– Pues no, la verdad, es que no me he dado cuenta -le digo a Margarita, contrariada por encontrármela en este preciso momento.
– ¿Cómo te va? Vaya, qué pregunta más tonta. Parece que te va de cine, porque me caen todos los contratos que rechazas.
– Bueno, no creas… es que no he podido ir a un par de cosas…
– Oye, te veo estupenda -me interrumpe con un soniquete que anuncia segundas intenciones.
– Gracias, tú sí que estás bien -le devuelvo el cumplido.
– Por cierto, ¿qué tal Gorka? Tampoco coincido con él desde hace tiempo.
– Bien, está bien… supongo -digo, tratando de desviar la conversación.
– ¿Vas a su casa?
– ¿Por qué crees que voy a su casa? -pregunto entre la sorpresa y el fastidio.
– No seas tonta, conmigo no tienes que disimular.
– ¿Qué estás insinuando?
– Carlota, vivo en Barquillo esquina a Piamonte, al lado de Gorka, y es la tercera vez que te veo por aquí.
– ¿Y qué?
– Pues que hace un tiempo os vi despediros cariñosamente en la puerta de su casa. Te subiste a un taxi y…
– ¿Nos vigilas? -interrumpí con indignación.
– No, mujer, ni se me ocurre. ¡Qué tontería! Es tan fácil encontrarse por aquí. Hasta comparto con Gorka el mismo restaurante.
– Bueno, te dejo, que tengo prisa. Hasta la vista.
Sin darle opción a continuar, me voy a toda velocidad, en sentido contrario a la casa de Gorka, tomo la calle Almirante y trato de huir de esta entrometida que ha descubierto mi secreto. No me considero tímida. Tengo, sin embargo, un enorme pudor y la dosis justa de vergüenza para no mostrar mi intimidad a miradas ajenas. A nadie le gusta que metan las narices en sus entrañas o que husmeen en las profundidades de su espíritu. Quizá sea demasiado categórica. ¿Qué hay de malo en observar la vida como es? De todos modos, no quiero testigos de lo que tal vez suceda esta noche. Temo que alguien se interponga en nuestra relación y comente con desdén lo grotesco que resulta ver a una mujer de mi edad colgada del brazo del joven Gorka. Que no es tan joven, ya lo sé, apenas existe entre nosotros una diferencia de diez años. Aun siendo injusta, sé que la gente no lo acepta con naturalidad. Qué mal le sentaría a mi hija ver, de pronto, a su madre haciendo patéticos esfuerzos por rejuvenecer. ¿Y Benjamín? ¿Qué diría mi ex marido? «Pobre Carlota, está tan sola y tan necesitada. No ha logrado encontrar a uno de su edad». No debería importarme, pero me importa mucho formar una pareja tan descompensada.
¿Por qué me preocupo por semejante estupidez? ¿Cómo es posible que me haya vuelto convencional y cobarde a estas alturas de mi vida? Yo, que caigo rendida a los pies de la sesentona Susan Sarandon, doce años mayor que su adorado Tim Robbins. La diferencia es que se conocieron hace tiempo, cuando ella estaba en todo el esplendor de su madurez. Me viene a la imaginación la calamitosa Edith Piaf, entregada a toda clase de excesos y devoradora insaciable de hombres como Yves Montand, Gilbert Bécaud, Georges Moustaki, Charles Aznavour y tantos otros siempre más jóvenes que ella. Así murió la pobrecita, en brazos de Theo Sharapo, un veinteañero que heredó sus deudas y que poco después se suicidó.
Pienso en otras parejas. La mía podía tener alguna posibilidad, como la de Diane Keaton con Keanu Reeves. Ella debe de andar por los sesenta y uno y él creo que tiene cuarenta y tres años. En la diferencia de edad es en lo único que nos podíamos comparar, porque respecto a todo lo demás no hay comparación posible. Ya me gustaría haber sido la musa de Woody Allen y tener el aire de la divina Keaton. Respecto a Gorka debo admitir que, en tamaño reducido, me parece tan atractivo o más que la belleza insustancial de Keanu Reeves. Como poco lo tengo más cercano y es más manejable. ¿Qué me sucede? Estoy vendiendo la piel del oso antes de cazarlo. Me puedo llevar un gran chasco. Me avergüenzo de mis pensamientos.
