Выбрать главу

– Habría que comprobar si tiene una relación con ese doctor Schönbach -dijo El Surfista.

– ¿Se ha encontrado testamento en casa de Scholl? -preguntó Costa.

Todos se miraron y sacudieron la cabeza. Costa comentó que habría que tenerlo en cuenta; los demás tomaron nota.

Entonces El Surfista explicó que por fin se había informado sobre qué era exactamente Vista Mar. Le preguntó a Elena si sabía que el centro de belleza Vista Mar era el más recomendado en todas las clínicas de cirugía estética de Europa. Ella negó con la cabeza. El Surfista rió y leyó un prospecto que había traído consigo.

– El complejo de bienestar de cinco estrellas está concebido como un hotel de lujo, pequeño pero elegante, con una residencia anexa para la tercera edad de ambiente cálido y agradable. Los últimos estándares en equipamiento y técnica. -Le dirigió una mirada maliciosa a El Obispo-. Salvo por las cajas fuertes, que cualquier picoleto con unos mínimos conocimientos técnicos puede abrir. -El Obispo iba a decir algo, pero El Surfista fue más rápido y prosiguió con exagerado énfasis-: La variedad de la oferta del centro de belleza va desde el fin de semana de bienestar «Instant Beauty», pasando por liftings faciales y masajes antiestrés con hierbas curativas ibicencas, hasta drenajes linfáticos con aparatos para todo el cuerpo. Se recomienda especialmente -los miró a todos, divertido- el masaje de reflexoterapia con acupuntura ocular final. O el peeling visual de pincho con parafina de extracto de albaricoque.

Todos rieron. Costa consultó su reloj, pero El Surfista ya había tomado impulso y había sacado otro prospecto con fotos a todo color.

– «Situados en un emplazamiento privilegiado, a ocho minutos a pie de la playa y rodeados de bosques de pino, ofrecemos apartamentos de lujo con servicio para la tercera edad desde trescientos cuatro mil marcos alemanes.»

– Prefiero una casita barata en el barrio gitano -dijo Elena.

– Las uvas están verdes, ¿no? -dijo El Surfista con una sonrisa.

Costa sabía que aún tenían una prolongada jornada por delante y lo apresuró para que terminara ya con su informe.

El conserje le había explicado a El Surfista las medidas de seguridad que protegían a los residentes. Los apartamentos estaban equipados con alarmas, que, sin embargo, casi nunca estaban encendidas o no funcionaban. Su manejo era complicado. La entrada de vehículos sólo se abría con un código numérico que los residentes no podían comunicar a otras personas. El mismo código de la verja del garaje bloqueaba también la entrada del edificio. Las puertas de los apartamentos tenían cerraduras de seguridad individuales.

– El dispositivo de casa de la señora Haitinger funciona. También el de la casa de la víctima. Además, ahora que caigo -añadió El Surfista-, ese doctor Schönbach que menciona el testamento de Haitinger podría ser el mismo especialista en cirugía estética de Munich que resulta ser el principal proveedor, por así decir, de Vista Mar. Dicen que es un cirujano bastante conocido y que envía a sus pacientes aquí después de las operaciones para que se recuperen. Así pueden decir que las vacaciones en Ibiza los han rejuvenecido y embellecido. En cuanto llegan, el doctor Hórlander, el gerente, los manda directos a esos maravillosos apartamentos. Naturalmente, se lleva una comisión si compran. Es posible que el cirujano esté implicado en todo ello. En cualquier caso, la adinerada clientela tiene mucho valor, y por eso todo el complejo cuenta con un estándar de seguridad bastante elevado. También tienen línea directa con la policía.

Costa preguntó si el conserje, que podía vigilar por videocámara la entrada de vehículos, la puerta principal y la del garaje, había visto algo extraño. El Surfista dijo que no.

Entre el resto de información que poseía se encontraban los datos personales de la señora Haitinger. Tenía cuarenta y nueve años e, igual que a Ingrid Scholl, la trataba la doctora Kirsten Sperl.

– ¿Cuándo redactó el testamento? -le preguntó Costa a El Obispo, que lo consultó.

– El sábado ocho de noviembre de mil novecientos noventa y siete.

Costa lo anotó todo y le pidió después a Elena su informe, pero El Surfista los interrumpió enseguida porque había olvidado mencionar que el doctor Torres todavía no había terminado con su dictamen. Había descubierto unas tenues marcas de estrangulamiento en el cuello, había enviado las porciones de piel correspondientes al Instituto de Medicina Forense de Barcelona y no tendría los resultados hasta el viernes.

Elena, con su natural tranquilo y profesional, expuso lo que había descubierto hablando con los residentes, en especial con una tal Lieselotte Mahler, una pensionista de setenta y seis años que vivía en Vista Mar desde el otoño de 1996. Había comprado el apartamento con su marido, que murió un año después. Tras la muerte de éste, se había hecho amiga de El Trío, como llamaba a Ingrid Scholl, Franziska Haitinger y Erika Brendel. Las tres eran inseparables y siempre lo hacían todo juntas. La mujer había descrito a la señora Scholl como una mujer muy resuelta que parecía más joven de lo que era. Muy rica, sí, pero tacaña hasta más no poder. Era de las que en las virtudes de los demás enseguida veía sus propios defectos. Sin embargo, la señora Scholl siempre había cuidado mucho de Erika Brendel. Por lo visto porque no tenía marido. La señora Mahler creía imposible que Franziska Haitinger fuera capaz de cometer un acto violento, mientras que con Erika Brendel no se había mostrado tan segura en ese punto, si bien no era capaz de imaginar semejante ingratitud, había dicho. A la señora Haitinger la consideraba demasiado débil para hacer algo así.

Se basaba en el hecho de que, si no, nunca se habría liado con ese joven que le había vendido el ordenador. Estaba segura de que ese chico sólo había querido utilizarla. Después la dejó plantada. La señora Haitinger había sufrido mucho con eso. Elena había descubierto, entretanto, de quién se trataba. Era el dueño de una tienda de ordenadores de Santa Eulalia, Compu-World, y se llamaba Wolfgang Krebs. De treinta y cuatro años.

Elena tenía pensado ir a tomarle declaración en los próximos días.

– Mejor haría yendo a Privilege a ligarse a alguna -masculló El Surfista.

Elena le había preguntado a la señora Mahler algo más sobre Erika Brendel. La mujer decía que le gustaba mucho socializar con los veraneantes. La noche del asesinato había estado en Mallorca, visitando a su hijo, que no iba nunca a verla a Ibiza porque no quería saber nada de ella. Una vez había tenido un accidente por conducir borracho. Había quedado tan desfigurado que nadie podía reconocerlo, pero el cirujano Scbónbach lo había recompuesto. Para personas tan ricas como Erika Brendel ya no existía ni la muerte, había añadido al final la señora Mahler con mordacidad.

Elena la describió como excéntrica, pero fidedigna como testigo.

El conserje había confirmado que Erika Brendel era la mejor amiga de la víctima. La había descrito como una mujer dicharachera, muy agradable y siempre de buen humor. Si había alguien que supiera algo de Ingrid Scholl, ésa era la señora Brendel, había dicho. Se conocían desde el colegio.