántos cigarrillos habré fumado a lo largo de mi vida.
Mi memoria, sin embargo, es tozuda, tiene vida propia y se queda ensimismada en algo que querría olvidar. Me niego a detenerme en la historia de Guido, éramos muy jóvenes y él no estaba enamorado de mí, sino de Blanca, una aristócrata sin fortuna recién casada con un viejo multimillonario que resultó ser impotente. El pobre hombre creía que su joven esposa era virgen, pero lo cierto es que perdió la virginidad con Guido, al que visitaba durante el día en la buhardilla del hotel, por eso yo tenía que desalojar la cama muy temprano. El caso es que por entonces solo fumaba ocasionalmente y debía de tener unos diecisiete o dieciocho años. Tal vez lo del Pall Mall sin filtro fuera después, en la cama de Nicolá, un actor rubio de ojos intensamente azules que por amor al arte participaba en la compañía de Savary y después se ganaba unos francos trabajando los fines de semana en un taxi. En aquel coche me paseó por todos los barrios de París.
Quiero quitarme de encima esas imágenes absolutamente nítidas, pero la memoria me lo impide. Creía haber borrado determinados nombres de mi biografía y, sin embargo, al cabo de un cúmulo de años se presentan como si hubieran tenido alguna importancia en mi vida. Juro que no la tienen, pero reaparecen como fantasmas inoportunos, ignominiosos, indeseables. El caso es que ya entonces fumaba, aunque fuera ocasionalmente o inducida por las malas compañías. Lo más probable es que antes de los veinticinco años fuese ya adicta en alguna medida, de modo que, calculando por lo bajo una media de una cajetilla diaria durante más de tres décadas, habré encendido unos 300.000 cigarrillos, quizá, más de medio millón, porque hubo temporadas de mayor intensidad. Nadie sabe qué cantidad de nicotina garantiza un cáncer de pulmón. Mi padre fumaba Record y yo empecé con Rex, Ducados (Gitanes o Gauloise cuando estaba en París), luego me pasé al rubio, Camel, Pall Mall kingsize (de manera excepcional como se ha visto), Lucky Strike, LM, Chesterfield, Winston, Marlboro y, definitivamente, Marlboro light. Puedo reproducir con precisión la imagen de cada marca. ¿Qué necesidad tendrá mi cerebro de conservar tanta futilidad?
Dejé de fumar en el 93, el mismo año que lo dejó el pintor Antonio López, según he leído en los periódicos. Fue tal el esfuerzo que casi pierdo la memoria. Lo mismo le sucedió a Norman Mailer. Describe el proceso con precisión en la novela Los tipos duros no bailan, a través del personaje de Tim Madden, ex presidiario de mediana edad, escritor fracasado, alcohólico y amnésico por culpa del tabaco, mejor dicho, porque abandonar el hábito supone un grave quebranto en su capacidad creadora. Era tal el mono que tuvo que reaprender a escribir desde el principio, y cuando consiguió la proeza de redactar un párrafo seguido, no pudo resistir el esfuerzo de contención y volvió a llenarse de nicotina. Mis ídolos infantiles siempre fumaban: comanches, pistoleros, gánsteres, detectives y las actrices más provocadoras de Hollywood.
Siempre lo echaré de menos y, a veces, sueño que fumo, sobre todo, cuando lo asocio a las escenas de placer que no quiero recordar en estos momentos de soledad.
En febrero de 1993 estaba convencida de que fumaba el último Marlboro de mi vida. Acosada por las incipientes prohibiciones, la intolerancia de algunos amigos ex fumadores y mi propia tos, decidí abandonarlo definitivamente. Me sentía tan perseguida que si mantenía una conversación prolongada y acumulaba más de cuatro o cinco colillas en el cenicero, metía alguna en el bolso disimuladamente para borrar las huellas de mi vergonzante adicción. Como me impedían fumar en ascensores, aviones, taxis, librerías y supermercados, pedí a mi amigo Stephen que me trajera unos parches de nicotina que vendían en Nueva York, pero antes de utilizarlos, la mezcla explosiva del parche y las caladas furtivas causaron varios infartos en enfermos coronarios por exceso de nicotina y cundió la alarma. Así que probé otros métodos peregrinos e ineficaces, tales como mascar la raíz de una planta usada como afrodisíaco en la India que dejaba en la boca un sabor insoportable, amargo y nauseabundo, un costoso mes de acupuntura con un presunto médico chino, un largo tratamiento de bolitas de homeopatía, una pitillera automática que dosificaba la frecuencia de cada cigarrillo, infusiones de hierbas aromáticas, chicles de nicotina… todo fue inútil. Hasta que un buen día me hice fuerte, el cerebro me hizo click y tuve la voluntad de abandonar el vicio.
Vuelvo a las croquetas ya casi dispuestas para la comida, mientras desfilan por mi mente marcas de cigarrillos mezclados con personas que creía definitivamente olvidadas. Son recuerdos, sobre todo, de carácter visual. Soy muy presuntuosa con mi memoria fotográfica. Me creo capaz de reproducir los bordados de las sábanas e incluso el dibujo del cabecero de la cuna en la que dormí hasta los cuatro años. Mi duda es si lo recuerdo realmente de aquel momento o es que he vuelto a ver esas reliquias que han permanecido almacenadas desde tiempo inmemorial en el altillo de un armario. Siempre que se me aparece nítidamente una evocación tan temprana sospecho que es una reconstrucción posterior.
Con el delantal y la cuchara de palo en la mano, me lanzo sobre mi hija Claudia que acaba de llegar de la calle.
– Hola, Claudia. ¿Por casualidad tú has visto alguna vez en esta casa una sábana bordada con el dibujo de Bambi en el embozo?
– ¿Qué dices, mamá? ¿De qué me estás hablando? -me responde con evidente irritación.
No insistiré. La relación con mi hija es manifiestamente mejorable. No podemos vivir la una sin la otra, como lo demuestran las astronómicas facturas de teléfono que pago solo de las continuas conversaciones que mantenemos en cuanto nos alejamos unos kilómetros. Los problemas surgen con el roce, la cercanía, la interpretación de los gestos, los portazos, los silencios elocuentes, las preguntas inoportunas como la del dibujo de Bambi o cualquier otra que revele una obsesión agazapada o una curiosidad malsana. Nos conocemos demasiado bien como para disimular nuestros pensamientos. Claudia sabe que estoy obsesionada con el paso del tiempo y no soporta mis lamentos sobre la vejez, la pérdida de memoria y la soledad, aunque me limite a expresarlos a través de insinuaciones maliciosas o de lágrimas contenidas. Mi hija dice que no soy vieja, tampoco amnésica y que si estoy sola es porque me da la gana.
Es cierto que hace un par de años voy hecha una facha. Me podía arreglar un poco más y comprarme ropa adecuada y tirar todas esas camisetas de H &M que me pongo como un hábito debajo de cualquier chaqueta negra, y los sempiternos pantalones anchos que voy renovando, idénticos unos a otros, a medida que se desgastan. Parezco esas antiguas abuelas de pueblo que, a partir de cierta edad, no se desprendían del delantal y la pañoleta en la cabeza. Tengo una disculpa, mi trabajo me lo permite porque nadie me ve entre las cuatro paredes del estudio. Poco les importa mi aspecto a mis compañeros de doblaje, si ni siquiera me miran cuando se acaba la proyección y encienden las luces.