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La mayor proeza de la globalización es que las ciudades y los hogares del planeta parecen cortados por el mismo patrón. Hay quien, como yo, en un intento baldío de evitar coincidencias, da a los muebles clónicos una manita de barniz para que las visitas no identifiquen su origen y pregunten dónde lo has comprado y tú puedas decir que en Milán o en Singapur. Somos así de majaderos. Ignoro a cuento de qué viene ese afán de distinción cuando, por otra parte, nos gusta identificarnos con el resto del clan al que inevitablemente pertenecemos. Una majadería, ya digo, y más en mi desidiosa situación. No obstante, me gusta comprobar que aún tengo ánimos de superviviente y no tiro la toalla. Confío en que pintar las paredes, deshacerme de viejos trastos, tapizar los sillones, engrasar la carpintería, cambiar las cortinas, podar las plantas, en definitiva, iluminar el hogar, dulce hogar, me obligará a recomponerme por dentro y por fuera.

A pesar de sus achaques, esta casa posee para mí un elevado valor emocional, es mi último refugio, mi válvula de escape, el territorio donde me siento a salvo de la hostilidad que me rodea. Me reconforta el olor añejo de los libros amontonados en las estanterías llenas de polvo, los vinilos de los setenta apilados en un rincón, las fotos enmarcadas en maderas nobles, los retratos de unos antepasados que no son míos, sino de Claudia y su padre, los bártulos que compramos durante tantos viajes compartidos. Todo lo que existía en esta casa cuando todavía era un hogar parecía invulnerable y, sin embargo, me sucedió lo mismo que relata Stefan Zweig en su autobiografía: «Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese "no sé adónde ir" que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; solo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia». Zweig nació en el seno de una familia próspera, en un país y en un mundo burgués que parecía una sólida casa de piedra asentada sobre el principio de la duración y la seguridad, hasta que de pronto se abrió un abismo y la casa de piedra se desmoronó.

Es un despropósito compararme con un hombre que fue testigo de cómo el mundo se derrumbaba ante sus ojos, mientras soportaba una historia personal repleta de sucesos traumáticos. No pudo superar su propia desolación ni las desgracias a las que le sometió el destino. Por eso se quitó la vida. Es evidente que no fuimos testigos de los mismos acontecimientos, porque él se suicidó antes de que yo naciera, pero comparto profundamente su idea del tiempo. No puedo evitar que una parte significativa de mis recuerdos se mezclen con los suyos. Lo hago tan solo para reforzar el significado de algunas palabras como lástima, incertidumbre, desolación que, a estas alturas, he repetido tantas veces.

Es absurdo hacer previsiones para la vejez. No quiero que me pase lo que al pobre Leonard Cohen que, casi septuagenario, harto del mundanal ruido, se retiró dignamente a meditar en un monasterio budista. ¡Qué admirable! He aquí un ejemplo de desprendimiento, pensé, ojala algún día pueda seguir sus pasos. Leí con sumo interés sus teorías sobre el sosiego y la calma, el no-deseo, el abandono de cualquier anhelo para evitar el sufrimiento, la fusión con la naturaleza y el cosmos… y demás misticismos. Lo que nadie sabía es que pensaba regresar al mundanal ruido para disfrutar de una fortuna de trece millones de dólares acumulada, eso sí con todo merecimiento, que había confiado a su asesor financiero para que le sacara el máximo beneficio. Unos cuentan que, durante los cinco años que estuvo en el monasterio, tuvo una mala racha financiera que le dejó en la ruina. Las malas lenguas aseguran que su secretaria personal (antigua amante, que le acusó de ser un manirroto y un disoluto) y su abogado de toda la vida, metieron mano en la caja y dejaron drásticamente reducido su patrimonio. Se quedó en la ruina, es decir, con un discreto saldo de doscientos mil dólares, y de la paz del monasterio se fue directamente al juzgado de guardia para denunciar a los presuntos amigos que dilapidaron sus ahorros. No tuvo más remedio que regresar a la vida más prosaica. Firmó contratos y subió de nuevo a los escenarios. Cada vez que me deleito escuchando Suzanne, me acuerdo de su lastimosa historia. De nada le sirvió ser precavido.

