Costa estaba satisfecho, no se había equivocado con esa joven. Tira despierta y trabajaba con concentración. Sabía que podía confiar en ella.
– ¿Y después?
– Después pasó a ver a Scholl. Eso fue poco después de las diez.
– ¿Consultó el reloj?
– Sí, porque no quería interrumpir la sesión de runas.
– ¿Se llevó el libro con ella para leerle a Scholl?
Elena Navarro lo miró con asombro.
– No. ¿Por qué?
– Por nada. ¿Qué más?
– Llamó al timbre, pero no le abrió nadie. Pensó que Scholl a lo mejor estaba ya dormida, pero quiso asegurarse y fue a su apartamento a buscar la llave del cuatrocientos dos. Abrió y entró. Todo estaba en calma, llamó a Scholl por su nombre y entró en la sala. Dice que aquello era un infierno y que ya desde la puerta vio a su amiga tumbada en el sofá. Exclamó su nombre y corrió hacia ella. Dice que aquello era horrible. De los ojos le salían esos pinchos para la carne. Creyó que tenía que ayudarla y tiró de ellos. Dice que no pensó en las huellas dactilares ni en nada de eso. De los ojos salió un líquido, las cuencas estaban negras y vacías. Comprendió entonces que Ingrid Scholl estaba muerta. De repente tuvo la sensación de que el asesino seguía allí y que iba a acuchillarla desde atrás. Corrió a su casa, se agazapó en un rincón y esperó que el hombre no fuera por ella, aunque sabía que no serviría de nada: la encontraría y la mataría igual que a Scholl. Con cada sonido que oía esperaba su propia ejecución.
– ¿Le has preguntado si sabe quién es el asesino?
– Sí. No ha dicho nada, pero tengo la sensación de que se calla algo.
– ¿Quieres decir que ha visto al asesino y no quiere decir su nombre?
– No lo sé. Ahí hay algo raro.
– ¿Y después?
– Después llegaste tú y ella creyó que aquello era el final.
– ¿Eso ha dicho?
– Sí. He tomado nota de todo. Puedes leerlo luego.
– Entonces seguramente no reconoció al asesino.
– Puede ser que no viera más que su sombra.
– ¿Le has preguntado por qué tenía ese tratado sobre el asesinato perfecto?
– Iba a hacerlo, pero ahora puedes preguntárselo tú.
Costa lo pensó un momento y luego asintió.
– ¿Qué clase de persona es?
– Me ha dado la impresión de ser una mujer muy sensible, un poco histérica, pero agradable de verdad y muy culta. Si siente miedo o le hablan con dureza, se cierra.
Fuera lo que fuese lo que había vivido Franziska Haitinger, nadie lo diría. Cuando Costa la saludó, la encontró relajada y tranquila.
– Seguro que es desagradable tener que responder a más preguntas aún, señora Haitinger, pero no sólo tengo la obligación de resolver este horrible asesinato, sino que también deseo hacerlo. ¿Lo comprende?
Franziska Haitinger asintió. Costa miró la pantalla del ordenador y movió el cursor como si estuviera leyendo el acta. Se tomó algo de tiempo y luego prosiguió:
– De su declaración se desprende que tuvo miedo de que el asesino la atacara a usted también.
Franziska Haitinger asintió, Costa no habría sabido decir si con miedo o con desconfianza. Se sentó en una silla y la miró a la cara con calma.
– ¿Era usted su víctima en realidad? ¿La señora Scholl simplemente se interpuso en su camino?
Franziska Haitinger tragó saliva y miró el vaso de agua que había sobre la mesa. Asintió mientras alcanzaba el vaso y bebía. Costa tendría que seguir por ese camino. Ella, víctima. Pero antes quería tocar otro tema. Cuando la mujer hubo dejado el vaso, le preguntó:
– Posee usted un libro, El asesinato perfecto, y lo ha estudiado en profundidad. En varios lugares ha subrayado frases y ha escrito notas en los márgenes. ¿Por qué le interesa tanto?
Ella lo miró con inseguridad y se encogió de hombros.
