En la consulta, la temperatura era fresca y agradable, se estaba muy a gusto, por lo que Ingrid se sintió lo bastante fuerte para acercarse un momento al supermercado y comprar algo deprisa.
En cuanto vio a un niño español gritando en su cochecito recordó lo abominable que le parecía aquel establecimiento, pero ya era demasiado tarde. Como mínimo tenía que comprar Apollinaris para Martina, que los días que echaba las runas sólo bebía agua. También cogió zumo de naranja Don Simón y, al pensar en las noches siguientes, recordó que se le había acabado el vino. Se decidió por dos botellas de Marqués de Riscal reserva de 1997 y una de sauvignon blanco del Penedés. Algunas de las estanterías estaban medio vacías, pero aún encontró un último par.
– Esto, en Alemania, sería inimaginable -murmuró cuando llegó con el carro a la caja.
Después de haberlo metido todo en el maletero, tuvo que regresar otra vez para devolver el carrito y recuperar las cien pesetas retornables. Pensó entonces en aquella nueva modalidad de ladrones que aprovechaba oportunidades como ésa. Sabían que muchos conductores no se molestaban en cerrar el coche con llave en lo que tardaban en ir a devolver el carro al supermercado. A sus dos amigas ya les había sucedido. Así habían perdido toda la compra. Al abrir el maletero en casa, se lo habían encontrado vacío. ¡Menuda impresión! Habían echado pestes -que este mundo nuestro se acercaba cada vez más a su destrucción y cosas así- e Ingrid había tenido que darles la razón. Sólo con salir a hacer la compra un día cualquiera, una se encontraba con personas de todos los confines de la tierra, y todos ellos podían resultar ser secuestradores, criminales o asesinos, así que ya podía alegrarse de volver a casa sana y salva. Pronto Günter se encargaría de hacer todo eso por ella.
Como todavía quería ir a la farmacia de San Jaime, dejó el coche allí mismo. Quedaba a sólo unos pasos, pero desde donde estaba no podía cruzar la calle. El tráfico formaba una larga fila que obstruía la avenida como un monstruo estertoroso.
En la farmacia tenían las pastillas que le recetaban para el corazón, pero algo parecía retener a la dependienta. La joven abrió todos los cajones, discutió algo con su jefe, comparó cajas. Mientras Ingrid la observaba, sintió una rigidez en la columna vertebral. Se volvió, pero detrás de ella no había nadie. Debía de ser que la inseguridad de la dependienta la había puesto nerviosa también a ella. Por fin se resolvió el problema. Ingrid Scholl pagó, se guardó la receta en el monedero y salió a la calle.
Como le apetecía hacerse un regalito, se acercó hasta la perfumería Clapés. Le encantaba detenerse ante las estanterías y contemplar todos esos bonitos frascos. Dior, Chanel, Yves Saint Laurent, Calvin Klein, Cacharel, Lagerfeld, Jil Sander, Joop, Rochas, Issey Miyake. Le fascinaban. Se decidió por el nuevo perfume de Paloma Picasso. Nunca había tenido uno así, no le pegaba nada. Precisamente por eso podía ser un regalo de Günter. «Así, las demás volverán a tener un motivo para criticarlo», pensó con una sonrisa.
En la floristería El Ramo de Flores, en la plaza Macabich, compró dos orquídeas con maceta. Una de color violeta y la otra blanca. Le pidió entonces a la dependienta que escribiera en la tarjeta de corazones rojos que ella misma había escogido. La florista olvidó ponerle diéresis a la u de Günter. Ingrid le cogió el bolígrafo y añadió ella misma los puntitos.
Volvió por el paseo Marítimo hasta su coche, que estaba aparcado en Juan Tur. El mar se veía tranquilo, se detuvo un momento a contemplarlo. De niña había viajado muchas veces con sus padres a España, y también al Báltico, y siempre percibía el olor a mar antes de llegar. Sin embargo, esta vez no olía nada. ¿Se le estarían muriendo poco a poco los sentidos? El agua no era más que una superficie de un azul intenso, una lámina enorme, mientras que para ella antes había significado aventura y movimiento, seducción y sobresalto. ¿O es que se había vuelto aséptico, igual que todo en los tiempos que corrían?
