Llamé a Claudia, mientras buscaba los zapatos y el bolso. Había dormido vestida.
– Lo siento… perdona, hija… Estoy en casa de un amigo. No, no, no os vayáis. Estaré ahí en quince minutos… Ya te explicaré.
– ¿Qué pasa? -preguntó Gorka alarmado
– ¡Qué locura! Había invitado a mi hija y a Mario a comer.
– Tranquilízate. No pasa nada.
– Están esperándome en casa.
– Que esperen un poco. Te acompaño.
– Será mejor que vaya sola. Gracias por todo.
Me atusé el pelo, le di un beso y salí corriendo, otra vez, en busca de un taxi, mientras pensaba cómo explicarle a Claudia que me olvidé de la cita, porque había dormido en casa de… de aquel compañero de trabajo ¿Te acuerdas del imbécil que ponía la voz a Sam Gillman en ]ail? Pues bien, el imbécil al que odiaba tanto se ha convertido en el ser más adorable que se ha cruzado en mi camino. Pero la cosa, hija mía, no termina aquí. No creas que ha habido algo entre nosotros, es decir, no me he acostado con él, porque resulta que Gorka (así se llama mi amigo) es un homosexual diez años más joven que yo. ¡Qué importaba la edad en estos momentos! Era imposible entrar en tal cúmulo de detalles. Necesitaría mucho tiempo para explicarle de qué manera el azar había irrumpido súbitamente en mi vida.
Temía que mi hija me echase una bronca delante de Mario. Era una cita importante para las dos y yo lo había estropeado por mi mala cabeza. Cómo iba a decirle que después de una borrachera en casa de un desconocido (para ella lo era) me había quedado tirada en su cama. Una madre como yo no puede perder hasta ese punto la dignidad. Se pondría hecha una fiera. ¡Qué bajo has caído, mamá!, me diría. ¿Cómo iba a pedirle perdón por algo de lo que no estaba arrepentida? En eso consiste la madurez, en conquistar el derecho a ser como una es, aceptarme de ese modo y mostrarme ante mi hija sin artificio. No creo que sea grave llegar media hora más tarde, pero es que me dan tanto miedo los enfados de mi hija. A raíz del último no me habló durante una semana, ni siquiera se ponía al teléfono, y me produjo, además, una alarmante subida de tensión. Tuve incluso que ir al médico porque me dolía terriblemente la nuca y estuve preocupada por si tenía algo en la cabeza. Me dijo el médico que, aunque una mujer haya sido toda su vida hipotensa, a partir de la menopausia, es normal que una situación estresante o un disgusto o, simplemente, por cuestiones de la edad, le suba la tensión.
A pesar de mis miedos y el respeto reverencial que me infunde mi hija, llegué a casa dispuesta a aguantar el chaparrón. No quería perder, por nada del mundo, la sensación de placidez de la noche anterior. Así que traté de relajarme y de plantarle cara. Le diría que también tengo derecho a divertirme. ¡Qué expresión tan ridícula! Cómo iba a soltarle semejante tontería. Durante el trayecto en el taxi no se me ocurrieron más que estupideces. Poco antes de llegar a mi destino, recibí otra llamada de Claudia para decirme que me esperaban directamente en el restaurante. Aún tuve tiempo de decirle al taxista que cambiara de ruta.
Al entrar en El Puerto y verlos juntos por primera vez, pensé que hacían una estupenda pareja. No quedaba ni rastro de mis viejos rencores. Mi hija estaba deslumbrante con un escotado vestido blanco que resaltaba aún más su piel morena, unos enormes pendientes de aro, el pelo recogido en una trenza y una dulzura en la mirada como no le había visto desde hacía mucho tiempo. Mario, desde luego, no se parecía lo más mínimo a su madre. Era alto, rubio, con la cara angulosa y los ojos rasgados. Andrea era morena, de cara redonda, ojos grandes y almendrados, más bien chaparrita, aunque proporcionada. Quizá tuviera rasgos de su padre.
Se levantaron ambos para darme un beso. Cuando me senté a la mesa, dispuesta a ofrecer toda clase de disculpas y explicaciones, Claudia se anticipó y, cogiendo ostentosamente la mano de su chico, me dijo con cierto aire de solemnidad:
– Mamá, te presentó oficialmente a Mario. Y antes de que nos hables de tu nuevo amigo, quiero comunicarte que vas a ser abuela.
– ¿Qué has dicho? -pregunté aturdida.
– Que Mario y yo vamos a tener un hijo. Y hemos pensado que si es niña se llamará Carlota. A los dos nos gusta ese nombre.
