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– ¿No tuvo problemas económicos después del divorcio?

– No. Tenía acciones de la empresa de informática y había heredado de sus padres la casa de Colonia.

– ¿Tenía hijos?

– No, hijos no.

– ¿Por qué no?

– No hubo tiempo. Salió así. Tenían que hacer una barbaridad de cosas si querían sacar la empresa adelante. No les quedó tiempo para pensar en nada más. Ni en hijos ni en ninguna otra cosa. De vez en cuando hacían unas vacaciones. Siempre al sur. A ella le gustaba. Le encantaban el sol y la gente alegre. Igual que a mí.

– ¿También vino a Ibiza de vacaciones?

– Vinimos juntas dos veces. Él no pudo. Por suerte, si quiere saber mi opinión. Suerte para él, ¡porque esto era una locura! Era la época de los hippies. Tipos interesantes con el pelo largo y fumados hasta arriba.

Costa volvió a dirigirle una mirada sondeadora. ¡Sonreía!

– ¿Trabajó todos esos años junto a él y luego se separaron?

– Después del divorcio, ella se dedicó a pasearse por todos los bares. Lo mismo me pasó a mí.

– ¿Cuántos años tenía entonces?

– Cincuenta y siete.

– ¿Y cómo fue la cosa? ¿Algún gran amor?

– No. Siempre era lo mismo: compartías una cerveza con alguien, te enamorabas perdidamente y al día siguiente todo había terminado. En los albores de la borrachera, una veía a los hombres maravillosos, pero luego llegaba otra vez el ocaso.

– ¿Tenía Ingrid más amigos aquí, aparte de usted?

– Nos tenía a Franziska y a mí.

– ¿A nadie más?

– Nadie. Bueno, en Colonia todavía tenía a Anke.

– Anke, ¿quién es Anke?

– Anke Vogt, trabajaba en la empresa de su marido como chica para todo.

– ¿De modo que ella podría explicarme más cosas sobre el ex marido de la víctima?

– Si alguien lo conoce, ésa es Anke.

Costa se lo apuntó.

– ¿Padecía Ingrid Scholl alguna enfermedad?

– Tenía algunos problemas con la tensión arterial.

– ¿Algún otro problema de salud? ¿Anterior, tal vez?

– Nada. Ingrid estaba en muy buena forma. Sólo se quedó un poco sensible desde la apoplejía.

– ¿Tuvo un ataque de apoplejía?

– Así es. Creo que en el noventa y uno. Siempre hablaba de ello. Fue muy curioso. ¡Se despertó en plena noche con el cuerpo dividido justo por la mitad! Un lado completamente dormido y el otro normal. Muy raro. No quisiera yo vivirlo. En el hospital le diagnosticaron un ataque de apoplejía. Estuvo allí tres semanas. Fui a verla todos los días.

– ¿Le quedaron secuelas permanentes?

– No tuvo que ir en silla de ruedas y tampoco sufrió alteraciones en el habla. Simplemente quedó algo más sensible, las enfermedades la atacaban más deprisa que antes. Por eso tenía que cuidarse más. Ya no podíamos pasarnos la noche entera en un bar. Eso, desde luego, era una desgracia.

– Pero sí que fumaba. Lo hemos corroborado en el registro del apartamento.

– Sí, en secreto, por así decir. A espaldas de los médicos.

– ¿Cuánto fumaba al día?

– Depende. A veces cinco, a veces quince, a veces ninguno. Dependía del ánimo.

– ¿Qué fumaba?

– Marlboro Light.

Ya habían llegado a la gran entrada de vehículos de Vista Mar. La mujer sacó el mando electrónico de su bolso y abrió. Ante ellos apareció la avenida de palmeras que llevaba hasta la puerta principal.

– ¿Tenía Ingrid Scholl enemigos?

– No, que yo sepa. Quizá su marido. Pero ¿seguirá contando como enemigo? Ella siempre se llevó bien con todo el mundo. Siempre tenía una opinión positiva de la gente.

