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– ¿Con su padre? ¿Quién es su padre? -pregunté con una vocecita que no me llegaba al cuello de la camisa.

– Trabaja en el Gregorio Marañón. Se llama Mario, como él, y es un tipo estupendo.

– ¿Qué hace en el Gregorio Marañón? -insistí un poco más aliviada.

– Es el cardiólogo que atendió a su madre hasta el final.

– ¿Y por qué lo llevaron tan en secreto?

– Andrea era una mujer muy especial. No quería que Mario descuidase a su familia para irse con ella y, sobre todo, quería que se ocupase de sus hijos. Los dos tenían una enfermedad hereditaria y su mujer no hubiera podido cargar sola con la situación. De hecho, uno se le ha muerto con veintinueve años y al otro le acaban de trasplantar un pulmón. La fibrosis quística es una patología genética que no tiene cura.

– Ya sabes de quién se decía que era hijo.

– Sí, lo sé. Mario me lo contó.

– ¿Y desde cuándo trata a su padre?

– Cuando Andrea estuvo internada en el hospital para cambiarse las válvulas por segunda vez, le preguntó a Mario si quería tener un encuentro con su padre y allí se conocieron, en la habitación del hospital. Desde entonces se ven con frecuencia y Mario adora a su padre. Quiero que sepas que Andrea no era una arpía, ni mucho menos. Mario me cuenta que parecía vengativa, poco amable, abiertamente antipática, e incluso arbitraria hasta el punto de exigir que los demás se comportasen con ella mejor que ella misma. Le gustaba ir de dura por la vida, precisamente para defenderse, porque se sentía muy vulnerable. Fue frágil desde niña hasta el día que murió, por cierto, agarrada a Mario con una mano y con la otra al padre de su hijo. Fueron sus hombres más queridos. Al menos, tuvo una muerte tranquila. Le reconfortó la idea de quitarse del medio para que los dos empezasen juntos una nueva vida. Hizo de su aparente maldad su propia fuerza, y de no haber sido por esa coraza que llevaba puesta, no hubiese vencido los múltiples obstáculos que tuvo que superar.

– Parece que la conoces mejor que yo.

– La conozco bien a través de lo que Mario me ha contado de ella. Era una mujer fuerte. Créeme.

– Te creo, Claudia.

Quizá tenga razón. Tal vez me cegaron los celos. El caso es que sentí un profundo alivio. Contado de ese modo, las cosas empezaban a tener sentido. Coincidía, en realidad, con la historia que hace años me había contado Benjamín sobre Andrea.

– ¿Estás más tranquila?

– Sí, mi niña, estoy bien.

– ¿De verdad?

– Quiero conocer a Mario.

– El viernes terminamos el rodaje. ¿Quieres que le lleve a casa?

– Me parece una buena idea.

– ¿Te animas a hacernos un cuscús? A Mario le encanta. Con salsa muy picante. Espero que te salga bien.

– No te preocupes, cariño, me saldrá estupendo. ¡Oh, cielos! Lo había olvidado. En casa es imposible.

– ¿Por qué?

– Están pintando. Quería darte una sorpresa.

– Bueno ¡Qué alegría! Al fin te has decidido.

– Pero el sábado no habrán terminado todavía.

– Entonces, ¿reservas aquí otra vez o prefieres invitarnos en otro sitio?

– No, aquí está bien, pero me gustaría quedar en casa para que veas los colores de las paredes.

– De acuerdo, pasaremos antes por allí.

– ¿Quieres un poco de cava para brindar?

– Sí, lléname la copa.

– Por tu nuevo hermanito y por Mario.

– Por nosotras, mamá.

– Te quiero mucho, hija mía, y me gustaría verte feliz.

– Pues mírame bien, porque estoy viviendo un intenso momento de felicidad.

– Yo también.

