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Costa pidió el número de teléfono de Erika Brendel y Elena le dio el móvil que había anotado en su libreta.

– A lo mejor puede ayudarnos a avanzar -dijo Costa-. La llamaré ahora mismo. -Se levantó y fue hacia la puerta marcando ya el número en su móvil-. Salgo un momento, mientras tanto podéis ir poniéndolo todo en común.

Cuando volvió a entrar, informó de que la mujer todavía no sabía nada de la muerte de su amiga y que llegaba en el vuelo de Iberia de las tres y cinco. Había accedido a que Costa fuera a buscarla y la acompañara a casa. Él no le había dicho nada de la muerte de Ingrid Scholl.

Le pidió a Elena Navarro que empezara con el interrogatorio de Franziska Haitinger hasta que él hubiera acabado con la señora Brendel. Le aconsejó que antes hojeara un poco El asesinato perfecto y que se mirara la colección de artículos de periódico sobre crímenes que habían encontrado en casa de Haitinger.

El Surfista recreó una vez más la posible utilización que se había hecho de las armas del crimen. El espetón del ojo derecho llevaba la huella del pulgar derecho, y el de la izquierda, la del pulgar izquierdo. Así pues, el asesino debía de haberla atacado como en una corrida de toros, con los dos espetones a la vez, Costa vio entonces con claridad que la señora Haitinger no había podido estar de pie frente a Ingrid Scholl en el momento del ataque. El Obispo no lo entendió al principio, pero El Surfista le explicó que con la mano derecha se ataca al ojo izquierdo. De modo que Haitinger tendría que haber estrangulado primero a Scholl hasta dejarla inconsciente y hacerla caer, y luego haberse inclinado sobre ella desde detrás para clavarle los dos pinchos a la vez en el cráneo.

– ¿No es eso un poco improbable? -preguntó Costa.

– ¿Y cuál pudo ser su motivo? -preguntó El Obispo.

– El odio -dijo El Surfista con sequedad.

– Vale -repuso Costa-, veremos qué sacamos del interrogatorio de Haitinger y qué nos dice Brendel. Propongo que volvamos a encontrarnos aquí a las ocho.

El Obispo y El Surfista no se alegraron precisamente, pero tampoco se atrevieron a rechistar.

Capítulo 3

La lluvia roja lo había teñido todo. Las lunas del coche estaban manchadas de marrón, y el cielo era de un rojo herrumbre entreverado de franjas ocres y granates. A Costa se le antojó un decorado sangriento para el terrible asesinato.

Al llegar al aeropuerto, ocupó el carril de los taxis y aparcó directamente frente al vestíbulo de llegadas.

En el monitor vio que el avión de Palma ya había aterrizado. Se colocó junto a la barandilla que separaba a los viajeros de quienes iban a recibirlos y sacó una hoja blanca en la que había escrito «Brendel». Mientras esperaba, vio a un padre que saludaba a sus dos hijos, que salieron corriendo mientras su madre seguramente seguía esperando las maletas. Se trataba de un niño y una niña, los dos más o menos de las edades de los hijos de Costa. Alexander tenía ocho años y Annalena, seis.

La niña corrió hacia su padre y se abalanzó sobre él para saludarlo, mientras que el niño se le acercó despacio y con cautela, mirando aquí y allá. Costa sintió curiosidad por ver la reacción del hombre, que estaba en cuclillas, esperando a su hijo. Al final alargó ambas manos hacia él, a lo que el niño, no obstante, no reaccionó. El padre le dejó hacer y se defendió suavemente con la mano izquierda de un segundo ataque de la niña para darle a su hijo la oportunidad de saludarlo. Al final, el muchacho se le arrimó con cariño.

Costa había vivido muchas veces esa misma escena con sus propios hijos. Annalena era igual de impetuosa que esa pequeña, y Alexander igual de tímido que aquel niño. De pronto se sintió alegre y con el corazón contento.

Oyó una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Se volvió y se encontró con una mujer de pelo muy rubio que lo miraba con unos ojos azules, grandes y resplandecientes. A Costa le desconcertó la contradicción entre su aspecto juvenil y sus sesenta años.

