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De pronto, aunque la música ya no sonaba, volvió a oír esa nota aguda en ambos oídos. Sintió miedo. El médico había dicho que mejor nada de alcohol y le había descrito las peores formas de acúfenos. Horrible. Algunas personas oían constantemente un tren que les atronaba en la cabeza.

Intentó no pensar en ello, pero en ese momento sintió prisa y quiso llegar lo antes posible a la cama.

Se enderezó y volvió la cara hacia la lluvia, que tras la absenta ya no era fría y húmeda, sino fresca y hormigueante.

Capítulo 2

A las siete, cuando sonó el despertador, le dolía todo el cuerpo, pero no se permitió quedarse tumbado ni un minuto. Se habría quedado dormido y no se habría despertado hasta una hora después.

Bajó las piernas de la cama, se tambaleó hasta el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. La alcachofa estaba llena de cal y el agua caía sobre su piel dividida en vastos chorros. Un par de veces había pensado en comprar un antical, pero siempre se le olvidaba.

Bajó la escalera con la bicicleta al hombro, abriéndose paso entre los niños que jugaban y gritaban por allí. Casi no recordaba el día anterior y sólo tenía un objetivo: llegar al despacho. Como a lo lejos, sabía que allí le aguardaba algo importante.

Todavía llovía cuando salió a la calle, y de repente recordó todo lo sucedido la noche anterior. Volvió a subir la bicicleta, se puso la gabardina y cogió un sombrero resistente al agua. Fue a buscar su coche al puerto y condujo hacia el puesto de la Guardia Civil.

Aunque llegó media hora antes a la oficina, lo cierto es que no lograba concentrarse en nada. Su mirada se posó entonces en un viejo póster que había en la pared. La reproducción de un grabado de Goya. Hasta entonces no se había fijado en él. Su predecesor lo había olvidado allí, por lo visto, o simplemente lo había dejado colgado. «No se puede mirar», se leía debajo. El cuadro representaba a un pequeño grupo de personas desesperadas que se apretaban unas contra otras, arrodilladas, esperando la muerte. El pelotón de fusilamiento no se veía. Los fusiles equipados con bayonetas penetraban afilados por la derecha del cuadro, inhumanos e implacables. Todas las líneas seguían la dirección de los disparos, la misma en que caerían como trigo segado aquellos pobres cuando estallase la salva, un segundo después.

Costa se preguntaba quiénes serían esas personas y quiénes sus asesinos. Eran gente sencilla, gente de pueblo cuyas discretas vidas terminarían en ese momento con una muerte brutal, deliberada y sin rostro. Morirían sin heroicidad ni honor, y en su forma de perecer había algo contradictorio, igual que en muchos de los casos de Costa.

El grabado formaba parte de su día a día, pero en ese momento sintió la obscenidad de la matanza. El mismo sentimiento que lo había invadido la noche anterior al ver a Ingrid Scholl asesinada. Sin embargo, había algo más, algo que lo involucraba a él personalmente, como si fuese culpa suya. Casi como si en una vida anterior hubiese estado del lado de los criminales o de los soldados.

No era fácil desentrañar a primera vista la escena del grabado. Podía ser cualquier lugar: Polonia, Rusia o Croacia antes de 1945; podía ser My Lai, Bosnia, Afganistán o África. Pero justo entonces lo recordó: eran fusiles franceses y se trataba de la guerra de la Independencia española, de 1808 a 1814, la primera guerra de partisanos, la primera «guerra del pueblo» de la historia moderna, que también fue la primera de las guerras civiles modernas españolas. La torturada población la hizo estallar en Madrid con un levantamiento. Goya había retratado los horrores de esa guerra que no había llevado libertad a la población, sino tan sólo más represión. La muerte de las víctimas de ambos lados había sido la misma: bayonetas que atravesaban corazones, gargantas y ojos.

Costa se puso a buscar una caja de aspirinas. Estaba seguro de que había guardado una por allí, pero no era capaz de encontrarla. Se enfureció tanto que acercó incluso una silla para revolver también en el compartimento superior del armario.

