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La artificiosa vitalidad de aquellos seres desvencijados nos parecía patética. Habíamos puesto motes a casi todos los pasajeros y recuerdo de manera especial a una anciana de porte aristocrático, instalada permanentemente en una silla de ruedas, que empujaba una enfermera y, en ocasiones, su esposo, aún más carcamal que ella. La pareja tenía un extraordinario parecido con los marqueses de Urquijo, cuyo crimen estaba tan reciente que salía a relucir casi a diario en los periódicos de la época. Una noche de farra el presunto marqués había tomado una copa de más, acercó su cara a la mía y me farfulló con voz lasciva: «El mar lo cambia todo. Las amistades que se hacen a bordo se prolongan en tierra. Estás muy hermosa. ¡Que suerte tiene ese hombre!», me dijo señalando a Benjamín con la mirada. Pegué un respingo y me aparte de él.

Lo recuerdo con estupor, no por lo repugnante que me resultó su cercanía ni por la atrocidad del crimen de los marqueses de Urquijo, sino por la edad que tenían los difuntos. Cuando les asesinaron, me parecían unos viejitos decrépitos, pero, muchos años después, revisando un libro sobre el caso, comprobé que en aquella imagen reproducida en las páginas de toda la prensa, la marquesa había cumplido los cuarenta y cinco y su marido diez años más. Aquellos a quienes yo consideraba unos viejos desvalidos eran mucho más jóvenes de lo que soy yo en este momento. Fue un duro golpe comprobar que ya no me parecían tan viejos.

A medida que cumplo años me fijo en personas cuyas vidas alcanzaron el esplendor al llegar a la vejez. No en vano, me fascina el personaje de Clint Eastwood. Los prejuicios juveniles me impidieron descubrirle en sus primeras películas, aunque es probable que tras el rostro del inspector Callahan, apodado Harry el sucio, no se escondiera el hombre fascinante que aparenta ser a los setenta y ocho años. Se encuentra en ese momento culminante en el que no tiene nada que perder y, sin embargo, quiere seguir creciendo. Me deslumbró, como a la mayoría de sus conversos seguidores, a partir de Sin perdón (1992), o tal vez antes, cuando llevó a la pantalla la vida de Charlie Parker en Bird, o hizo aquel extraño homenaje a John Huston en Cazador blanco, corazón negro. Nadie ha sabido mezclar con tanta perfección la rudeza de un hombre con su propia ternura como hizo en Los puentes de Madison. Las lágrimas de Robert Kincaid, el fotógrafo de National Geographic que vive una inesperada historia de amor con la pueblerina y seductora ama de casa llamada Francesca (Meryl Streep), conmovieron a todas las mujeres y a la mitad de los hombres de este mundo.

¿Cómo se puede realizar una obra maestra en treinta y nueve días?, le preguntaron a propósito del tiempo empleado en rodar Million dollar baby, la maravillosa historia de amor, sueños y esperanzas de Frankie Duna (Clint Eastwood), un viejo y atormentado entrenador de boxeo, en cuyo camino se cruza una tal Maggie Fitzgerald (Hilary Swank), ansiosa por pelear en el ring. «Dicen que me muevo demasiado rápido cada vez que dirijo una película -responde-. No es que me mueva rápido, simplemente, es que no paro ni un solo instante cada día que llego al set. Amo este trabajo». ¿Por qué y cuándo cambió de rumbo? Su vida sentimental ha sido tan compleja y laberíntica como su obra. Ha tenido siete hijos con cinco mujeres diferentes. ¿Dónde empieza el hombre nuevo? Él dice que fue su última y definitiva mujer quien le convirtió en el hombre que ha llegado a ser.

