– Empiezas a preocuparme. ¿Es algo serio? ¿Se trata de Claudia? ¿Estás enferma? ¡Por el amor de Dios! Dime de una vez por todas qué te pasa.
Ya estaba arrepentida y aún no había dicho una palabra, pero era imposible echar marcha atrás y con una ridícula solemnidad comencé el monólogo más grotesco de mi vida.
– Verás, Gorka, hace poco tiempo que nos conocemos, a pesar de lo cual te tengo un enorme cariño y me siento muy bien a tu lado, pero mi exceso de confianza quizá haya provocado una situación un tanto extraña. No quiero hacer más preámbulos. Iré al grano. Es cierto que estoy sola, soy muy mayor y tengo necesidad de afecto, pero no quiero crear en ti falsas expectativas. Por eso me siento obligada a decirte que, si quieres que sigamos manteniendo esta amistad, tenemos que detenernos en este punto.
– No te entiendo, Carlota -me interrumpió, lleno de perplejidad.
Me di cuenta de que, en efecto, por una malentendida delicadeza, no estaba hablando con toda la claridad que requería la situación. Así que me armé de valor y decidí terminar el discurso.
– Intentaba ser un poco menos brusca. No sé hasta qué punto he sido la culpable de este equívoco, pero no quiero acostarme contigo. Lo siento, Gorka, me es imposible. Estoy convencida de que esa relación no nos llevaría a ninguna parte.
– ¿Cómo dices? -exclamó con asombro.
Por una parte, sentí un gran alivio tras descargar semejante parrafada, pero enseguida me di cuenta de que había sido demasiado explícita.
– Lo siento, lo siento, lo siento… -se lamentó Gorka-. Siento muchísimo haber sido tan estúpido.
Y aún pensé que estaba en lo cierto, hasta escuchar lo que me dijo a continuación. Nunca he deseado tanto que me tragase la tierra.
– Los dos nos hemos confundido. Perdóname, la culpa es absolutamente mía. Estaba convencido de que lo sabías.
– Ahora soy yo la que no te entiendo -dije con voz trémula, consciente, por primera vez, de que Gorka no tenía la menor intención de seducirme.
– Soy homosexual, Carlota, y en ningún momento pude imaginar que no lo supieras. Jamás he intentado ocultarlo. No soy consciente, al menos, de haber contribuido a tu error.
Estaba abochornada, ruborizada, avergonzada de haber hecho el ridículo más grande de mi vida. Me quedé muda, mientras él añadía detalles a su confesión.
– No debe resultarte extraño el hecho de que quiera estar contigo. Me he sentido muy solo en los últimos tiempos. Mi pareja murió hace menos de un año. Ahí están sus cenizas todavía -dijo señalando al baúl que estaba al lado de la cama, junto a la pipa de agua-. Tengo que llevarlas a Menorca, pero me ha faltado el ánimo en todos estos meses. Por nada del mundo quisiera iniciar otra relación hasta que termine el duelo y cicatricen las heridas. Imanol y yo vivimos juntos quince años. Fue el gran amor de mi vida. Perdóname si me confundo, Carlota, pero creo que nos hemos juntado dos almas solitarias en un momento crucial. Todo el mundo sabe que soy gay, bueno, es un modo de hablar. No es que lo vaya pregonando por ahí. Me refiero a que actuó con tanta naturalidad que no creí necesario hacértelo saber de un modo explícito. Creo que he jugado limpio contigo en todo momento. ¿Te acuerdas cuando te dije que sabía lo que era tener un hijo?
Estaba petrificada, desfallecida, extenuada… No podía articular palabra.
