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Lo malo es que la distorsión nostálgica afecta no solo al cine, sino a cualquier manifestación de nuestras vidas. A medida que pasan los años, aumenta la deformación de los recuerdos. No disponemos del tiempo suficiente para comprobar si tenemos razón cuando idealizamos el pasado o nuestra memoria no resistiría la prueba de la revisión. Repetimos, como si fuera una verdad incuestionable, que lo de antes era mejor que lo de ahora y nadie se anima a llevarnos la contraria. Nos dejan por imposible. Enaltecer nuestro pasado es un síntoma implacable de la edad tardía. Recordamos que el mar era de un azul más intenso en nuestros tiempos. Aquellos árboles gigantescos de mi infancia se han quedado en nada. A partir de cierta edad compartimos similares nostalgias y sufrimos agudos ataques de melancolía. Aunque esta clase de recuerdos, me refiero a las películas, las comidas y los paisajes, no hacen daño a nadie. Las discrepancias surgen cuando pretendemos reconstruir la memoria colectiva y nos ponemos ampulosos y enfáticos. Comprendo que mi hija no me aguante cuando me traiciona la memoria y le recomiendo un peñazo como The Knack.

Mentiras vitales

«A medida que pensaba en mi niñez y mi adolescencia, empecé a vislumbrar […] que las relaciones que no fueron plenamente exploradas en su día pueden convertirse en oscuros perfiles, a la sombra de los cuales no nos preocupamos de estar ni un minuto más».

Angélica Garnett,

Una mentira piadosa

Pretenden convencernos de que tiene tanta importancia doblar a un personaje secundario como a un protagonista, porque para alcanzar la armonía se necesita que las voces de todos los actores estén coordinadas. Es una mentira piadosa para que no perdamos el entusiasmo. Los espectadores españoles conocen voces emblemáticas como la de Clint Eastwood, Morgan Freeman, Robert de Niro, Dustin Hoffman, Harrison Ford o Sean Penn. Su voz es familiar porque forma parte de la expresión física de los actores. Ya me gustaría a mí doblar a Meryl Streep, Nicole Kidman, Susan Sarandon o Diane Keaton, por decir algunas de mis preferidas, pero debo conformarme con ponerle voz a Katherine Hill y Susan Paterson. ¿Alguien tiene idea de quiénes son estas actrices? Seguro que no, excepto los fanáticos de Jail, que gracias a Dios no son pocos.

Hace varias semanas que me encierro en esta pecera y ya estoy hastiada de las peripecias de los presos de esta cárcel de alta seguridad. He perdido la cuenta exacta, pero llevo medio centenar de episodios poniéndole voz, primero al personaje de Katherine Hill y ahora he tenido que forzarla un poco para doblar a Susan Paterson, que hace de mala.

Nadie imagina el esfuerzo que supone aprender los gestos, movimientos, ritmos de expresión, reacciones físicas de dos absolutas desconocidas. Cuando, por fin, me identifiqué con Katherine, la liquidaron y tuve que meterme en la piel de Susan, que es un ser abominable. Claudia no se pierde un solo capítulo de ]ail. Va por la segunda temporada y me mataría si le cuento la sorpresa que tienen preparada los guionistas para el último capítulo de la temporada. Algunos lunes Claudia viene a cenar a casa para verla conmigo en la Fox, porque le divierte que le ilustre con chismes sobre los actores. Pregunta si es cierto que Katherine fue la pareja del director en la vida real y por qué lo dejaron. Me alegro de poder compartir esta ceremonia con mi hija. Solo por eso me gustaría que se prolongase indefinidamente y que hubiera cuatro, cinco o seis temporadas, pero me temo que el rodaje llega a su fin y será difícil encontrar otro motivo que me permita gozar de la compañía nocturna de Claudia.

– Me encanta el personaje que hace Sam Gillman. ¿Quién le dobla? -me pregunta Claudia.

– Un tal Gorka.

– ¿Se parecen en algo?

– Ni en la uña del dedo meñique.

– ¿Te cae mal?

– ¿Quién, Gillman o Gorka?

– Gorka.

– Me cae mejor Gillman.

– Ya me lo imagino. Gillman está macizo.

– El otro es un imbécil.

– ¡Qué radical! ¿Tan mal te cae?

– Peor de lo que te imaginas.

– ¿Y él lo sabe?

– El odio suele ser mutuo.

– ¿Pero qué te ha hecho?

– Nada especial. Me molesta su presencia y, además, es un poco canalla.

– Gillman también lo es. Ya se ha cargado a tres. Pero, me gustan los canallas.

Guapo y carismático, Sam Gillman interpreta a un personaje mucho más importante que el mío. Un motivo más de confrontación con Gorka.

– Pues, lo siento mucho, hija, porque los canallas dan muy mala vida.

– ¿Acaso los otros no la dan?

– Sí, pero te enganchan menos.

– Me interesan tus teorías sobre los hombres.

– Pues te las amplío cuando quieras.

– Otro día… Calla, que empieza.

Son las conversaciones que mantenemos durante las pausas publicitarias. No pierdo la esperanza de que algún día lleguemos más lejos y me permita tirar de algún hilo que sirva para desenmarañar la impenetrable madeja sentimental de mi hija.

La suerte y el destino

«… solo en los primeros años de juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro».

STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer

Lo que más me ha durado en la vida es la nevera. No ha dejado de funcionar desde hace más de treinta años. Fue el primer electrodoméstico que entró en la cocina. Recuerdo mi indecisión a la hora de comprarla. Era demasiado cara, pero Benjamín se empeñó en elegir la mejor marca, gigante, de dos puertas, que fabricase cubitos de hielo y tuviera permanentemente el agua fría. Todo lo hacía a lo grande. A mí, sin embargo, me molesta el despilfarro. Soy austera, Claudia diría que rácana. Sí, soy una rata trabajadora, ahorrativa, pero generosa con las personas que quiero.

Es cierto que las grietas en los muros, las sillas desencoladas, las cortinas ajadas, la decrepitud de los muebles y los techos renegridos dan un aire decadente a la casa, como si estuviera deshabitada. Su aspecto es sombrío y penoso. Permanece detenida en el tiempo desde que Benjamín la abandonó. Ni ella ni yo fuimos capaces de recuperarnos y menos aún cuando se fue Claudia, poco después que su padre.

Me he ido abriendo un hueco, como si fuera un cachivache más, entre los muelles del sofá, en la hondonada del colchón de una cama inmensa y desvencijada, la vieja lámpara para la lectura, la esquina rota del cristal de la mesa, los goznes desengrasados de las puertas que ya no encajan y el cerco de humedad marcado en el suelo alrededor del tiesto de un ficus lánguido. Los listones de madera crujen a cada pisada y el viento se cuela por las rendijas de los cercos de las ventanas. Solo soy consciente del deterioro cuando mi hija me reprocha el estado ruinoso de cuanto me rodea. A pesar de la falta absoluta de entusiasmo, me esforzaré en renovarla o, al menos, le daré una mano de pintura para que no se me caigan encima las paredes renegridas.

Un banco repintado de Ikea es lo único que he aportado a la decoración. Me he resistido siempre a comprar chismes endebles, frágiles y, sobre todo, efímeros. Quizá para darle algún sentido, lo teñí de color marfil, acorté las patas, añadí unos cojines africanos de piel de antílope que me trajeron Javier y Mila de Namibia y lo puse en el recibidor para depositar los abrigos y los bolsos. Ha resultado muy útil y, además, ha perdido su referencia original. Nadie diría que es idéntico al resto de los bancos instalados a la entrada de las casas que conozco, comprados todos ellos en la misma tienda.