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– Te voy a buscar con el coche. Tardaré diez minutos en llegar. Te llamo desde abajo.

Me rindo y acepto. Tiene gran poder de convicción y, además, hace tanto tiempo que nadie me insiste de ese modo. Gorka es la única persona en este mundo que se preocupa por mí y se lo agradezco desde el fondo de mi alma.

Nadie conocía mi relación con Gorka, cualquiera que fuese. La verdad es que tampoco quería darle una consideración especial. Era un compañero de trabajo, un amigo reciente y nada más, así que no tenía motivos para compartirlo con las pocas personas a quien podía interesarles mi vida. Por cierto, ¿a quién le interesa? ¿Quién se preocupaba por mí? Absolutamente nadie. No exagero. Sé que a unas cuantas personas, entre las que está mi hija, les importa mi bienestar, mi salud y poco más, pero les son indiferentes los detalles de mi vida cotidiana: si duermo bien o mal, si estoy contenta o triste, cuánto me duele un pie o con quién entro y salgo. Quizá sea la clase de incidencias que puedo compartir con Gorka, al menos, él me escucha con atención, se conmueve, me consuela y me reanima.

Cuando me metí en su coche, por cierto, un coche demasiado caro y lujoso para lo que yo suponía que eran sus posibilidades, Gorka bajó el volumen de la música, paró el motor y me dijo:

– Cuéntame. Aquí no nos molestará nadie.

¿Qué podía contarle? Traté de abreviar para no aburrirle, pero era imposible transmitirle mi padecimiento si no le ponía en antecedentes. No tenía ganas de remontarme a treinta años atrás, así que me limité a transmitirle someramente mi malestar con mi hija, su falta de confianza para contarme sus inquietantes relaciones con los hombres, la complicidad con su padre y lo marginada que me sentía del mundo de ambos.

Lo único que intuía sobre la vida de Gorka es que no tenía hijos ni pareja. Quizá la hubiera tenido, pero nunca me habló de su pasado ni de sus amigos o familiares, si es que le quedaba alguno. Tampoco habíamos tenido demasiadas ocasiones para contarnos nuestras respectivas vidas. ¿Llegaría pronto ese momento? Mientras tanto, me sorprendían cada vez más gratamente sus detalles sensibles, la elegancia de sus gestos, su conocimiento de las cosas. Parecía un hombre con más experiencia de la que le correspondía por su edad y su actual situación en el mundo. Con su enorme sentido común, me expuso, a propósito de los hijos, teorías admirables que me tranquilizaron.

La idea es que los padres, y más aún las madres de mi generación, tenemos un afán hiperprotector que suele irritar a los hijos, pero tampoco aceptan que les dejemos de la mano de Dios, porque entonces se sienten terriblemente vulnerables y desprotegidos.

Así es. Claudia no puede soportar que, cuando sale de viaje para rodar en otra ciudad, le dé consejos tales como que no beba con el estómago vacío, no mezcle distintos tipos de alcohol, que se abrigue en las madrugadas frías porque lo peor para las gripes son los cambios bruscos de temperatura. Soy una madre demasiado agobiante, pero tampoco puedo dejar de serlo.

Mi insufrible afán protector nace de la contradicción que comparto con la mayoría de mis coetáneos. Hemos sido tolerantes en exceso, porque odiábamos el autoritarismo y la disciplina férrea de nuestros padres. Creemos firmemente que para vivir en paz es indispensable hacer constantes y recíprocas concesiones. Teorías idílicas que quisimos aplicar a nuestros propios hijos.

La nuestra fue, sin duda, una generación afortunada. Hasta hace poco presumíamos de tener una trayectoria impecable, sobre todo, los que nacimos en España a mediados del pasado siglo y nos libramos por los pelos de padecer grandes tragedias históricas. No vivimos la guerra civil, ni la persecución nazi, ni los campos de exterminio, ni la Siberia de Stalin, ni la guerra de Vietnam, ni grandes cataclismos… Nos dedicamos a protestar contra todas las crueldades de las que nos libró el azar. La única excepción fue la dictadura franquista, cuyas secuelas afrontamos dignamente porque nos defendimos con la energía y la potencia de la juventud. Es cierto que no había libertad, y no utilizo un término grandilocuente, sino el relacionado con los asuntos domésticos y cotidianos. Conozco a muchos de los que sufrieron la represión de un modo brutal y se vieron en el exilio o fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados. Los combatientes de primera línea no presumen de privilegios, pero nosotros sí, los que estábamos en la retaguardia, aunque nos privasen de decir lo que pensábamos, hacer lo que queríamos o leer a nuestros poetas favoritos.

