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Elena Navarro puso cara de dudarlo.

– ¿Habría pasado un desconocido las medidas de seguridad de Vista Mar?

– En un caso tan brutal, las intuiciones normales no nos sirven de nada -dijo El Surfista, aprovechando esa duda-. En el laboratorio todavía están comparando los grupos sanguíneos. Si la sangre que tenía en las manos también es la de su vecina… lo cual es muy probable, ya que ella no tenía ninguna herida… habrá que inferir que estuvo presente en el crimen.

Costa se resistía ante esa idea. Le parecía demasiado simple, y al mismo tiempo demasiado absurda. La experiencia le había enseñado que nunca había que abalanzarse tan pronto sobre una conclusión que se ofrecía de una forma tan evidente. Por otro lado, reconocía que sólo podía enfrentarse con su intuición a los argumentos de su compañero. No era mucho. A lo mejor lo que pasaba era que ese Surfista no le caía bien, y ya está.

– ¿Tú qué dices, Elena?

– No ha sido ella.

Su voto fue claro y contundente.

El Surfista sonrió. Desde el principio había tenido la desvergüenza de comentarle a Costa que una mujer no pintaba nada en un equipo como el suyo. De todas formas, no era el único que tenía esa opinión; El Obispo se había limitado a sacudir la cabeza cuando Costa le había comunicado su decisión de incluir a Elena Navarro. Había hecho un gesto con la mano como queriendo decir: «Si te mueres de ganas…», pero se notaba que le parecía una gran equivocación.

Las votaciones iban tres a uno a favor de la culpabilidad del gran desconocido y en contra de Haitinger.

– Bueno -dijo Costa-, de todas formas voy a llamar al fiscal para que nos prepare una orden de arresto contra Franziska Haitinger. Mientras tanto iremos a Vista Mar e interrogaremos a los residentes. Tenemos que descubrir qué hizo Scholl durante todo el día de ayer. Hay que averiguar quiénes eran sus amigos y formarnos una idea de su vida mediante las declaraciones y las pruebas de que disponemos. Necesitamos un estudio lo más detallado posible sobre la formación de la víctima, su trayectoria vital, amigos, restaurantes, costumbres. ¿Quiénes son sus herederos? En la investigación debemos tener presentes muchas posibilidades y liberarnos de ciertos patrones de pensamiento. Existen estudios criminalísticos que afirman que el veneno es el arma homicida preferida por las mujeres. Sin embargo, basarse en que una víctima envenenada sólo puede haber sido asesinada por una mujer es tan erróneo como suponer que una mujer jamás podría asesinar con un hacha o unos pinchos para la carne. Esos prejuicios pueden conllevar que un inocente acabe entre rejas de por vida. Con ello no sólo habría fracasado nuestro esfuerzo por encontrar la verdad y hacer justicia, sino que nosotros mismos acabaríamos siendo unos criminales que han destrozado una vida. La principal razón por la que os he escogido es porque tengo la impresión de que compartís esa filosofía.

No le había pasado por alto que cada vez hablaba con más furia, quizá para recuperar su autoridad y aplacar la ira que sentía hacia El Surfista. Éste abandonó su sonrisa engreída. El Obispo bostezaba. Sólo Elena Navarro lo escuchaba con frialdad y profesionalidad.

– A ver lo lejos que llegamos en tres horas. Sea como sea, a eso de las dos volveremos a reunirnos aquí.

Se levantó y salió de la sala. Tenía claro que los estaba presionando, pero, mientras marcaba el número del fiscal para comunicarle que necesitaban una orden de arresto contra la señora Haitinger, pensó que tampoco les vendría mal que los azuzaran un poco.

Fue a buscar su coche y condujo hacia Santa Eulalia. El cielo estaba de un marrón rojizo, seguía lloviendo. Por un momento pensó en llamar a Karin. No sabía por qué, pero sentía necesidad de consuelo. De todas formas, enseguida cambió de idea.

Poco antes de torcer hacia Siesta recibió una llamada del laboratorio para informarle de que los restos de sangre de las manos de Franziska Haitinger eran idénticos a la de Ingrid Scholl. Costa sintió una ligera presión en el estómago. «Será por esa maldita absenta», pensó.

