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Tampoco la memoria me funciona de un modo prodigioso, aunque, por otra parte, no es imprescindible para mi trabajo. Me acuerdo, eso sí, de cómo iba vestido el padre de Claudia, mi ex marido, el día que nos invitó el capitán del barco a comer en el puerto de Estambul durante aquel crucero por el Mediterráneo que hicimos cuando ni siquiera había nacido nuestra hija. Olvidé por completo la conversación, aunque puedo describir con absoluta precisión el aspecto del capitán, pero soy incapaz de saber cuánto tiempo hace, si no es recurriendo a invocaciones tales como «aquel viaje lo hicimos poco después de la muerte de mi madre y antes de que naciera mi hija, de manera que yo tenía más de veinte y menos de treinta, luego debió de ser a finales de los setenta. Lo que sí recuerdo es que ya había muerto Franco, porque coincidimos en el barco con un tal Leónidas, un dominicano que regresaba a su país tras terminar sus estudios en Odessa y…».

Así puedo ir tirando del hilo hasta averiguar fechas de los sucesos, nombres de personas, e incluso museos, monumentos y estatuas cuya situación geográfica confundo constantemente. Cada día estoy más obsesionada por la reconstrucción de unos recuerdos que a nadie le importan. Ni siquiera a mí. Cualquiera sabe si es verdad que mi ex marido llevaba una camisa blanca de algodón y un cinturón granate con una gran hebilla, ambos de la marca Levi's, o la realidad se ha ido adaptando al relato de aquel viaje que he contado reiteradas veces desde que sucedió. «Recuerdo aquella cena como si fuera anoche», repito una y otra vez cuando lo cuento. Hay más probabilidades, sin embargo, de que sea capaz de recordar lo que hice entonces que lo que cené anoche.

En cuanto a mi soledad, Claudia tiene razón. Habría que determinar hasta qué punto es obligada o más bien voluntaria. La mayoría de la gente me aburre o quizá no quiero verla porque me encuentro en inferioridad de condiciones, con escaso entusiasmo y este aspecto deplorable. Presuntos amigos no me faltan, aunque, en realidad, más que míos son los que me dejó mi ex marido, porque amigos propios no me quedan. Los amigos de Benjamín solo cuentan conmigo para las fiestas y, sin embargo, se olvidan de mí en el día a día. Como son bastantes y tienen continuos motivos de celebración, voy de casa en casa, de estreno en estreno y de fiesta en fiesta, siempre con mis dos botellas de cava en la mano, dando la falsa impresión de que gozo de una intensa vida social y de que soy una de esas personas privilegiadas rodeada de una extensa red de amigos dispuestos a acompañarme en cualquier momento y a cualquier lugar. Es cierto que están ahí si los reclamo en caso de penuria, pero soy yo la que debe tomar la iniciativa y buscar una disculpa consistente para disfrutar de su compañía. Por otra parte, entiendo que estén cansados de soportar mi negrura vital y me hayan dejado de llamar.

El teléfono suena únicamente por error o bien porque se trata de ofertas comerciales o de asuntos de trabajo que, afortunadamente, no me faltan. El trabajo es lo que me alimenta y, en el fondo, me entretiene. Suerte que hay escasez de voces como la mía y, además, a la gente le gusta que las actrices estén siempre dobladas con la misma voz, porque les parecen más cercanas y familiares. Me indigna que mi hija y sus amigos prefieran ver las películas en versión original, incluso las que emiten por televisión. No es consciente de lo que hubiera sido de su madre si en España no existiera la bendita tradición del doblaje, porque el hecho de oír la voz del protagonista en su propio idioma o la de un buen actor de doblaje solo es cuestión de rutina. Lo que no tiene mucho sentido es que una rutina excluya la otra, pero así es. Los espectadores que son partidarios acérrimos de la versión original ridiculizan el doblaje, por muy logrado que esté. La verdad es que lo entiendo algunas veces, porque adoro la auténtica voz de Clint Eastwood y no puedo soportar que me la alteren. Me pasa lo mismo con Marlene Dietrich; prefiero oír su voz, aunque no entienda una sola palabra de lo que dice, porque los subtítulos son confusos en esas viejas copias. La Dietrich, a pesar de ser una diva, en la vida real era una mujer demasiado autocrítica. Odiaba doblarse a sí misma. «Cuando el sonido se graba en directo -escribía en su diario- no tienes oportunidad de ver una y otra vez las escenas encadenadas. Pero durante el doblaje, puedo observarme repetidamente y veo todos los defectos, y si una cadencia es mala, tengo que acoplarme a ella. Es una tortura tener que repetir el mismo error solo porque hay que seguir el movimiento de los labios».