A propósito de lecturas prohibidas, recuerdo la costumbre de visitar todos los sábados por la mañana la librería Cuatro Caminos. No puedo evitar la nostalgia de pensar en Rita, experta librera, voraz lectora y mujer cultivada que poseía una intuición prodigiosa para percibir mi estado de ánimo y sugerirme los libros más oportunos. Sus consejos cubrían toda clase de necesidades; lo mismo si le pedía sugerencias para superar una pena, que las últimas tendencias narrativas o ensayos sobre los asuntos más insólitos. Sabía prestar la ayuda adecuada y jamás me hizo perder el tiempo con una sugerencia literaria inconveniente. Tengo hacia esta persona inolvidable una gratitud inmensa y estoy segura de que los lectores que conocieron su librería guardan tan buen recuerdo como el mío, porque las personas que te enseñan a valorar las cosas no se olvidan jamás.

La pena es que Rita dejó de existir y la librería también, pero me queda la felicidad de aquellos tiempos y algunos ejemplares dedicados que conservo entre mis reliquias más queridas. Fue ella quien me descubrió a Clive Staples Lewis, eminente profesor de Oxford, autor de Una pena en observación, cuyo personaje interpretó magistralmente Anthony Hopkins junto a Debra Winger en Tierras de penumbra. O la estremecedora denuncia contra el nazismo, sugerente correspondencia sobre las librerías y los libros, 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, que pasó sin pena ni gloria en el momento de su publicación y más tarde causó furor. Y junto a ellos, deterioradas por el uso, sendas ediciones de Ecos de Egipto, de mi autor preferido, Naguib Mahfuz; y de Pentimento, el maravilloso libro de recuerdos de Lilian Hellman, que siempre me viene a la memoria, porque la vida de Rita tuvo muchas similitudes con la Julia de Hellman. Las dos lucharon contra sus respectivos regímenes dictatoriales, fueron perseguidas y acabaron prematuramente mal después de un largo exilio.

Por suerte, superamos pronto los funestos tiempos de la dictadura y empezamos a conquistar derechos constitucionales, civiles, laborales y profesionales que nos dieron un exceso de confianza. Disfrutábamos de nómina, trabajo estable, seguridad social, ahorros, propiedades y pensiones. Las mujeres, de manera particular, presumíamos hasta hace bien poco de tener una trayectoria impecable. Gracias a las diversas rebeliones sesentayochistas cambiaron radicalmente la vida cotidiana y las relaciones entre hombres y mujeres, padres e hijos, empresarios y trabajadores, jefes y empleados. En cuanto a nuestros contactos con los hombres se desarrollaban, al fin, de plena libertad. Fueron tiempos de un enorme desorden amoroso, en los que disfrutamos por primera vez, entre otras muchas ventajas, de la píldora anticonceptiva, el derecho a la interrupción del embarazo y la posibilidad de divorciarnos. Nuestros hijos no soportan ni una palabra más el autobombo generacional, les resulta tan tedioso como las hazañas bélicas de nuestros abuelos.

El mundo se ha transformado radicalmente y los jóvenes de ahora lo tienen más difícil. El sueño comenzaba a presagiar la pesadilla, y entonces quisimos garantizar una infancia maravillosa para nuestros hijos. Surgieron los problemas cuando los niños felices traspasaron la acogedora barrera de la infancia y tuvieron que afrontar la hostilidad que les esperaba al otro lado. Rigor en los estudios, competencia feroz, futuro laboral incierto, sueldos de miseria, el peligro del sida, la degradación climática y tantos fantasmas que en nuestra época no existían. No supimos encontrar el justo medio entre el «prohibido prohibir» y la «mano de hierro», entre nuestra permisividad y el autoritarismo de nuestros abuelos.