Me veo poniendo en la frente de mi madre una toallita con alcohol para aliviar los efectos de la fiebre y una gasa empapada en agua para humedecerle los labios, porque no le dejan beber. Detalles como estos, y otros peores, son los que quiero borrar, pero renacen con obstinación cada vez que evoco su memoria. Cuando me siento sola y triste, me asaltan con especial saña recuerdos antiguos que refuerzan mi soledad y mi tristeza.
Leo en el periódico que unos cuantos científicos visionarios intentan conseguir la financiación necesaria para «curar» el envejecimiento. Tienen en contra a buena parte de la comunidad científica que considera la vejez una situación irreversible. Estos últimos se dedican fundamentalmente a prevenir las enfermedades asociadas a la vejez y, en el caso de que aparezcan inevitablemente, a combatirlas con nuevos fármacos. Es posible que en un futuro los biogerontólogos puedan evitar que la edad nos convierta en seres frágiles, decrépitos y dependientes. Es horrible pensar que a partir de cierta edad tendremos que usar, probablemente, aparatos para abrocharnos un botón de la camisa, abrir una botella de vino, levantarnos de una silla, ponernos los zapatos… y no sigo para evitar el pánico que provocan las incapacidades más leves, me refiero a actividades sencillas y cotidianas que la mayor parte de la vida practicamos sin el menor esfuerzo, de manera automática, y que a partir de la edad fatal se convierten en obstáculos insalvables. No quiero ni mencionar los trastornos más graves que afectan al cerebro.
Donde habite el olvido
«En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento».
LUIS CERNUDA, Donde habite el olvido
Claudia viene a comer con prisas. Apenas nos da tiempo a sentarnos en la mesa. Se ventila en un instante las croquetas.
– ¿No quieres algo más?
– No, mamá, estoy llena.
– Pero si no has comido ni el postre.
– No me apetecen las fresas.
A su padre tampoco le gustaba la fruta, al menos, cuando vivíamos juntos. Prefería algo dulce antes de tomar el quinto café negro y cargado del día. Se hizo más goloso a medida que cumplía años. Le encantaban los bizcochos, las magdalenas, las galletas, las palmeras de chocolate, los bollos caseros, el pan con mantequilla y, sobre todo, los churros que yo bajaba a comprar casi todos los domingos. Me levantaba más temprano y le llevaba a la cama el desayuno y los periódicos. Se quedaba siempre un par de horas más que yo y, a veces, me pedía que me desnudase y me acostase con él. Después de fumar un par de cigarrillos nos duchábamos juntos y yo me vestía apresuradamente para llegar a la hora del aperitivo a La Vecchia Roma, un restaurante italo-argentino que estaba en la calle Molino de Viento, donde nos reuníamos con sus amigos, que entonces yo también consideraba míos.
Lo único que me molestaba de aquel lugar era encontrarme con Andrea, una actriz que había sido su amante y a la que siempre le daba algún papel de reparto en sus películas. Benjamín decía que le ayudaba por pena, porque estaba muy desamparada y tenía que sacar adelante a su hijo pequeño. Ignoro los motivos por los cuales ella se empeñó en ocultar la identidad del padre del niño, aunque la gente creía saber de quién se trataba. Benjamín me contó que no era el conocido director de cine que todo el mundo suponía, sino el cardiólogo que se ocupaba de su corazón, porque Andrea tenía una grave cardiopatía. Cada vez que nos cruzábamos con ella yo me mostraba exageradamente amable para disimular los celos. Fui una celosa patológica durante muchos años.
Estaba convencida de que todas las actrices se enamoraban de mi marido o, al contrario, mi marido de ellas. Por eso me indigné tanto cuando mi hija abandonó sus estudios de Psicología y me dijo que había soñado toda su vida con ser actriz. Era la primera noticia. Traté de evitarlo con todas mis fuerzas, porque conozco bien la profesión, pero Claudia tiene una idea distorsionada de las actrices. Quizá yo también la tenga. Cualquiera que observe desapasionadamente a los actores y, por supuesto, también a las actrices, y tenga un mínimo contacto con ese mundo, sabe que la mayor parte del tiempo lo dedican a enviar su currículo a los productores, asistir a cócteles para ver si tienen suerte y algún director se fijan en ellos o terminan conformándose con hacer lo que yo hago: poner voces en off. Supongo que Claudia sueña con llegar a tener algún día el papel de
Hilary Swank en Million dollar baby, cosa que sucede una sola vez entre un millón.
Cualquier argumento que emplease hubiera sido contraproducente, porque lejos de disuadirla habría afianzado su inesperada vocación. Jamás nos había hablado de eso. Su padre nunca me dijo que Claudia quisiera ser actriz. No entiendo cómo no lo ha impedido. Hubiera preferido que fuera directora, guionista, montadora o incluso productora como él. Cualquier cosa, menos actriz. Benjamín siempre comentaba que le parecía uno de los trabajos más frustrantes y esforzados del mundo. «No saben lo duro que es ser actor -decía-. Esa gente se desnuda por dentro y por fuera, cae de bruces ante el productor, se esclaviza ante el director y se deja la piel para ascender una línea en los títulos de crédito. Una vez superadas las pruebas tiene que contar con el beneplácito de la crítica y el aplauso del público. Solo los que triunfan rotundamente se salvan de tanta humillación». Aun así, añado yo, están obligados a mantener el tipo, a seleccionar cuidadosamente los papeles para que no les suceda lo que a Al Pacino y Robert de Niro, que los críticos intentan destruirlos porque se han convertido en una parodia de sí mismos y solo ruedan por dinero. Les consideran dos vacas sagradas a la deriva, víctimas de su megalomanía y de su avaricia. De nada les vale una carrera con hitos como El Padrino, Taxi Driver, catorce candidaturas y tres Óscar, excepto, eso sí, para amasar una fortuna. Los críticos no tienen compasión y se dedican a arrastrar su ego por un lodazal, pero ellos necesitan seguir actuando para sentirse vivos.
El actor de cine pasa muchas horas ensayando, practicando, aprendiendo un texto, dejándose la piel antes del rodaje, y cuando llega ese momento, basta un descontrol, un olvido, un gesto excesivo, para que el director le fulmine con la mirada y le expulse del rodaje. Cualquiera puede tener un mal día. Menos piedad aún tienen con las actrices. En esto también hay diferencias de género. Odio ese trabajo. Lo único bueno es que entrenan la memoria y previenen el Alzheimer. ¡Qué digo! Ni siquiera eso. Veo las patéticas imágenes de Rita Hayworth con demencia senil, encerrada en un hospital de California con la cabeza completamente perdida. En esos momentos debía de tener mi edad actual. Poco antes apareció en el último documental de televisión balbuceando: «Nadie estuvo verdaderamente enamorado de mí. Los hombres que decían amarme, en realidad, estaban enamorados de Gilda y se querían ir a la cama con ella. Lo malo es que al día siguiente se despertaban conmigo».