Hay algo que se queda

«Todo nos dijo adiós, todo se aleja. La memoria no acuña su moneda. Y sin embargo hay algo que se queda y sin embargo hay algo que se queda».

Jorge Luis Borges,

Los conjurados

Repaso las teorías de Gorka sobre la imperfección y, en cierto modo, me las puedo aplicar mejor a mí que a mi hija. Creo que ayer no estuve a su altura y me comporté como una vieja histérica y celosa. Me he limitado a tapar agujeros, a poner parches aquí y allá, a resolver provisionalmente los problemas. Me temo que estoy muy lejos de la perfección y que realmente nunca la he buscado, no por madurez intelectual, sino por ser consciente de mi incapacidad. Por culpa de mis limitaciones he tenido siempre poca confianza en mí misma, ahora se diría tener la autoestima por los suelos, y, además, a medida que el pasado es cada vez más largo y el futuro cada vez más corto, me siento más incompleta. La vida es una apuesta a ciegas. La experiencia siempre llega tarde. Vivimos intentando esquivar las trampas que nosotros mismos nos tendemos, pero solo se aprende a través de la propia experiencia del error. Cuando eres joven desprecias los consejos, necesitas tu descubrimiento personal, solo aprendes en circunstancias dolorosas, cuando tocas fondo y algo se ilumina dentro de ti y te das cuenta de que te faltaba la energía suficiente para verlo.

No se ha demostrado todavía en qué proporción influyen la genética, el entorno y la experiencia en nuestras vidas. De qué me vale suponer a estas alturas que por muy definidos que estemos genéticamente podemos moldear el destino, progresar y ser autores de nuestra propia biografía. Cuando eres joven no te imaginas ni siquiera a los cuarenta, así que cómo vas a suponer que la vejez puede ocupar más de un tercio de tu vida. Crees, en todo caso, que es una etapa demasiado fugaz, que está en la antesala de la muerte, así que no merece la pena pensar en ella ni mejorar su condición.

Los pasajeros más jóvenes de aquel crucero que hicimos hasta el Mar Negro éramos Benjamín y yo. Conservo una polaroid desvaída donde aparecemos en el puerto de Odessa, con todo el esplendor de nuestra juventud, altivos y orgullosos en lo alto de la famosa escalinata de El acorazado Potemkin, donde Eisenstein rodó una de las secuencias más famosas de la historia del cine, cuando los cosacos disparan contra el pueblo, asesinan a una madre y el cochecito de su bebé cae rodando y se estampa contra el suelo. Escena que copiaron, en señal de admiración, Coppola en El Padrino, Brian De Palma en Los intocables de Elliot Ness y algún otro que no recuerdo en este momento.

Al menor descuido, me meto en inaguantables vericuetos mentales. Lamento la dispersión de mi pensamiento. He aquí una prueba inequívoca de que mi cerebro está reblandecido. Los relatos de los viejos se pierden siempre en interminables digresiones. Intentaré abandonar el Potemkim y regresar al punto de partida.

Teníamos poco más de veinte años y no éramos capaces de ponernos en la piel de un grupo de vejestorios que, a pesar de sus achaques, participaba en todos los festejos. «¿Cómo les compensa enrolarse en esta aventura?», nos preguntábamos, compadecidos de sus múltiples y evidentes dolencias y de sus llamativos esfuerzos por resistir como si fueran jóvenes. La mayoría pedían las comidas sin sal y subían a cubierta con una lentitud exasperante, se fatigaban en las caminatas por el puerto y era dramático ver cómo perdían los papeles haciéndose impúdicos arrumacos. Era aborrecible contemplarlos beber y comer en exceso, jugar al póquer distraídos y bailar por encima de sus posibilidades, sobre todo, cuando les llegaba la hora del mareo y teníamos que sujetarles para que no cayeran al suelo sobre sus propios vómitos. «¿Para qué habrán venido en estas condiciones?», nos repetíamos una y otra vez Benjamín y yo.