Los actores juegan con sus propias emociones; un material demasiado sensible. Interpretan personajes que les dominan y les encierran en un mundo irreal. Muchos enloquecen. La pobre Rita Hayworth se casó cinco veces y nadie la quiso. «¡Cuánto me aburría con Rita -fanfarroneaba Orson Welles, uno de sus maridos-. Las mujeres son idiotas en general, pero ella era la más idiota de todas». En la década de los sesenta enfermó de Alzheimer, cuando aún no se conocía el mal, y se dio a la bebida ante la desesperación y el desconcierto que le provocaban los síntomas. Murió veinte años después sin saber que había sido la diosa de Hollywood a la que adoraban todos los hombres del mundo, incluido mi marido que puso su nombre a la productora: Rita Films.
En aquella época maravillosa, la más feliz de mi vida, Claudia comenzaba a hablar. Nos pasábamos las horas en
La Vecchia Roma y la dejábamos en casa viendo los dibujos de Willy Fogg en televisión con una niñera muy alegre que se llamaba Lola. Quizá no fuera precisamente la mejor época, conozco la indulgencia y las trampas de la memoria, pero me recuerdo muy feliz, a pesar de los celos furibundos que me entraban cada vez que Benjamín coqueteaba con aquella mujer. Ignoro por qué, al cabo de los años, los celos se desvanecieron repentinamente, al tiempo que lograba superar la desagradable sensación de vértigo que tuve a raíz de la muerte de mi madre. Es curioso que ambas cosas se fueran tal como habían venido, sin hacer el menor esfuerzo consciente por evitarlo. Ahora, parece mentira, me importa un bledo que Benjamín se acueste con todas las actrices del planeta.
– ¿Te acuerdas de Lola, aquella niñera que tuvimos tantos años? -pregunto a Claudia mientras tomó el último sorbo del café.
– Me acuerdo porque papá y tú os pasasteis la vida echándola de menos. ¡Qué preguntas más raras me haces últimamente!
– Es que me he acordado de repente de las porras que traía los sábados de la churrería de su madre. A papá y a ti os encantaban las porras.
– Pues ya no le gustan -me responde displicente.
– ¡Qué pena!
– Ahora prefiere los churros. Y yo también. Bueno, mamá, me tengo que ir.
– ¿Vendrás mañana a comer?
– No, ya te dije que mañana empezamos el rodaje.
– Está bien, hija. ¿Te veré el sábado?
– Puede ser. Ya te llamaré.
Son cosas de la edad
«A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Considerada en sí misma, esa juventud tan alabada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal desbastada de la existencia, un período opaco e informe, huyente y frágil».
MARGUERITE YOURCENAR,
Memorias de Adriano
Odio a un compañero de trabajo que, además de ser rancio y prepotente, me llama de usted. Gorka es un cuarentón bien conservado, pero se debe de sentir más joven cuando se dirige a mí con esa falsa actitud respetuosa.
– ¿Tiene usted un rotulador de más? -me soltó el primer día que apareció en el estudio.
– ¿Cómo dices?
– ¿Qué si le sobra un lápiz o algo que escriba? -insistió, elevando el tono de voz, como si estuviera sorda.
– Te he entendido perfectamente, pero no me llames de usted, por favor.
– Ah, perdona, querida. ¿Tienes un boli?
Tuve que pedirle dos o tres veces que me tuteara, porque volvió a llamarme de usted, hasta que me di cuenta de que lo hacía para fastidiarme. El cretino querría marcar distancia generacional, insinuar que yo estaría mejor jubilada, poner en evidencia que una señora de mi edad no debería echarle tantas horas a un trabajo relativamente bien remunerado. «Si fuera una buena profesional -seguro que pensaría-, tendría el suficiente dinero como para retirarse, y si es mala, está ocupando un puesto de trabajo que le vendría bien a gente más joven y mejor preparada». El caso es que se me altera la voz cuando aparece. El otro día le repetí por enésima vez que me tuteara, pero se comportó de un modo doblemente estúpido.
– Si me sale el usted es porque eres una señora que me merece todo el respeto del mundo -me dijo con un tono de homosexual reprimido.
– Por cierto, ¿cuántos años tienes? -le pregunté.
– Cuarenta y cinco.
– Pareces mayor -le largué con mala leche.
– Tú, sin embargo, te conservas estupendamente para tu edad. Pero, no te preocupes, no volveré a equivocarme, querida.
– Llámame como te salga de los cojones -le respondí.
– ¡Qué carácter! No te ofendas, mujer.
– ¡Vete a la mierda!