¡Günter! Caminaría con él por allí, por el paseo Marítimo, por ese mismo lugar. Gracias al amor de ella, él tendría ocasión de empezar de nuevo. Cuando llegara, dentro de dos meses, podría ganarse su amor y tendría cuanto necesitase. Ella lo había pretendido una y otra vez, con paciencia y con una ternura inagotable, pero se había sentido humillada y lo había castigado. No le daban miedo los hombres. No como a Franziska, que dependía completamente de su marido. Todo miedo es ante todo de índole económica, así lo había aprendido ella. En lo físico esperamos hasta sentir dolor, pero económicamente empezamos a temer cuando aún no se vislumbra el perjuicio. Se casaría con Günter, sí, pero no lo seduciría con su testamento. No, su hermosa e ingente fortuna se la había prometido a su cirujano mágico. ¡Así lo tendría siempre a su merced! Lo obligaría a poner una y otra vez su grandioso y caro talento al servicio de su belleza. Le exigiría que la mantuviera siempre joven y hermosa. No quería limitarse a soñar ese maravilloso sueño de la humanidad, ¡quería vivirlo! ¡Una mujer de sesenta y cinco años a la que no se le nota la edad! ¡Cómo brillan esos ojos de bellas formas! ¡Una sonrisa seductora asoma en su boca sensual! ¡El rostro armonioso, la piel lisa y tersa! La eterna juventud la envolvería como un halo majestuoso que todo lo hechizaría.
Cuanto más aprisionado sentía su espíritu tras esos muros, más importante le resultaba contar con una fachada cuyas perfectas resistencia e impermeabilidad la ayudaran a conservar dentro toda ilusión y a cerrar la puerta a toda súplica. Podía vivir con ello, aunque en el día a día conllevara a veces pequeños inconvenientes.
Tuvo que esperar un rato, pero finalmente dio gas con rabia para incorporarse a la circulación de San Jaime. Al hacerlo, a punto estuvo de llevarse por delante un cochecito de niño de una ibicenca. La madre dio un grito de espanto y detuvo todo el tráfico.
«Está claro que hoy no es mi día», pensó Ingrid. Nunca se le había ocurrido que una gran cantidad de días de su vida se parecían muchísimo y que ninguno era el suyo, pero cada mañana volvía a imbuirse de la esperanza de salir del bunker antiaéreo de sus miedos con un bonito vestido de domingo, pasear al sol y no tener que regresar jamás a la oscuridad.
No se había fijado en que el segundo coche que venía por detrás era de la Policía Local. El agente se acercó y dio unos golpecitos en el cristal. Ingrid bajó la ventanilla. Como no entendía ni una palabra, respondió en alemán diciendo que no había pasado nada. El policía hizo un gesto para llamar a un compañero de paisano que le preguntó en un alemán muy correcto por qué se había incorporado a la circulación de una forma tan temeraria. Fue muy educado y la llamó «señora». Tenía una voz oscura, cálida, y unos ojos castaños e inteligentes junto a los que aparecían unas arruguitas cuando sonreía. Llevaba el pelo corto, algo desgreñado y alborotado. Le gustó, y eso la tranquilizó.
Al final bajó del coche y se disculpó con la ibicenca mientras el policía de paisano lo traducía todo. Le dio diez mil pesetas por las molestias, pero él le entregó el billete a la madre.
El agente le dijo entonces que se había librado de una multa por muy poco y le pidió que pensara un poco en los demás.
El tráfico se había descongestionado por delante gracias al incidente. Ingrid se alegró y, más tranquila, se dijo que había merecido la pena. Incluso siguió el consejo del policía y pensó en los demás. Pensó en él y en la vida miserable y fea que debía de llevar un defensor del orden público. Volvió entonces a ver su propia riqueza, su belleza y su salud bajo una luz resplandeciente que le hizo olvidar toda la angustia.