Parece que fue ayer
«-La gente se imagina que echar de menos a un ser querido es algo así como echar de menos el tabaco -prosiguió-; el primer día es muy duro, pero al siguiente ya lo es menos y, así sucesivamente, conforme pasa el tiempo es menos duro. Pero es más bien como si te faltara el agua. Cada día notas más la ausencia de esa persona».
Anne Tyler,
Cuando éramos mayores
M e despierto avergonzada de mis cavilaciones nocturnas. Afortunadamente, ha desaparecido la jaqueca y solo me queda un ligero dolor en las articulaciones. De todos modos, no me encuentro con fuerzas para ir a la grabación, así que llamo a Gorka y le pido disculpas, porque la noche ha sido infernal y tengo que acudir lo más despejada posible a la cita con Claudia. Él ya está en el estudio, a pesar de lo cual me dice que no me preocupe, que se inventará una buena disculpa para que yo grabe a solas en otro momento. «No puedes perder este chollo». Me desea buena suerte con mi hija y se despide cariñosamente. Gorka es un hombre especial.
La casa está inhóspita, así que, antes de salir, me limito a hacer la cama, darme una ducha, desayunar y elegir la ropa adecuada para presentarme dignamente ante mi hija. Le pido al conserje que se quede con la llave y eche un vistazo de vez en cuando a los pintores. Cuando piso la calle me siento reconciliada conmigo misma e incluso me gusta ver mi propia imagen reflejada en el espejo de la agencia de viajes que está en la esquina. Llevo un blusón blanco que cubre buena parte de mis pantalones negros y estrechos, sandalias doradas, un enorme bolso de piel trenzada, el pelo brillante, recogido con una pinza, varias pulseras de coral y un colgante de plata que me da buena suerte. Nadie diría que estoy al borde de los sesenta. Claro que las gafas de sol me ocultan las ojeras.
Voy dando un paseo hasta el restaurante El Puerto, donde tantas veces hemos cenado los tres, cuando Benjamín y Claudia vivían todavía en casa. Es de los pocos lugares que sigo frecuentando de aquella época. Mi hija siempre pide una brocheta de marisco, como su padre, y yo las cocochas de merluza rebozadas. Llego con demasiada antelación y me ponen, como siempre, la copa de cava y la ración del mejor jamón del mundo. Creo que es el motivo por el que he salvado este lugar de mi pira funeraria y también porque no es como La Vecchia Roma, donde tantas veces me sentí humillada. El Puerto solo me trae buenos recuerdos.
Claudia aparece radiante. Con la espesura que tengo en mi cerebro, hasta este preciso momento había olvidado que venía a contarme algo. Ojalá, tal como me dijo, no sea un asunto grave. ¿Qué puede ser? Quizá se trate de informarme que tiene un novio llamado Mario Peña. ¡Qué espanto! Otra vez, Mario. Dudo que sea capaz de contenerme. ¡Qué culpa tiene el chico de ser hijo de quien es! Me refiero a su madre, porque en su padre no quiero ni pensar… Procuraré olvidarlo y mostrar mi mejor sonrisa.
– Hola, mamá, ¿llego tarde?
– No, cariño, es que he venido con mucha antelación.
– ¿Qué estás tomando?
– Ya sabes, la tradición.
– ¿No quieres vino?
– Prefiero seguir con el cava, pero si te apetece pedimos media de vino.
– No, está bien, brindaremos con cava por mi nuevo hermanito.
Jamás se me hubiera pasado por la imaginación ¡Maldita sea! El gilipollas de Benjamín, a su edad, ha dejado preñada a esa hija de puta. Cuando me contaron que andaba con la maciza de turno no le di la importancia debida. Llevar a una jovencita colgada del brazo le daba media vida, pero esta vez le han cazado. Será gilipollas.
– Sabía que te iba a sentar como un tiro. Estuve dándole vueltas y pensé que era mejor así, de sopetón.
– ¿Cuándo te lo dijo? -pregunté, tratando de dominar el ataque de ira.
– La semana pasada, poco antes de irnos de viaje.
– ¡Que incauto es tu padre! Me da mucha pena.
– ¿Qué te pasa? ¿Estás celosa?
– Lo único que me faltaba por oír… Nunca fui la madre que te hubiera gustado tener. Lo lamento.
– Tampoco soy la hija con la que habías soñado.