Curioso fenómeno el de la voz. Yo la considero causa definitiva de seducción o de rechazo. Me olvido de que un hombre es feo si posee una voz seductora y, si tiene un tono grave y profundo, apenas doy importancia a su estatura física. Por no hablar de otras apariencias aún más engañosas como la inteligencia y la estupidez o la maldad y la bondad. Una voz potente y bien modulada la asocio con el talento. Nunca pienso, al menos inicialmente, que el propietario de esa voz pueda ser un cretino. Se supone que las personas bondadosas tienen voces cálidas y melodiosas; sin embargo, una arpía no puede tener una voz suave y delicada. Las voces gordas son apabullantes, pero despiertan suspicacias, al menos en mí, que me fío poco de los que se empeñan en lograr una vocalización perfecta. Suelen dar mal resultado y ser tipos demasiado fríos. Me gustan más las voces que se escapan, se desbordan, se dejan llevar por los matices de un estado de ánimo, en vez de ocultarlo. Me refiero a las personas que no la utilizan como instrumento. La de los profesionales sería otra historia larga de contar.

Me dicen que tengo la misma voz que mi madre. Todavía recuerdo su aspecto, lo que decía, cómo iba vestida, pero olvidé su voz. Nunca olvidaré, sin embargo, el nauseabundo jarabe de cebolla que me daba para curar la tos, ni las gárgaras con bicarbonato que me obligaba a hacer cuando tenía irritada la garganta, ni el pañuelo de seda en el cuello para mejorar la afonía, ni el ladrillo caliente para calentar la cama. El único remedio que me compensaba era, cuando tenía jaqueca, el pañuelo atado alrededor de la cabeza porque me encantaba parecerme a la india de Flecha rota, con mi pelo negro y mis trenzas largas.

Han pasado tantos años desde que desapareció mi madre, que me cuesta trabajo reconstruir algunos detalles, como la forma de sus manos o la de sus orejas o su manera de caminar. Hace unos días que me encontré en la calle con una vecina del barrio donde pasé mi infancia y me soltó de sopetón:

– ¡Qué barbaridad! ¡Es impresionante! ¡Cómo te pareces a tu madre!

Cuando regresé a casa, lo primero que hice fue buscar una de sus últimas fotos y mirarme en el espejo para encontrar las similitudes. No veo el menor parecido. Mi madre aparentaba más edad de la que tengo en estos momentos. O eso, al menos, es lo que creo. No obstante, si me acerco mucho al espejo noto la falta de brillo en la piel, los poros abiertos, algunas manchas sospechosas y pequeñas arrugas diseminadas por toda la cara. De lejos, sin embargo, no soy consciente de tanto deterioro.

Recuerdo levemente lo mucho que me impresionó ver de cerca la piel de mi madre cuando enfermó por primera y última vez. Es posible que tuviera entonces la misma sensación que tengo ahora frente al espejo. La enfermedad la fulminó en poco más de cuatro semanas, durante las cuales se le marchitó la piel, se quedó mustia, ajada y envejeció súbitamente. Hice grandes esfuerzos por olvidar aquellos días tristes, pero me quedan sombras en la memoria, como los trazos originales que reaparecen al cabo del tiempo en algunos cuadros. Lillian Hellman lo describió primorosamente en Ventimento, un libro de vivencias personales que me dejó marcada desde que lo leí, en 1977, un año demasiado intenso por el que siento añoranza. «La antigua pintura al óleo -escribe Hellman- al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto. A esto se le llama "pentimento" porque el pintor se "arrepintió", cambió de idea. Quizá también sería correcto decir que la primitiva concepción, reemplazada por una preferencia posterior, es una manera de ver y luego ver una vez más».