– No pretendía ocultártelo, pero tampoco quería contagiarte mi abatimiento. Te dije que ya hablaríamos de esa historia en el momento oportuno. Pues bien, veo que ha llegado la hora de contarte que cuando le conocí, Imanol acababa de tener un hijo. Pronto cumplirá los dieciséis años y, en cierto modo, lo hemos criado entre los dos. Ha crecido con nosotros, bueno, y con su madre, pero ahora ella le ha separado de mí. Le ha contado mil patrañas, le ha convencido de que soy el culpable de todas sus desdichas y el chico está hecho un lío y huye de mí. Desde la muerte de Imanol no he vuelto a verle y te juro que le quiero como si fuera mi propio hijo. En la casa de Menorca están mis libros, mis películas, mis muebles, mis cuadros… todo lo que tengo. Antes de recuperarlos, de encerrarme allí con mis recuerdos más queridos, quiero superar esta situación. Aún no he perdido la esperanza de que, a medida que pase el tiempo, las cosas se vayan calmando y pueda restablecer la relación con el chico o, al menos, hablar con él sobre su padre. Era el hombre más generoso, inteligente y sensible del mundo. Por eso sigo aquí, viviendo en precario, con esta sensación de provisionalidad.
– ¿De qué murió? -se me ocurrió preguntar con un hilo de voz.
– De un aneurisma de aorta. Le estalló la cabeza. Murió en mis brazos y no pude hacer nada por evitarlo.
– Lo siento -dije.
– Gracias -me respondió-. En cuanto a lo nuestro, quiero decir, a nuestra amistad, me encantaría que no se destruyera. Sí, en cierto modo, tienes motivos para pensar que te he seducido, porque esa fue mi intención desde el primer momento. Entiéndeme, seducirte como amiga. Me hacía gracia que fueras tan arisca. Estaba seguro de que en momentos como estos, nos vendría bien estar el uno al lado del otro. Y sigo convencido de que así será. Eres estupenda, Carlota, y si me perdonas y no te importa lo que te he contado, me gustaría que continuásemos siendo amigos.
– Perdóname… -mascullé-. Eres tú el que tienes que perdonarme. He sido una estúpida.
– En absoluto, he aprendido la lección. Quizá sea un error dar por hecho ciertas cosas.
– ¡Qué vergüenza! Cómo pude pensar…
– ¿Qué?
– Que a estas alturas de mi vida…
Rompí a llorar como una niña. No pude evitarlo. Gorka me secó las lágrimas, me acarició la cara y me besó con tal ternura que me estremecí.
– Vamos, no seas tonta. Olvídalo. Te lo ruego.
– Te aseguro que nunca me importó cambiar de década, pero… -le dije entre sollozos-. Me asustan tanto los sesenta.
– Estás espléndida, Carlota.
– Eres muy amable, aunque no puedes imaginarte lo humillante que ha sido para mí creerme que…
– Creerte qué…
– Que un hombre como tú…
– Soy marica, querida. ¿Es que no te das cuenta?
– Y yo una vieja tonta.
– No vuelvas a decirlo. Tú y yo nunca seremos viejos.
– Abrázame otra vez, lo necesito.
– Claro que sí. Ven aquí, cariño. No tienes que preocuparte por nada. Yo te cuidaré.
– Te quiero mucho, Gorka.
– Y yo a ti, preciosa mía. ¡Vamos a celebrarlo!
– Me apetece emborracharme.
– ¡Qué gran idea! Abre la botella que está en el congelador. Mientras tanto, iré calentando la cena.
Tenía razón al intuir que, tras el encuentro con Gorka, mi vida iba a dar un vuelco. Recuerdo vagamente la sensación de plenitud que tuve entre sus brazos, el aroma que desprendía el arroz caliente, el postre de tiramisú, la mezcolanza de alcoholes, el piano, la voz y, a veces, la trompeta triste de Chet Baker. Después de todo aquello era incapaz de mantenerme en pie, así que Gorka me tumbó en su cama y él se fue a dormir al sofá, tras una intensa charla sobre nuestras respectivas vidas que debió de prolongarse hasta el amanecer. Me despertó el ruido de un teléfono que tenía cerca de la oreja. Olía a café. Gorka estaba sentado sobre un puf de cuero de color granate, leía el periódico y tenía delante una bandeja con el desayuno preparado.
– Buenos días, princesa.
– ¿Qué hora es? -pregunté sobresaltada.
– Un poco tarde para desayunar. Son las dos.
– ¡Es imposible! -grité-. Tengo que ir corriendo a mi casa.
Me puse en pie, cogí el teléfono y, en efecto, vi que la llamada era de Claudia.
– Toma un café. Te sentará bien.
– No puedo, no puedo. Tengo que irme rápidamente.