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Me inquieta asociar ideas entre comer, beber y amar. Vázquez Montalbán sostenía que quien se guisa un plato y se lo come en soledad es un onanista. Hace años leí su divertido relato La gula, donde mezcla gastronomía, teología y marxismo a través del monólogo de un exquisito gourmet que naufraga en una isla desierta. Este robinson, que ha sido obispo en el Vaticano, se ve obligado a reinventar sus propias teorías gastronómicas, en las que adquiere un simbólico protagonismo el bacalao que Dios le envía. Gracias a su ingenio culinario convierte el bacalao, una momia conservada en salazón, en un alimento prodigioso, como si fuera el maná caído del cielo. «Solo a un genio -decía Vázquez Montalbán- se le ocurre remojar la momia, utilizar el agua del hervor, moverlo con un poco de aceite y ajos para convertirlo en bacalao al pil pil. De ahí se desprende todo un discurso teológico».

Claudia es mi particular discurso teológico. Solo ella logra encerrarme en la cocina toda la mañana para hacer cebolla caramelizada e incluso el auténtico dulce de leche como el que elaborábamos lentamente su padre y yo, vuelta tras vuelta con la cuchara de palo, mientras caía una botella de Sauternes acompañada de tostadas con foie. Me hace daño echar de menos aquel tiempo placentero.

Ha llegado Claudia y aún no he puesto la mesa.

– Las paredes están llenas de mugre, mamá.

– Lo sé, hija.

– ¿Has pensado en pintarlas?

– Me da tanta pereza…

– Siento decírtelo, pero es que dan asco.

– Tiene fácil arreglo; no las mires.

– ¿Sabes que te picas por nada? Eres una cascarrabias.

– No me llames eso. Es la segunda vez que me insultan en una semana.

– Pues siento coincidir con tus enemigos.

Estoy al borde de la lágrima. Los ataques de mi hija me bajan las defensas.

– Vamos, mamá, no dramatices. No es para tanto.

– Estoy tan cansada de todo, hija.

– ¿Has probado a poner otra cara?

– No sé cómo se pone otra cara.

– Mira, yo te enseño…

Hace una mueca exagerada con los labios.

– Venga, mamá, copia mis gestos. Abre la boca. Estira los labios, enseña los dientes y di conmigo «ja, ja, ja…». Anímate, mamá. Es divertido.

Me veo como una payasa copiando sus gestos, pero logra arrancarme una sonrisa.

– ¡Ánimo, mamá! La vida te sonríe. Estás sana, tienes trabajo, tienes dinero y una hija que te quiere… ¿Qué más puedes pedir?

Puedo pedir que no me den estos ataques de melancolía, pero es como pedir la luna. Claudia tiene razón; no debo quejarme, pero me quejo. Hay cosas que solo se hacen un número limitado de veces en la vida y tengo la amarga sensación de que jamás encontraré un lugar como La Vecchia Roma, ni repetiré el placer del Sauternes con foie, ni siquiera la voz de Billie Holiday me sonará como aquella noche en la playa cuando nos quedamos dormidos esperando contemplar el eclipse de luna. Entonces todo parecía ilimitado y, sin embargo, ahora sé definitivamente las cosas que ya no haré más. Es la diferencia entre la ilusión de entonces y la desesperanza de ahora.

La almohada rellena de buenos recuerdos

«… luego descubrí que las historias que algunos cuentan de su infancia rara vez se pueden creer. Alguna gente aporta demasiadas victorias o placeres pasados para consolarse, y otros se abrazan a penas, reales o imaginadas, como excusa para aquello en que se han convertido».

LlLLlAN HELLMAN,

Pentimento

De vez en cuando me invitan al pase privado de alguna película. El otro día fui a ver Goodbye America que en su momento, inexplicablemente, pasó sin pena ni gloria. La proyección me dejó clavada en la butaca durante ochenta intensos minutos. El protagonista es el actor Al Lewis, el abuelo de la familia Monster, la vieja serie de televisión. Aparece sentado frente a un espejo y, mientras le maquillan para una función, evoca las escenas que marcaron su vida. Goodbye America no es más ni menos que el rostro envejecido, pero expresivo y relumbrante, de este personaje en primer plano, entregado a una sesión de maquillaje frente al espejo, recordando, entre sonoras carcajadas mientras se fuma un puro, su propia vida y la de su país a lo largo de un siglo. De vez en cuando se intercalan imágenes documentales sobre sus recuerdos: la Segunda Guerra Mundial, la miserable caza de brujas desplegada por el senador McCarthy, las sentadas en Berkeley, las protestas contra la guerra de Vietnam, su campaña como candidato a gobernador del estado de Nueva York cuando tenía ochenta y ocho años, el atentado contra el World Trade Center del 11-S y la posterior guerra de Irak. Pero lo mejor de la película es la fascinación que ejerce el viejo rostro de un hombre que conserva la sagacidad y el buen humor hasta su muerte, y que repite gozoso la frase que le dejó en herencia su madre: «Mira, Al, la mejor almohada para dormir es aquella que está rellena de buenos recuerdos». Pocas cosas hay peores que perder el patrimonio de la memoria almacenada pacientemente, día a día, a lo largo de una vida. Cuando empezó a rodar tenía noventa y tres años y murió poco después con la memoria intacta. Es maravilloso morirse tan vivo.

Cuenta Querejeta que se encontraron con este personaje por casualidad, cuando iba a rodar, junto con Oksman y Muguiro, coautores los tres del guión, un documental sobre una emisora pacifista que se fundó en 1949 en la Universidad de Berkeley, donde se centralizaban las protestas contra la guerra. Dieron con Lewis, neoyorquino nacido en el barrio judío de Brooklyn en 1910, porque fue locutor en aquella radio, además de clown, actor y activista político, y quedaron seducidos por la fuerza del personaje, hasta el punto de que eclipsó todo lo demás.

Llegamos a una edad en la que la memoria se convierte en el sustento de la vida. Perderla debe de ser peor que morir. ¿Dónde habrá ido a parar la prodigiosa memoria de Al Lewis? Llegué a casa tan emocionada que llamé a Claudia por teléfono para recomendarle la película.

– Claudia, acabo de ver una peli espléndida.

– No será como la que me pasaste el otro día.

– ¿Cuál?

– The Knack. Un coñazo que, según me dijiste, a ti te fascinó… Es insoportable.

– Te dije que nos gustó en aquella época, pero no la he vuelto a ver.

– ¡Qué aburrimiento! No entiendo cómo os gustaban esos bodrios.

– Quizá le pase lo que a mí, que no soporta el paso del tiempo.

– Uff, madre, mejor lo dejamos. Hoy tampoco es tu día.

Mis días son tan frágiles como la relación con mi hija. Me he cubierto de gloria. The Knack, and how to get it, la comedia de Richard Lester que vimos en un cine de Chelsea, nos pareció el colmo de la modernidad estética y del ingenio y, sin embargo, a mi hija la mata de aburrimiento. Probablemente no sea tan divertida como la recuerdo, quizá en aquella época yo estaba viviendo una situación proclive a divertirme con cualquier película, siempre que fuera algo pretenciosa. Sería incapaz de verla con los ojos de entonces, de modo que me quedaré sin saberlo.