No muy lejos de allí quedaba la finca de su abuela Josefa, en la que tantas veces había jugado de niño. El terreno estaba vallado y ahora se encontraba en venta. Cuando hubiera terminado en Vista Mar, se acercaría hasta allí a escuchar la lluvia dentro del coche.

Aparcó en el garaje subterráneo del bloque de pisos y lo inspeccionó con tranquilidad. Las plazas estaban señalizadas con los números de cada apartamento, de modo que era fácil ver a quién pertenecía cada coche. La 402, la plaza de la víctima, estaba vacía. ¿Nadie se había fijado? En la plaza de Franziska Haitinger había un Suzuki todoterreno blanco con matrícula española.

Costa subió en el ascensor hasta el cuarto piso y llamó al timbre de la señora Haitinger. No se oía nada. Lo intentó de nuevo varias veces mientras daba también golpes en la puerta. Llamó al conserje por el móvil y le pidió que subiera con la llave maestra. Cuando llegó el hombre, el capitán le preguntó por el coche de la víctima, y él respondió que tenía un Mercedes todoterreno negro, pero que no tenía ni idea de dónde podía haberlo aparcado.

Costa le dio las gracias, lo despachó enseguida y entró en el apartamento.

El piso tenía más o menos la misma distribución que el de la víctima, pero estaba mejor decorado, para el gusto de Costa. Había muchos libros y agradables rincones de lectura. Bajo el gran ventanal había un sillón, junto a otra butaca había una mesa auxiliar y una lámpara de lectura.

Costa abrió la puerta del dormitorio. Franziska Haitinger estaba tumbada boca arriba en la cama y respiraba regular y profundamente. Llevaba puesta la misma ropa del día anterior. No se movía, así que él decidió aprovechar para realizar un rápido registro del apartamento.

El armario ropero no estaba tan lleno como el de su vecina asesinada, en el que no cabía ni una falda más. También allí había una caja fuerte de la misma marca. Costa pensó en ir a buscar a El Obispo para que la abriera, pero enseguida desestimó la idea. Primero quería hablar con la mujer.

En la mesita de noche, junto a los omnipresentes libros, vio también medicamentos. Echó un vistazo a las cajas de pastillas. En una decía «Lanirapid» y en la otra «Sintrom»; lo anotó todo.

En el escritorio encontró un clasificador con recortes de artículos de periódico que hablaban de asesinatos sin resolver. En la estantería vio un volumen fuera de su sitio, atravesado sobre los demás. Era un libro de divulgación titulado El asesinato perfecto. Lo dejó en la entrada junto con el clasificador de documentos para llevárselos después. Echó un vistazo más en la cocina y abrió los cajones, pero no encontró ningún espetón para carne.

Después volvió al dormitorio y se inclinó sobre Franziska Haitinger. Seguía dormida. Todavía tenía manchas de sangre de sus manos. Sangre de la muerta. ¿Sangre de su víctima?

Le tocó un hombro. Nada. Después la asió y la zarandeó un poco. Tuvo que repetir varias veces la operación hasta que la mujer abrió los ojos.

– Señora Haitinger, tengo que hablar con usted -lo dijo con suavidad pero con insistencia.

Ella sacó los brazos de debajo de la colcha y lo rechazó con las manos. Todavía estaban embadurnadas de sangre, o sea que no se había despertado por la noche y aún no se había visto en el espejo.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es usted? -preguntó con voz lenta y pesada.

– Me llamo Costa. Soy de la Guardia Civil. Ayer le administraron dos tranquilizantes y seguramente todavía le dura el efecto.

Le propuso preparar un café fuerte mientras ella se levantaba y se arreglaba un poco.

En la cocina encontró una cafetera exprés y la preparó para hacer uno triple. Abrió la nevera y vio que dentro había un bote de mermelada de fresa, un trozo de Gouda, un bote de olivas y un par de cosas más. Mientras el café caía en la taza, miró por la ventana. Hacía ya casi doce horas que llovía sin parar. El agua de los estanques de baldosas azules de la fuente que subía la pendiente en escalones presentaba un color violeta turbio.