No lo pude evitar. Volví a soltar la lágrima por segunda vez en veinticuatro horas. Pero, en esta ocasión, no era una reacción frente a la impotencia, sino un estallido de pura alegría.
– Me alegro mucho, hija.
– ¿De verdad te alegras?
– Hace mucho tiempo que no estaba tan feliz.
– Tenía miedo a disgustarte.
– Enhorabuena, Mario -le dije-. Dadme otro beso.
– No llores, mamá, nos está mirando todo el mundo.
– ¡Qué importa!
Del desierto emocional de los últimos meses había pasado a una maravillosa sensación de plenitud. La idea de ser abuela me parecía fascinante. Cómo no me había dado cuenta de que mi hija estaba embarazada. No había tenido ni la más leve corazonada. Tanto presumir de mis dotes intuitivas, de ese sexto sentido que me hacía vislumbrar las cosas sin necesidad de reflexionar, y me había fallado de nuevo con mi propia hija. Quizá me había volcado excesivamente en mí misma, en el torbellino de mis propios sentimientos, y no era capaz de captar los cambios decisivos que se estaban produciendo a mi alrededor. De pronto, me sentía acompañada por personas muy queridas que me transmitían su energía. La voz de Claudia me sacó de mi ensimismamiento.
– Ahora nos tienes que contar quién ese amigo con el que has dormido esta noche.
– Oh, no, cariño, no he dormido con él.
– Vamos, mamá… Me has dicho que te habías quedado dormida en casa de un amigo.
– Sí, pero, insisto, no he dormido con él. Quiero decir que he dormido en su casa, pero…
– Está bien, no me des explicaciones, si no quieres.
– Es que no sé cómo explicártelo. Sí, es un amigo, pero me da mucha vergüenza decirte que se trata de un amor platónico.
– Me cuesta creerlo.
– Pues es cierto.
– Espero que hayas aprendido a cuidarte, mamá. En cualquier caso, me alegro de verte contenta.
– Lo estoy, Claudia, estoy feliz por vosotros.
No era toda la verdad. En ese instante, me alegraba sobre todo por mí misma.
Nunca seremos viejos
«Ella era feliz; una felicidad que llegó a ser proverbial, hasta el punto de que se dijera de ella "la risueña, la que está siempre cantando, que no se ocupa de otra cosa que de reírle al espejo y ocuparse de su arreglo". El marido que cuchicheaba, los niños que saltaban. Aquello era tiempo pasado… Se secó los ojos para que la recién casada no la encontrara llorando, aquellos ojos que seguían siendo azules tras la caída de sus pestañas y el encanecimiento de sus cejas».
Naguib Mahfuz,
La azucarera
Pronto seré abuela. Me encantaría que fuera niña y se llamase Carlota. Las noches empiezan a ser más cortas. Hoy comienza la primavera y por estas fechas los japoneses celebran, desde tiempo inmemorial, la fiesta del cerezo en flor. Recién levantada me desperezo frente a la ventana. Un mensajero llama al telefonillo del portal para anunciarme que sube un paquete. Me atuso el pelo y me pongo una bata para recibirlo. Es un sobre acolchado del tamaño de un folio, cuyo remitente es Gorka. Lo abro precipitadamente y dejo caer un estuche al suelo que contiene un elegante collar de perlas, envuelto en un pergamino con el siguiente mensaje:
«Las ostras solo abren su concha lo suficiente para filtrar el plancton de las aguas que las rodean. Si una sustancia extraña, como un grano de arena, entra accidentalmente en su cuerpo y la ostra no puede expulsarla, hace un esfuerzo extraordinario para suavizar ese elemento agresivo e irritante. Su acción defensiva le obliga a segregar alrededor del cuerpo extraño una materia dura y lisa llamada nácar que, al cabo de varios años, capa tras capa, se convierte en una perla. Es uno de los múltiples fenómenos misteriosos de la naturaleza. El nácar no es una simple coraza protectora, se compone de cristales microscópicos, perfectamente alineados uno junto a otro, de tal modo que al pasar un rayo de luz a través del eje de cada cristal se refracta entre los otros y produce un brillo iridiscente de múltiples colores. Gracias a un misterio natural, nació esta perla, que es el resultado de un proceso de defensa contra un gran dolor que al superarlo tras años de duros esfuerzos, se fue formando, no de hierro o cobre aislante, sino con capas de luz y cristal. Estas perlas, tan auténticas como tú, son el símbolo de lo que has conseguido. Acojamos el tiempo, tal y como él nos quiere. Nunca seremos viejos».