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– Los hombres todavía se enamoraban perdidamente de ella. Detrás de Vista Mar hay una terraza, allí nos gustaba sentarnos a las dos con una botella de Rioja. En el banco que hay bajo el viejo olivo. Mirando al mar. -Miró a lo lejos, como si también en ese momento pudiera ver las olas.

– ¿Estuvieron allí ayer?

– No, anteayer. Ayer estuvimos en el Mesón Sidrería del puerto deportivo.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediodía. Estuvimos allí desde las doce hasta las dos.

– ¿Usted y la señora Scholl?

– Y Franzi. Franziska Haitinger.

– ¿Y qué hicieron después?

– Ingrid tenía una cita con la doctora, y Franzi y yo nos fuimos a casa en coche. A eso de las cuatro tomé un taxi para venir al aeropuerto, porque quería ir a ver a mi hijo a Palma por la tarde.

– ¿Qué doctora era ésa?

– La doctora Sperl. Esquina de Juan Tur y Puget, en Santa Eulalia.

– ¿La volvió a ver antes de la salida de su vuelo? ¿O hablaron por teléfono?

– No.

– ¿Tenía alguna otra cita esa tarde?

– Sí. A las siete y media, con Martina Kluge. Martina iba a leerle las runas.

– ¿Alguien más?

– No.

– ¿De qué hablaron en el Mesón Sidrería antes de despedirse?

– Del pasado, naturalmente. Como siempre. De cómo era entonces, antes de que viniéramos a Ibiza, y qué sueños teníamos.

Su voz se fue alejando poco a poco.

Costa puso el motor en marcha y se reclinó en el asiento, pero tuvo que parar y estirarse para limpiar el cristal empañado. «Qué asco de tiempo», pensó, malhumorado. Arrancó y salió poco a poco del aeropuerto.

– Y si volvíamos la mirada atrás, ¿qué es lo que habíamos conseguido? En el fondo, una buena cantidad de cosas.

Costa la miró brevemente. No parecía darse cuenta de la tormenta que caía. Estaba en otro mundo. No sonreía, pero los recuerdos le transmitían una serenidad casi beatífica.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, nuestra vida. La de Ingrid, también.

– ¿Cómo era? Me refiero a la vida de Ingrid Scholl.

Costa echó un vistazo hacia la derecha, a la ciudad, donde Torres seguramente estaría en el sótano de Medicina Forense, realizando la autopsia del cadáver de Ingrid Scholl.

– Era fascinante. No era una vida tranquila, era emocionante. Siempre le sucedían cosas que ella no buscaba, que simplemente llegaban. Como suele decirse: yo no busco, dejo que me encuentren. Eso decía ella siempre: «Yo no busco, dejo que me encuentren».

– ¿Cuándo nació usted?

La mujer no parecía haber oído la pregunta.

– ¿Quién la ha matado? -Su voz sonó de pronto dura y cortante.

Costa logró ocultar su sorpresa gracias a que, en ese mismo instante, el camión que tenían delante pasó por encima de un charco de la carretera y les salpicó de agua sucia todo el parabrisas.

– No lo sabemos. Por eso necesitamos su ayuda.

– ¿Cómo ha muerto?

– Por herida de arma blanca.

La mujer lo miró como si esperase más aclaraciones. Al ver que Costa no decía más, preguntó:

– ¿Qué arma?

– Unos pinchos para la carne de su cocina.

La señora Brendel gritó, pero enseguida se llevó una mano a la boca. Se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos antes de desplomarse en su asiento.

– No puede ser. Es inimaginable -susurró entonces.

– Clavados en los ojos -dijo Costa.

Había tomado la carretera de circunvalación y en ese momento dejó atrás la última rotonda para incorporarse a la carretera de Santa Eulalia.

– ¿Mantenía Ingrid Scholl una relación con alguien?

– ¿Una relación?

– Sí, una relación amorosa, una relación sexual con un hombre.

Costa lo dijo todo en un tono tranquilo y afable. Estaba acostumbrado a las reacciones exageradas de los testigos cercanos y los sospechosos.

– Quién sabe.

– ¿No lo sabe usted?

– Los hombres que duran no van con nosotras. Si no, no se marcharían diciendo: «Nunca más». Ningún hombre dura.

Costa miró a la izquierda y vio algunos coches que paraban en la fuente pública. Recordó que quería haber cargado los bidones de agua en el maletero para llenarlos allí. Veinte litros sólo costaban cien pesetas en esa fuente, mientras que en la tienda había que pagar mil doscientas.