Si pronto lograsen descubrir algún método para regenerar las células nerviosas, la vida de Clint Eastwood se podría prolongar más tiempo todavía. No estaría mal, sobre todo, si echamos la vista atrás, no demasiado, cuando apenas hace un siglo que la esperanza media de vida era de treinta años y ahora es de ochenta y tres para las mujeres y de setenta y siete para los hombres. Aseguran que a partir de los sesenta, si la salud no lo impide, se produce el momento de mayor lucidez; ya no eres joven, pero no eres torpe todavía y puedes divertirte porque conservas aún la capacidad de comer, beber, cantar, leer y pensar. Me encantaría vivir lo suficiente para comprobarlo.

Florecen los cerezos

«Pronto congeniamos. Ella era mucho más abierta y simpática de lo que aparentaba. Lo que no quiere decir que me atrajera sexualmente. Yo solo quería hablar con una persona cualquiera y de cualquier cosa. Y lo que necesitaba, además, era una charla inofensiva, absurda».

HARUKI MURAKAMI,

Al sur de la frontera, al oeste del sol

Camino despacio por el barrio de Chueca y contemplo los escaparates. Me asombra cómo se ha ido transformando progresivamente la zona, casi de forma imperceptible, desde aquella marginalidad sombría y tenebrosa a la pulcritud más reluciente. Es de agradecer que la comunidad gay haya rehabilitado el barrio con más eficacia que el Ayuntamiento. Da gusto ver impolutas las aceras, las casas restauradas con los balcones repletos de flores y las contraventanas pintadas de verde. Me gusta especialmente una de las tiendas de abalorios que están en la calle Barquillo donde Benjamín me compró una boina gris muy de moda por aquellos años. No era como la del guerrillero Che Guevara en la mítica foto de Korda, sino tan provocativa y sensual como la de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde, la primera película que vimos juntos muy amartelados. Me la regaló envuelta en el poema de Neruda («Te recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en calma (…) Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma, más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. Hojas secas de otoño giraban en tu alma»). Pero, afortunadamente, no es otoño, así que reprimiré la nostalgia. Quiero disfrutar de estos primeros días soleados de la primavera.

No evito, sin embargo, entrar en la tienda de la boina para comprarme un largo collar de falso coral que he visto en el escaparate y que entona a la perfección con mi rojo blusón de seda. Sí, voy de rojo y negro, llevo un nuevo corte de pelo y me he puesto unas cuantas mechas cobrizas estratégicamente situadas. Creo que me favorecen. La verdad es que estoy más flaca, tengo buen aspecto y la mejor disposición para afrontar la noche que me espera. Parezco un poco engreída, pero la intuición me sugiere que Gorka está decidido a avanzar en nuestra relación. Ni siquiera me atrevo a imaginar en qué consiste ese paso y cómo lo voy a afrontar, pero algo me dice que cuando salga de casa de Gorka mi vida habrá dado un vuelco. ¿Por qué si no me llama con tanta insistencia? ¿Por qué complace todos mis deseos? ¿Por qué hace que me encuentre bien a su lado? Me siento tan halagada que no pienso en mis sentimientos, sino en los suyos, como si fuera a aceptar con total normalidad cualquier propuesta. ¿Cómo no voy a aceptarla? En ese caso, ¿por qué la primera noche huí de su casa precipitadamente, cuando me dio un beso en la frente, casto pero al mismo tiempo apasionado, y me abrazó con tal fuerza al despedirse que me cortó por un instante la respiración? Tengo la certeza de que me quiere. ¿Y yo a él? Solo le necesito, pero me agradan tanto sus desvelos que con tal de no perderle simularía una pasión, si es eso lo que desea.

Voy tan absorta en mis preocupaciones que ni siquiera escucho pronunciar mi nombre a alguien que va detrás de mí. Soy consciente cuando me sujeta por el brazo.

– Carlota, ¿no me oías?

Es Margarita. Hace tiempo que no coincido con ella en el trabajo. La última vez que nos vimos, creo recordar, fue en el estudio donde crucé esas estúpidas frases con Gorka que terminaron en insultos de los que tanto me arrepentí posteriormente. ¡Llamarle gilipollas! No es extraño que nadie me aguante.