Se echó hacia atrás su pelo castaño, que ahora llevaba largo y suelto, extendió los brazos y giró una vez sobre sí misma.
Les dedicó una sonrisa a los demás pasajeros, queriendo expresar con ello lo mucho que le gustaba la gente. «Esto es nuevo en ella», pensó Costa.
– También he cambiado mi testamento, voy a dejárselo todo a mis hijos.
Ni una palabra sobre el doctor Schönbach. En poco tiempo había conseguido darle la vuelta completamente a su vida. Cuando llegaron sus maletas, se despidió de Costa con una sonrisa.
– Seguro que volvemos a vernos.
Costa asintió.
Al salir del edificio del aeropuerto, el capitán parpadeó por el sol, contempló un momento el molino blanco que había al otro lado del aparcamiento y que siempre le recordaba ridículamente a Don Quijote, y vio lo último que habría esperado… ¡a Karin! Estaba junto a su coche y se le acercó con una sonrisa y los brazos abiertos como hacía siempre su madre, a quien imitaba.
– ¡Bienvenido a casa! -También una cita de su madre, pero le llegó al corazón.
¿Cómo sabía cuándo llegaba? Karin había llamado a su despacho y había conseguido hablar con El Obispo. Había ido a buscarlo para invitarlo personalmente al Elephante a cenar para celebrar la publicación en el Stern de su espectacular artículo:
«La Bella y la Bestia. El célebre cirujano plástico que en realidad era un asesino en serie.»
Lo de la cena estuvo a punto de irse al traste. Su superior, don Andrés López Santander, lo llamó para que compareciera ante éclass="underline" quería que diera una ponencia ante toda la Guardia Civil sobre el tema del seminario de Bruselas, «Diligencias sumarias contra delincuentes». Costa se lo quedó mirando. López le sostuvo la mirada y dijo:
– ¡He oído decir que está usted en muy buena forma para su edad!
Costa pensó en cómo había caído Schönbach y asintió con gratitud. Después rechazó la oferta de hacer de ponente.
En lugar de eso, disfrutó de una relajada velada con Karin en el restaurante, donde volvió a atenderles la francesa del «FUCK ME».
Después de cenar, Karin lo llevó a su casa, lo arrastró hasta el dormitorio, lo desvistió y se tumbó junto a él. Costa se quedó dormido en sus brazos, reposando su dolorida nariz en el hombro de ella. Su desesperación se esfumó, su odio desapareció y la soledad se convirtió en una palabra de un idioma desconocido.
A la mañana siguiente, cuando despertó, se sentía como un niño en vacaciones. Su olfato percibió el aroma del café. Todos sus sentidos se intensificaron, el amor llegaba flotando desde la cocina para descender sobre él mientras se hacían las tostadas.
La mesa del desayuno estaba preparada en el balcón, y Karin había puesto canciones mexicanas de Linda Ronstedt. El cielo estaba azul y un pájaro aleteaba sobre la barandilla. Karin llevaba un albornoz de un amarillo intenso. Sus ojos relucían como las trompetas de los mariachis.
¡Y cómo se movía! Parecía que el tiempo que regía la vida de él no pudiera atraparla.
Era ella la que escogía a su amante, Costa ya lo había aprendido. Ella decidía. Eso le había gustado desde el principio, pero al mismo tiempo sufría por ello. Ya sentía celos de aquel al que escogiera después de él.
¿Por qué lo había abandonado Karin? ¿Acaso no la entendía? ¿Le había dado demasiado poco? ¿Qué le había dado? Ternura y deseo ocasionales, regalos sorprendentes, felicidad espontánea. Pero después siempre había regresado al bien demarcado territorio de sus leyes y sus reglas. A ese reino de las ideas fijas, de la cacería y de la muerte. Hasta allí no había podido llevársela consigo. A ese desierto de desprecio y locura. Ese vertedero del final del camino. La gran montaña de basura, traición y odio que su equipo y él sobrevolaban a diario. Buitres de la podredumbre, como en las pinturas de Goya. ¿Por qué le resultaba tan difícil pasar al otro lado, donde aguardaban la cotidianeidad, la ternura y el amor? A lo mejor huía de la mediocridad, de la monotonía y de la banalidad. A lo mejor amaba a las mujeres precisamente porque eran fuertes en lo cotidiano. «Pathos del hombre medio», lo había llamado una vez la psicóloga de la policía en Hamburgo durante una conversación sobre sus problemas con Sabine.
– Tendría que haber aceptado el trabajo de mi tío -dijo Costa.
– No me cantes ahora la canción del tendría que -dijo ella-. Es demasiado tarde. Hace tiempo que te he dejado.
Costa se levantó, la rodeó con los brazos desde atrás y le susurró al oído:
– Sí, es verdad. No tendría que haberlo olvidado.
Pasó un descapotable cuyos altavoces hicieron retumbar toda la calle con la melodía de Purple Rain.
Burkhard Driest
Burkhard Driest nació en Stettin en 1939, una ciudad que ahora pertenece a Polonia pero que entonces era alemana. Desde 2001 está establecido en Ibiza, donde ha encontrado el lugar perfecto para escribir sus novelas policíacas ambientadas en la isla y protagonizadas por el inspector ibicenco Toni Costa.
polifacético artista, músico y escritor: ha sido actor con Peckinpah (La cruz de hierro), guionista con Fassbinder (Querelle) y director (Annas Mutter). Tocó la batería en un grupo y leyó Querelle de Brest, de Jean Genet, en la cárcel. Había robado un banco. Su experiencia en prisión le sirvió para escribir el guión de El embrutecimiento de Franz Blum.