Ni siquiera entiendo por qué debería avergonzarme. Pienso, y nada más, que me ilusiona la idea de que un hombre joven y atractivo se fije en mí y quiera seducirme. Eso es todo. Pero me espanta la idea de iniciar una relación diferente a la que hemos tenido hasta ahora. No la cambiaría por nada del mundo. Es más, cuando llegue a casa de Gorka (si es que no me lo impide algún que otro incidente tan insustancial como el encuentro con Margarita) a la menor insinuación por su parte, dejaré claras las cosas. «Mi querido Gorka», le diré, «te quiero mucho pero ni un paso más». De veras. No tengo ganas de remplazar nuestra valiosa amistad por una relación sexual que no nos llevaría a ninguna parte. Me da una pereza insuperable desnudarme físicamente y revolcarme contigo en la cama; es más, me espanta la idea de que acabemos mal por caer en la tentación de un gozo tan precario. No quiero perder el valioso tiempo que nos queda (me refiero al mío más que al tuyo, porque tú tienes toda la vida por delante) en simular falsas pasiones o en realizar esfuerzos físicos que no me corresponden. Y no me digas que el amor no tiene edad, porque la tiene. Llega un momento en el que dejamos de ser jóvenes y no es que seamos otra cosa peor, pero a mi edad se tiene más conciencia de la finitud de las cosas y se aprende que es mejor mirar hacia delante que empeñarse obstinada y, sobre todo, inútilmente en echar la vista atrás. Estoy convencida de que somos más biología que cualquier otra cosa. Las hormonas, al final, logran imponerse sobre las neuronas. «El cuerpo tiene más memoria que el cerebro», le dijo Philip Roth a Isabel Coixet cuando estaba preparando el guión de la película basada en su novela El animal moribundo. Nos envolvemos en una fina capa de cultura; sin embargo, por más que nos empeñemos en forzar el cuerpo intelectualmente, la biología se impone con toda su fuerza. No tengo la ilusión de rejuvenecer a tu lado, todo lo contrario, prefiero compartir contigo el paso inexorable del tiempo. En definitiva, me harías un gran favor si dejases las cosas como están.
Me encontré, por fin, ante la puerta de Gorka aturdida por mis pensamientos. Me abrió sonriente y cuando pretendió darme un beso me aparté con la intención de dejar las cosas claras desde el principio. Esa era mi decisión y no quería cambiarla por nada del mundo. Estaba tensa, obsesionada con la idea de pararle los pies de la forma menos ofensiva posible. En ningún momento pensé que las cosas fueran a ser de otra manera a como las había imaginado, que yo estuviera equivocada, que Gorka no tuviera el menor interés en seducirme.
– ¿Quieres una copa? Tengo en la nevera el champán que te gusta -me ofreció amablemente-, y también un blanco muy frío.
– No, gracias, esta noche no quiero beber ni una gota de alcohol.
– ¿Por qué? ¿Te encuentras mal? -me preguntó con dulzura y sin la menor suspicacia.
– No, pero quiero estar lúcida.
– Bueno, se trata solo de un aperitivo antes de la cena. No nos vamos a emborrachar por tomar una copa.
– Te lo agradezco, de verdad, pero no me apetece.
– ¡Cómo te favorece el rojo!, y ese pelo te sienta muy bien, pero que muy bien…
En ese instante me arrepentí de haberme esmerado tanto en elegir la ropa, en comprar el collar y en cambiar mi peinado. Pensé que me había traicionado el subconsciente, porque mi nueva imagen podía fomentar el equívoco.
– ¿Nos sentamos? -me sugirió.
Yo seguía tensa, de pie, con el bolso colgado del hombro, dispuesta a aclarar la situación, sin darme cuenta de que no había nada que aclarar. No obstante, pensé que debía advertirle, contarle mi decisión antes de que diera un solo paso en el sentido que mi mente calenturienta había imaginado.
– Verás, Gorka, tengo algo importante que decirte.
En ese momento, al notar la gravedad de mi tono de voz, dejó de sonreír.
– Está bien. De todos modos, vamos a sentarnos.
Seguía envarada, tiesa como un palo, sin pensar ni un solo instante que me estaba precipitando. Me senté en una esquina del sofá y él se puso a mi lado. Rodeó mis hombros con su brazo y me deslicé para evitar el contacto.