Costa conducía a velocidad de paso. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado a otro.

– ¿Cree usted que alguien conocido por Ingrid Scholl o de su entorno más cercano haya podido atentar contra su vida?

– Eso es absolutamente inconcebible. Tiene que haber sido un extraño.

– ¿Qué relación tenía con Franziska Haitinger?

– ¿Adónde quiere ir a parar?

– Franziska Haitinger fue una de las primeras personas que la vio muerta. El médico tuvo que administrarle ayer un fuerte calmante. Está tan conmocionada que no puede hablar. Por eso me gustaría preguntarle a usted un par de cosas más.

Detuvo el coche y se quedó callado. ¿Había dejado de llover por fin?

– No, no puede ser. Antes necesito estar sola un rato. Tengo que asimilar todo lo que me ha explicado usted.

¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Por qué se mostraba de repente tan reacia?

– ¿Y si vuelvo dentro de una hora?

– No, no, vuelva mañana. Antes tengo que recuperarme.

Abrió la puerta y bajó del coche. También él salió, para sacar la maleta del portaequipajes. La mujer se marchó sin despedirse.

Sí que había dejado de llover. Sólo el viento seguía arrancando gotas de las hojas de los árboles.

– Me gustaría mucho sacar a la señora Haitinger de la cárcel -exclamó Costa tras ella-. Para que pueda volver a casa. Y creo que su declaración me ayudaría mucho.

La mujer se volvió.

– ¿En la cárcel? ¿Qué dice? ¿Por qué está Franzi en la cárcel?

– Resulta que las pruebas señalan claramente en su dirección.

– ¿En qué dirección? ¿En dirección a Franzi? ¿Me está diciendo que ella ha matado a Ingeli? ¡No me lo creo! ¡No puede hablar usted en serio!

– En su casa encontramos un libro, El asesinato perfecto. ¿Lo conoce usted?

– ¡Esto es cada vez más descabellado! ¡Desaparezca de mi vista! ¡Déjeme en paz!

– ¿Cuándo puedo…?

– ¡No puede! ¡Váyase! ¡Largo de aquí!

Entró por la puerta, que se cerró de golpe tras ella.

Al volver al coche, Costa llamó a Elena Navarro, pero no pudo localizarla: había apagado el móvil. Sí logró encontrar a El Obispo, que le dijo que Elena seguía con el interrogatorio de la señora Haitinger. Podía intentar ponerlo en contacto con ella, pero la verdad era que la teniente había desconectado todos los teléfonos. Rafel le dijo que había asomado por allí la cabeza y le había dado la sensación de que estaban bastante tensas.

– ¿O sea que Haitinger ya habla?

El Obispo le dijo que no sabía si hablaba o no, pero que sí había gritado.

– Creo que está bien haber enviado a Elena, siendo mujer -dijo Costa, y colgó.

Reflexionó un momento y luego se decidió a acercarse hasta la finca de sus abuelos, en la que tanto tiempo había pasado de niño. A lo mejor sus sueños infantiles le devolvían el buen humor.

Condujo a buen ritmo, pero al salir de la carretera asfaltada redujo la velocidad, porque el agua roja de baches y socavones salpicaba los parabrisas como si fueran grandes surtidores.

El enorme terreno de la finca estaba vallado y Costa no consiguió encontrar un lugar por el que colarse, así que intentó ver al menos la casa principal por entre las matas verdes. Lástima, la vegetación era muy espesa. Se apoyó en la tela metálica y no pudo evitar pensar en las enormes fluctuaciones emocionales de la señora Brendel. ¿Por qué se había cerrado en banda al preguntarle por Haitinger? Le molestaba haberse dejado desconcertar por sus aspavientos. La amenazaría con una citación. A fin de cuentas, era importante ir bien informado al interrogatorio de Franziska Haitinger.