– Pero estaba casada, ¿no?

– Sí, lo estuvo, y durante mucho tiempo, la verdad.

– ¿Cuándo se casó?

– Con veinticuatro años. Demasiado joven. No tenía ni idea de lo que significaba eso. Igual que yo.

– ¿Por qué lo hizo, entonces?

– Pensaba como una auténtica Virgo. Una vida ordenada y todo será como tiene que ser. Era un gran error. Los Virgo, por desgracia, atraen siempre a gente caótica. Con ellos nada es normal y corriente.

– ¿Cuándo nació usted?

Erika Brendel lo miró.

– En septiembre de mil novecientos cuarenta y uno, Virgo ascendente Virgo. De lo más horroroso. Un tormento.

– ¿E Ingrid Scholl?

– Virgo también. Los Virgo somos muy metódicos y ordenados -hablaba como si pronunciara un discurso-. Todo tiene que encajar. Siempre somos completamente sinceros. Por eso Ingrid le resultaba tan molesta a todo el mundo. Porque a nadie le gusta eso. Nadie quiere ver la paja en su propio ojo, ni que lo señalen a uno con el dedo. Eso estorba cuando se quiere llevar una vida relajada. Pero de ello se aprende. El Virgo aprende, intenta cambiar y lo logra.

– ¿Cuánto tiempo estuvo casada Ingrid Scholl?

– Treinta y tres años.

– ¿Cómo se llamaba su marido?

– Siegfried. Jung Siegfried. Aunque carecía de la fuerza de un Sigfrido.

– ¿Vive aún?

– En Colonia.

– ¿Tiene usted su dirección?

– No, gracias.

– ¿A qué se dedica?

– Es experto informático. Y también tuvo éxito con su empresa, gracias a Ingrid, porque era ella quien lo empujaba siempre. Si no, se habría quedado atascado en lo más bajo.

Su tono volvía a ser duro, aunque todavía le caían lágrimas por las mejillas. Por lo visto, era capaz de separar su agitación interior y sus palabras.

– ¿Lo empujaba? ¿En qué sentido?

– Siempre le señalaba el camino. Si no, probablemente él se habría pasado toda la vida en el ejército alemán. Le resultaba muy cómodo, pero a ella no le gustaba nada.

Costa podía entenderlo. También para él había sido en su momento una decisión difícil dejar el ejército. Allí todo estaba regulado, iodo estaba claro, todo era seguro.

La voz de la señora Brendel se había cargado de rabia. No le gustaba el marido de Ingrid, de eso no cabía duda. Esa rabia la estabilizó y ayudó a Costa a descubrir todo lo posible sobre la vida de la víctima. El asesino debía de acechar no muy lejos de esas mujeres, y tarde o temprano Costa vislumbraría sus contornos. Lo sabía por experiencia.

– ¿De modo que ella era más ambiciosa que él?

– Exacto. Para ella era importante, y creo que al final también él le estaba agradecido, porque llevaba la cabeza muy, muy alta, como si lo hubiera conseguido todo él sólito. Está claro que en el camino siempre hay alguien que se queda en la estacada, y al final ésa fue Ingrid, lógicamente.

Costa se preguntó si la mujer sería consciente de que, con sus declaraciones, estaba haciendo recaer muchas sospechas sobre el marido.

– Entonces, ¿pidió el divorcio?

– Sí.

– ¿Cómo había sido el matrimonio hasta ese momento?

– Al principio seguramente fue todo muy bonito. Se divertían mucho juntos. -Miró durante un rato por la ventana-. Ingrid, sin embargo, enseguida empezó a sentirse a disgusto; al casarse se había alejado de nuestro círculo de amistades, que para ella siempre había significado muchísimo. La informática de él era muy poco para ella, le resultaba demasiado árida y carente de fantasía. -Por un momento pareció perderse en el recuerdo-. Otra cosa que tampoco le gustaba era que él… corría detrás de todas las faldas. Ese fue otro de los motivos por los que se divorció después de más de treinta años. De la mañana a la noche ese hombre empezó a serle indiferente. Al principio había tenido una opinión muy distinta de él, ¡claro está! El gran fanfarrón, el arrogante que todo lo consigue. Pero después era ella la que tenía que encargarse de todo. Él no hacía más que quedarse ahí plantado, con su pipa en la boca, asintiendo con la cabeza. No contribuía en nada. Yo creo que Ingrid podía estar bien contenta de haberse librado finalmente de él.