– ¿Capitán Costa?

Costa asintió y ella se puso a parlotear sobre la suerte que había tenido de que alguien la hubiera ido a buscar con ese tiempo de mil demonios. El capitán se ofreció a llevarle la maleta y propuso que fueran hacia el coche. Ella preguntó si era de la policía alemana, y Costa, que había recuperado la nacionalidad española hacía apenas tres meses, le dijo que no, pero que su madre era alemana, y le ofreció una gabardina.

Cuando la mujer se sentó en el coche junto a él, quiso saber antes que nada por qué tenía el honor de que la escoltara un agente.

Costa, que todavía no había puesto el coche en marcha, se volvió hacia ella para poder observar su reacción.

– Su amiga Ingrid Scholl ha muerto.

La mujer se lo quedó mirando como si le hubiera contado un chiste macabro.

– ¿Cómo que… ha muerto?

Él tenía experiencia en esas situaciones y sabía que nunca se podía predecir cómo reaccionarían los amigos y familiares de la víctima de un asesinato, pero era importante apoyarlos con una actitud tranquila. Simplemente estar ahí y compartir su dolor. Hablar mucho no servía de nada. Al menos hasta que hubieran superado el primer golpe.

La mujer se lo quedó mirando con unos ojos aún más grandes que antes. Su rostro se tensó, y Costa casi creyó que estaba a punto de ponerse a gritar. La piel de debajo de sus ojos era fina, le temblaban pequeñas arrugas. De pronto relajó la cara y las lágrimas le cayeron por las mejillas. No sollozaba, las lágrimas simplemente caían. Costa pensó que a lo mejor era la expresión de un amor profundo, sencillo.

– ¿Conocía muy bien a Ingrid Scholl? -lo dijo en voz baja y se preparó para mantener esa conversación allí, en el aparcamiento.

La mujer asintió, en ese momento parecía una muchacha tímida.

– ¿Cuántos años tenía?

– Todavía no se sentía mayor.

Tardó un rato en responder.

– ¿Cuándo nació?

– Las dos cumplimos años casi el mismo día. Ella es sólo cinco años mayor.

Empezó a sollozar, aunque apenas si se la oía, porque la lluvia repicaba con fuerza contra el techo del coche.

– ¿Se conocían desde hace mucho?

– Desde el colegio -dijo casi sin voz-. Éramos como gemelas.

A Costa le pareció que a ella le ayudaba hablar de su amiga muerta.

– ¿Qué clase de persona era?

– Cariñosa y bonita.

Entonces sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas.

– ¿Tenía alguna profesión?

– Al salir del colegio trabajó en varias cosas. Y después tuvo esa empresa de informática, con su marido.

Se puso el pañuelo sobre los ojos y apretó con ambas manos. Cuando las bajó de nuevo, Costa le preguntó si todavía tenía la empresa.

– Un día se retiró. Cuando todavía nadie pensaba en retirarse.

– ¿Y se vino aquí?

– Sí. En esta isla poco a poco consiguió alejarse de todo. Se alejó de toda la porquería sin sucumbir al vértigo insular.

Su voz volvía a ser firme, y Costa pensó en continuar con las preguntas mientras regresaban a la ciudad. Aún quería tomarle declaración a Franziska Haitinger antes de que se la llevaran a la cárcel. Se reclinó en el asiento.

– ¿Qué hacían las dos aquí?

– Habíamos vuelto a empezar desde cero, como de jóvenes. Aún seguíamos enamoradas de la vida. -Volvió a sollozar, y Costa, que ya iba a poner el coche en marcha, detuvo el movimiento de su mano-. Podíamos hablar de todo, de hombres, de sus amoríos, de todo.

Fuera, dos chicas corrieron torpemente hacia un coche. La lluvia había teñido de rojo sus blusas blancas y ellas sostenían una bolsa de viaje por encima de sus cabezas.

– Todavía era muy atractiva.

Le dirigió una mirada de inseguridad a Costa, como si quisiera asegurarse de que la creía.

Él asintió con aquiescencia, y eso la alegró. Costa se dio cuenta de que así le resultaba más fácil continuar.