Desde que salí del estudio dando un portazo, sé que la gente murmura a mis espaldas. Sí, es cierto, estoy de mal humor. No lo tenía, pero lo tengo. Me amargan los achaques, el deterioro y, sobre todo, que me lo hagan saber los demás. Hoy me he levantado con un dolor punzante en el dedo gordo del pie. Solo me falta padecer gota o reuma, como mi padre, que pasó los últimos años de su vida con todas sus articulaciones embadurnadas de pomada y atiborrado de antiinflamatorios que le destrozaban el estómago. Pues lo siento por estos jóvenes arrogantes, pero tendrán que soportarme, porque pienso trabajar hasta que me den una patada en el culo. Espero resistir hasta el límite de la jubilación. Tengo compañeros que probablemente son más viejos que yo, y ahí siguen, doblando a Morgan Freeman, Jeremy Irons, Kenneth Branagh, Robin Williams y tantos otros, sin que nadie les recuerde cada minuto lo deteriorados que están. Bueno, quizá alguno sea más joven, pero no es fácil ir preguntando la edad a todo el mundo.
Cuando cumplí los cincuenta comencé a obsesionarme con las comparaciones. Desde entonces, me pongo continuamente en el lugar del otro para saber cómo era yo a su edad o cómo me verán los demás en esta tesitura. Lo pienso mientras me regodeo en mi propia miseria. Los jóvenes no establecen esta clase de competiciones silenciosas y desgarradoras porque se sienten cómodos con su cuerpo. Es lo que le sucede al cretino de Gorka. A pesar de mis insultos reconozco que está fibroso y tiene buena pinta, por más que me irriten sus impertinencias y su voz impostada. Sabe que estuve casada con Benjamín Lara y seguro que este detalle enciende su imaginación.
El otro día, durante una sesión de doblaje con Gorka y Margarita, otra compañera de la serie de televisión, se me ocurrió enseñar un recorte de prensa que revelaba la historia de Gloria Gaitán, una ex guerrillera e ilustre escritora colombiana que confesaba un secreto celosamente guardado durante más de treinta años: fue amante ocasional de Salvador Allende. «El me llamaba mi indiecita y yo a él Capitán Tormenta», explicaba a la prensa argentina. «De inmediato me sentí atraída por ese hombre galante, que me hacía recordar a mi padre… Por parte de Salvador no hubo un gran amor -confiesa la señora Gaitán llorosa, pero sin rencor-, en cambio yo le idolatraba… Yo no fui su gran amor… Su gran amor fue la Payita». Se conocieron en Cuba, durante la visita que ambos realizaron a la isla por invitación de Fidel Castro. Luego, se volvieron a encontrar en Chile. «Gloria era una muchacha vital, pero triste; bailaba la cumbia como ninguna, pero en vez de ir a las fiestas prefería quedarse en la biblioteca con sus lecturas», recuerda su compañera de la Universidad de Los Andes.
Ella misma relata la conversación que ambos mantuvieron en la residencia presidencial de la calle Tomás Moro, meses antes del 11 de septiembre de 1973, cuando el entonces jefe del Ejército, el traidor Augusto Pinochet, bombardeó el Palacio de la Moneda. «Estando en la biblioteca vimos que había salido la primera flor del cerezo que estaba junto a la ventana. Allende me dijo: "Yo no veré florecer este cerezo". Era absolutamente consciente de que el golpe estaba cerca y que su muerte era inevitable… Allende nos decía que moriría en la silla presidencial, que pelearía y no saldría vivo de la Moneda. Fue el último día que lo vi. Yo hubiera entregado mi vida si hubiera servido para que él se salvara». En la madrugada del 11 de septiembre, cuando los tanques avanzaban hacia la Moneda, sede de la presidencia chilena, Allende la llamó por teléfono para rogarle que abandonara el país. Gloria se refugió en la embajada de Colombia. Llevaba siete meses de embarazo y cuenta que Salvador se llenó de alegría al saberlo. Pero la pobre mujer, del disgusto, sufrió un aborto espontáneo y perdió al bebé en una clínica de Bogotá. Así finaliza el reportaje que provocó las iras de la hija del desaparecido presidente chileno. La actual diputada Isabel Allende reaccionó muy molesta por las revelaciones de la amante de su padre de quien supuestamente se quedó embarazada. «A esa mujer no la conozco, nunca la he visto… Es muy poco fiable la gente que empieza a hablar de esa manera. No haré más comentarios». Tampoco los hizo cuando le preguntaron por su relación con Miria Contreras, la Payita, secretaria personal de Salvador Allende, una de sus más leales colaboradoras y, en este caso sí, el gran amor de su vida. Era un secreto a voces. Lo sabía su esposa, Hortensia Bussi, sus hijas y el resto del mundo. Miria Contreras estuvo junto a Salvador Allende durante el golpe militar, pudo escapar de la Moneda y murió treinta años después.