– ¿Es el mismo motivo por el que también ha recopilado artículos de periódico? ¿Sobre asesinatos sin resolver?
– Sí.
– Y ¿por qué?
– Es una manía que tengo.
Por primera vez oía su voz. ¿Se había acostumbrado a él y había recuperado el dominio de sí misma?
– Comprendo. ¿Es la señora Brendel amiga suya?
De nuevo volvía a callar.
– Ella nos ha dicho que es usted feliz en su matrimonio.
Le lanzó una rauda mirada a Elena Navarro, que lo iba escribiendo todo en el ordenador, sin llamar la atención ni hacer ningún ruido.
– Eso se lo ha inventado usted.
La voz de la señora Haitinger, de pronto, era tranquila y clara.
Costa la miró con atención. Parecía que todo le fuera indiferente.
– No me lo he inventado. La señora Brendel dice que usted se sacrificaba mucho al lado de su marido, pero que a causa de sus arritmias él insistió en que se trasladara a un lugar más tranquilo, porque para él su salud era lo más importante.
A la mujer le cambió el color de la cara, sus labios se afilaron y sus ojos cobraron vida.
– Mi marido me desprecia. Le doy absolutamente igual. Nunca se ha interesado por mí. Después de exprimirme hasta la última gota, se hartó de mí y me encerró en el paraíso para la tercera edad de Vista Mar.
Aquello era un giro inesperado. También Elena levantó la vista con asombro. Incluso su voz sonaba diferente: dura y objetiva. Parecía que se limitaba a ofrecerles datos. Costa entró al trapo e intentó forzar más la situación. Le sonrió como si hubiera contado un chiste y le dijo que en cierta forma era comprensible que a un hombre no le hiciera mucha gracia tener junto a él a una mujer a la que sólo le interesaba el asesinato perfecto. Esperó una réplica, pero ella se limitó a mirarlo con calma a los ojos. Costa no sólo le sostuvo la mirada con firmeza, sino que se dio cuenta de que al mirarla así se relajaba. No creía que esa mujer tuviera cuarenta y nueve años, seguramente alguien se había equivocado al anotarlo.
– Yo jamás habría hecho algo así.
Su voz volvía a ser pausada y tranquila.
Elena dejó de teclear y la miró.
– ¿Quiere decir que se considera una mujer incapaz de llevar sus intenciones a la práctica? -preguntó con sorpresa.
– Mis intenciones contra él.
– Pero ¿deseaba poder hacerlo? -preguntó Costa.
– Siempre he imaginado que lo mataba. -Su voz fue clara y firme.
– ¿Cómo lo habría matado? -quiso saber Costa.
– Con un plato de setas. Las setas son lo que más le gusta. El estofado de setas hecho según la receta de su madre.
– ¿No lo habría ensartado con unas brochetas de asar?
La mujer lo miró un momento y, después, sin expresar emoción alguna, dijo:
– Qué hombre más tosco es usted.
Aquello era un poco teatral para el gusto de Costa, pero de todos modos le molestó. «Mejor haría en pensar cómo va a salir de aquí -gruñó para sus adentros-, en lugar de encenderse conmigo.» Seguramente todavía no había pensado cómo debía de sentirse una alemana en una comisaría española. Consultó el reloj porque todavía tenía que llevarla a prisión, ¿o se ocuparía Elena de hacerlo por él?
– ¿Por qué pasó usted a ver a Ingrid Scholl ayer por la noche?
– Por eso mismo.
– No lo entiendo.
– Era un error pasar tanto tiempo dedicada a pensar en cómo vengarme de mi marido.
– ¿Por qué?
– Me generaba sentimientos de culpabilidad. No lograba conciliar el sueño por las noches y por eso muchas veces iba a ver a Ingrid y le leía en voz alta.
Se quedó mirando un rato al vacío.
– ¿Y ayer también quería ir a leerle?
– Ayer pensé que él se me había adelantado. Que había descubierto mis intenciones antes de que yo pudiera hacerle nada. Como siempre.
– ¿Que se había adelantado? ¿Es que quería usted matar a Ingrid Scholl?
No apartó los ojos de la señora Haitinger, pero notó la tirantez de Elena.