Después de leer el desgarro que produce la melancolía cuando te empeñas en recuperar un tiempo que ya no existe, entiendo mejor por qué me resulta lastimoso recordar las timbas de póquer con jazz, Beefeater, J &B y ceniceros repletos de colillas. Era tal la humareda que nos impedía ver nítido el lado opuesto de la mesa que aún permanece con el tapete verde en la sala de juegos. ¡Qué doloroso evocar imágenes de aquel tiempo! Una fotografía, un perfume, la frase subrayada en un libro, la secuencia de una película. Los investigadores de la memoria han estudiado un fenómeno que produce el efecto reminiscencia en las personas que han cumplido el medio siglo y recuerdan con más nitidez la época de su juventud o la primera madurez que su historia inmediata.

A partir de los cincuenta tuve la sensación de que mi vida se aceleraba. Superar ampliamente la mitad del tiempo que me queda por vivir me produce una incómoda sensación de desamparo y fugacidad. ¿Qué he ganado a cambio de perder aptitudes físicas, dientes, memoria, agilidad, entusiasmo, capacidad de sorpresa y compañía? Si fuera sincera conmigo misma diría que solo arrugas, achaques y soledad. Si tuviera que responderle a mi hija le hablaría del conocimiento de la realidad, la experiencia, la madurez, la superación de obstáculos, la libertad, pero solo sería una verdad incompleta o una mentira piadosa. Me gustaría saber a ciencia cierta por qué estos presuntos logros, a pesar de los estragos que llevan implícitos, son lo suficientemente poderosos como para que nadie quiera volver atrás.

Ahora que estoy más cerca de los sesenta, los días vuelan y las noches solitarias transcurren con una lentitud insoportable. Me asaltan recuerdos pavorosos que me impiden dormir. El grito de dolor de mi padre cuando se cayó al suelo desde la cama del hospital donde estuvo internado y del que nunca salió vivo, las lágrimas de mi madre el día que me fui de casa, los aullidos de un perro apaleado que murió en mis brazos cuando era muy niña, la arcada que tuve cuando me obligaron en el campamento a tragarme la sopa sanguinolenta en la que se me había caído un diente de leche. Son fragmentos de segundos, destellos en la oscuridad que carecen de trama argumental y se precipitan con la lentitud de los granos de un reloj de arena. Abro los ojos, enciendo la luz, paseo por la habitación, elevo el volumen de la radio, bebo un vaso de agua, abro la nevera que me ha sido fiel durante treinta años, devoro un trozo de queso y regreso a la cama con la esperanza de que mi cuerpo caiga en un duermevela y, al fin, se rinda. A la mañana siguiente doy gracias al cielo por la dicha que me produce borrar esos recuerdos de mi memoria durante unas horas.

Amigos, enemigos

«Debo confesar que este despiadado proceso de defoliación me está afectando […]. Con otras palabras, no soy yo la que se retira, sino el mundo el que se desintegra».

HANNA ARENDT,

Entre amigas

M e gustaría prescindir definitivamente de los demás, pero soy incapaz. No puedo estar sola toda mi vida. Antiguamente la soledad gozaba de cierto prestigio. Ahora, al solitario se le considera una víctima. Y en cierto modo lo es. Resulta muy penoso no tener alguien con quien comentar las incidencias cotidianas y soportar el silencio de un teléfono o del timbre de una puerta. Cuesta trabajo reconocerlo y, sobre todo, pedir ayuda o dejarse caer por algún lugar donde aparentemente pasan inadvertidos. Me refiero a viajes organizados, actos culturales, conferencias, seminarios, talleres de escritura y demás recursos a los que echan mano mis viejos amigos solitarios.