Se oyeron unos golpes y Elena Navarro asomó la cabeza por la puerta.

– No las encuentro -dijo él con voz angustiada.

– Estamos esperando -repuso ella, y cerró la puerta al entrar.

Costa soltó un reniego y lo dejó correr.

– ¿Qué estáis esperando? -refunfuñó, y justo entonces se le cayó un archivador que aterrizó de canto sobre su pie.

Cuando entró cojeando en la sala de reuniones, todos estaban sentados ya a la mesa, con el enorme termo de El Obispo en el centro.

Costa preguntó quién podía resumirle los hechos. El Surfista soltó una risa breve, alzó el bolígrafo con el que estaba jugueteando y empezó a enumerar precisa y sucintamente los datos fundamentales, utilizando el boli para enfatizar cada uno de ellos.

Cuando no estaba haciendo surf, según le había explicado alguien a Costa, el chico pasaba su tiempo libre en las discotecas. Seguro que el sábado acabaría en alguna de las fiestas de final de temporada.

El Surfista interrumpió su exposición cuando Costa recibió una llamada en el móvil. El comandante exigía que se le mantuviera al tanto de la investigación mediante informes puntuales y detallados. También quería que no se filtrara a la prensa ningún tipo de información.

– Un hecho tan espantoso puede desacreditar a la isla, y me parece que deberíamos tomarnos como un aviso la caída en picado del turismo después del once de septiembre, sobre todo porque hasta ahora no nos ha afectado. Tener un cadáver es una cosa, pero aumentar el miedo y el rechazo entre el público general a través de los medios es otra muy distinta.

Costa estuvo de acuerdo y prometió mantenerlo al corriente en todo momento.

Estaba encantado con la orden de no informar a la prensa. Así, al menos tendría un pretexto que darle a Karin.

Lo que no podía decirle era que la orden no había llegado hasta entonces, y que después de haber cenado juntos simplemente no había sido capaz de llamarla para hablarle del asesinato.

El Surfista retomó su informe. Había cogido un vaso del apartamento de Franziska Haitinger y la noche anterior ya lo había examinado en el laboratorio en busca de huellas. Costa entrecerró los ojos para mirar con más detenimiento a su joven compañero: ¿había alargado un poco la frase y se había puesto a sonreír? El capitán se frotó la cara. Seguro que lo había imaginado. El Surfista también había examinado las huellas dactilares de los espetones y las había comparado con las de Franziska Haitinger. Alzó la cabeza, los fue mirando significativamente uno a uno, hizo una pausa. Costa empezaba a exasperarse. Si había descubierto algo interesante, también se darían cuenta sin tantas pausas ni sonrisitas.

– Eran idénticas -concluyó El Surfista, triunfante.

Y dejó resbalar un poco el bolígrafo entre sus dedos, de modo que golpeó contra la madera de la mesa y produjo un sonido sordo.

– ¿Quieres decir que Haitinger ensartó a su vecina? -preguntó El Obispo.

– Eso es lo que parece -repuso El Surfista.

Costa no era capaz de imaginar algo así.

– Los hechos son importantes -dijo-, pero no debemos dejarnos hipnotizar por ellos. Tenemos que contemplar también otras posibilidades.

– ¿Cuáles? -preguntó El Surfista con frialdad.

– Puede que simplemente tuviera los espetones en la mano.

– ¿Quieres decir que el asesino ensartó a Scholl con esos pinchos y después fue a ver a Haitinger y le dijo que, por favor, se los aguantara un momento?

Costa no podía mostrar su descontento en ese momento, sobre todo cuando estaba claro que su interlocutor tenía todos los argumentos de su parte.

– ¿Vosotros qué creéis? -les preguntó a los demás.

El Obispo vaciló.

– Mi intuición me dice que una mujer no hace algo así. Por otro lado, no hemos encontrado señales de allanamiento. Scholl tuvo que abrirle la puerta al asesino, pero ¿le abriría la puerta a un desconocido, y de noche?