– Has tenido conmigo muy mala suerte…
– Mamá, por favor, no dramatices.
– Ya veo que te hace ilusión tener… ¿qué será hermanito o hermanita?
– Claro que sí, me hace ilusión ver feliz a mi padre.
– ¿Eso es la felicidad? ¡Dejarse liar por una meretriz! Seguro que solo busca escalar en los títulos de crédito. Eso es lo que decía siempre tu padre antes de convertirse en…
– ¡Ya está bien! No te consiento que hables con ese desdén de mi padre.
– ¡Qué lástima! Me da una pena horrible.
– Vamos, mamá, déjalo ya. Tranquilízate.
– Estoy muy tranquila.
– No me gusta verte sufrir.
– Ni siquiera ha tenido valor para contármelo personalmente.
– Fui yo la que le dije que no lo hiciera y creo que acerté. Te habrías puesto más furiosa con él que conmigo. Vale ya, mamá, cálmate. ¿Has pensado qué vas a comer…? Manolo, por favor, puedes tomarnos la nota… -le pidió al camarero.
No tenía ganas de comer. Se me había atragantado el jamón y tenía una bola en el estómago. Me hubiera ido a casa para llorar a gusto, pero no podía dejar a mi hija tirada en esas condiciones. Llegó Manolo y no supe qué pedir.
– Mi madre, ya sabes, las cocochas. Yo, sin embargo, esta vez voy a probar la fritura. Media fritura y una ensalada con ventresca.
Pasé un buen rato en silencio, tratando de asimilar la noticia, sorprendida de mi reacción, compadeciéndome de mí misma. Me sentía ridícula exhibiendo ese ataque de celos ante mi propia hija. ¿Celos o envidia? Cuánto me gustaría tomarme una revancha. Decirle: «¿Sabes, Claudia? Me voy a casar con un hombre veinte años más joven que yo». ¿Qué tal les sentaría a los dos? Me temo que a Benjamín le importaría un carajo, pero a Claudia estoy segura de que le espantaría ver a su madre colgada del brazo de un probable buscavidas.
Parece que fue ayer, pero ha pasado mucho tiempo desde que mi marido me comunicó solemnemente que se iba de casa, que no me preocupase porque no pensaba llevarse ni un cuadro ni un libro ni un alfiler, que me lo dejaba todo, que correría con los gastos de Claudia y que no dudase en pedirle cuanto fuera necesario, que me seguía queriendo a su manera, pero que necesitaba alejarse de mí, porque le asfixiaba. Al principio, me sentí profundamente humillada, pero años más tarde he comprendido que tenía razón. Mis celos eran tan patológicos como su promiscuidad. Lo que no soy capaz de recordar es quién empezó primero, si yo con mis susceptibilidades o él con sus deseos incontrolables de nuevas aventuras amorosas. En cualquier caso, por muy doloroso que fuera, nuestra relación se hizo añicos y no hubo manera de recomponerla.
A estas alturas no debería importarme con quién esté y, sin embargo, me importa.
– Te pido disculpas -le dije en el tono más conciliador posible-, pero es que ha sido una sorpresa muy fuerte. Dejémoslo y cuéntame una cosa. No creas que estuve fisgoneando, pero el otro día, cuando fui a dar la comida a Kevin, vi unas fotos tuyas con Mario Peña.
– ¡Estuviste curioseando!
– Bueno, las vi, porque están bien a la vista. ¿Sales con él o algo parecido?
– Sí, estamos trabajando juntos en esta serie y es un buen amigo.
– ¿Muy bueno?
– Sí, en realidad, es mi pareja.
– ¿Por qué tú tampoco me cuentas nada?
– ¿Quieres saber por qué, mamá…? ¿Quieres saberlo?
– Sí, me gustaría saber por qué no tienes confianza conmigo.
– Porque nunca te tomas las cosas con naturalidad, porque cualquier cosa que pueda decir te resulta inquietante, te produce miedos, temores, sospechas… Supongo que Mario tiene el inconveniente de ser hijo de Andrea. Papá me ha dicho que odiabas a Andrea. Tengo que armarme de valor para decirte que quiero a su hijo. Está bien, ya te lo he dicho: le quiero. Y me gustaría que Mario fuera algo serio en mi vida, pero te juro que no quiero perturbarte lo más mínimo. Que me encantaría que le conocieses y te llevaras tan bien como él se lleva con su padre.