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Costa se dio por vencido y se ahorró contestar nada. Elena, no obstante, se puso de su parte y dijo que en el libro que había leído la señora Haitinger el autor llegaba a la conclusión de que el asesinato perfecto sólo podía darse si el asesino no tenía motivo.

– Sin motivo, no obstante, nadie comete un crimen -concluyó.

– Con eso de no tener motivo -la contradijo El Surfista con frialdad-, el autor se refiere a que el asesino no tenga un motivo que nosotros comprendamos. Insisto en que un asesinato como éste seguirá resultándonos incomprensible a todos los que estamos aquí sentados, aun cuando logremos que la asesina nos explique sus motivaciones.

Costa vio que la discusión se encaminaba a un callejón sin salida, así que dijo que volvería a hablar con la señora Brendel y que le preguntaría por el matrimonio de Franziska Haitinger. Entonces recordó la llamada de teléfono de la sospechosa y le preguntó a Elena con quién había hablado antes de que se la llevara a la cárcel.

– Con su marido -contestó ella.

Costa se sorprendió tanto que ni siquiera se esforzó por ocultarlo.

– ¿Estás segura?

Elena asintió, y él preguntó qué le había dicho.

– Le ha dicho que la policía estaba a punto de encarcelarla por asesinato. Seguramente él le ha preguntado más detalles, pero ella no ha querido explicarle nada. Entonces el marido ha gritado algo, a lo que ella ha zanjado la conversación sin perder tiempo.

Le había llegado el turno a El Obispo, que entretanto había investigado sobre el doctor Schönbach, el que aparecía como heredero en el testamento de la señora Haitinger. Se trataba de un famoso cirujano plástico que poseía una casa en Ibiza en la que vivía su mujer, una iraní.

– El centro de belleza Vista Mar se encarga de los tratamientos postoperatorios de sus intervenciones. Es de suponer que Haitinger lo conoció allí.

Entonces lanzó a la mesa una revista alemana que publicaba una entrevista con el doctor Schönbach. Costa se quedó paralizado: ¡esa entrevista la había hecho Karin! En una de las fotografías incluso se los veía juntos.

El Surfista debió de notar algo en su expresión, porque le pidió la revista. Costa se la dio, pero antes le dijo que quería escuchar su informe.

El Surfista sacó sus notas y fue marcando cada punto con su bolígrafo a medida que los exponía. No se habían encontrado fibras de la señora Haitinger en la ropa de la víctima. Sí había una gran cantidad de huellas dactilares en el apartamento de la señora Scholl, y todas estaban aún por identificar.

Después quiso saber quién interrogaría a la esteticista del centro de belleza, que oficialmente había sido la última visita de Scholl. Costa dijo que se encargaría él en persona.

Antes de acabar, El Obispo les explicó que había vuelto a estar en el apartamento de la señora Scholl para examinar más a fondo la caja fuerte y que había encontrado en ella unos arañazos que podían haber sido provocados por un intento de forzarla.

– ¿Forzarla cómo? -preguntó Costa.

– Con un destornillador, por ejemplo -contestó El Obispo.

– ¿Eso puede hacerse?

– Si sabe uno lo que se hace… sí.

– La verdad es que eso no apuntaría a Haitinger -dijo Costa.

Sin embargo, El Surfista intervino enseguida para decir que esos rasguños también podían ser de hacía tiempo.

– Claro que es posible -repuso El Obispo, y apartó un mosquito de un manotazo.

Elena se levantó y cerró la ventana. Hacía un calor considerable, y muy pegajoso. Costa miró al reloj: eran ya las doce y media. Aun así, le pidió a Elena que lo resumiera todo una última vez.

La teniente esbozó el cuadro de una mujer de sesenta y cinco años, vividora, que tenía tras de sí una exitosa vida profesional y que quería disfrutar de sus últimos años en un ambiente de lujo con unas amigas que compartían su mismas inclinaciones. Por lo visto no había dejado testamento, lo cual daba a entender que no pensaba en su muerte. Tampoco las declaraciones de los testigos hacían pensar que se hubiera sentido amenazada. Durante su último día de vida había comido con sus dos amigas, las cuales no habían notado nada extraño en ella. Después de comer había vuelto a su casa en coche para tumbarse un rato y después, a las cuatro y media, había acudido a la cita con su médico, la doctora Sperl.

En ese punto, Costa anotó algo y dijo que aún tenían que hablar con ella. Pasaría a verla de camino a Vista Mar.

– Por el momento sólo tenemos a la amiga de la víctima, que solía ir a verla por la noche y que, por eso, tenía una llave del apartamento -dijo Elena, prosiguiendo con su resumen-. Poco después de las diez entró en la casa con su llave, según afirma. Aunque también pudo ir antes, discutir con la víctima sobre algo, estrangularla y empujarla, y después haber ido a la cocina para sacar del tercer cajón los pinchos para la carne y clavárselos en los ojos. Tras el registro del lugar de los hechos, la encontramos en su apartamento, conmocionada y agazapada en un rincón. En su declaración niega ser culpable de nada y explica la presencia de sus huellas en los pinchos diciendo que quiso ayudar a su amiga. Dice que, sin pensarlo, le extrajo esos cuerpos extraños de los ojos. Después, no obstante, afirma que a la víctima le faltaban los globos oculares, que sólo se le veían esos huecos de los que salía sangre, y que fue entonces cuando sintió que su amiga estaba muerta, momento en que, horrorizada, dejó caer los espetones.

– ¿Qué nos queda si prescindimos de ella como posible sospechosa? -preguntó El Obispo.

Elena Navarro asintió y los miró a todos. Nadie dijo nada.

– ¿El ex marido de la víctima? -preguntó ella.

– Deberíamos comprobarlo -dijo Costa-. De todas formas, hasta ahora no hay ninguna prueba concreta.

– ¿Y el doctor Rolf Haitinger, el marido de la sospechosa, del que ella temía que fuera el atacante y que, a modo de amenaza, hubiera matado primero a su vecina? -reflexionó Elena en voz alta.

– Absurdo -masculló El Surfista para sí.

– A lo mejor hay alguien más en Vista Mar que se nos ha pasado completamente por alto hasta ahora -comentó El Obispo.

En los interrogatorios habían conocido a todos los vecinos, pero nadie dejó caer ningún nombre.

– ¿Qué me decís de la última visita de la víctima? -preguntó Elena-. ¿Martina Kluge?

– Por supuesto, mañana le tomaré declaración. Es altamente sospechosa, así que quiero reservarla de momento y conocer antes su entorno.

– ¿La brutalidad física del crimen no habla en contra de su culpabilidad? -preguntó El Surfista con una ironía mordaz.

Costa no se dejó provocar.

– Puede que hubiera alguien más con ella, eso no lo sabemos.

– ¿El hombre de la fotografía del salón de Ingrid Scholl? -dijo Elena, apuntando en otra dirección.

– No sabemos nada de él -farfulló El Obispo.

– Tenemos que comprobar sin falta quién es -adujo Costa, y volvió a tomar nota.

– O alguno de sus fugaces amantes, si es que los había -prosiguió diciendo Elena-. Está claro que sigue existiendo la posibilidad de que fuera un asesinato ritual, que alguien se colara en el complejo residencial y trepase por la fachada para entrar por el balcón. Sin embargo, no hay indicios de nada parecido. El Obispo no ha encontrado ningún rastro en las paredes exteriores del edificio. Podríamos interrogar a los testigos una segunda vez. Si no, no sé qué otras opciones nos quedan -dijo Elena, concluyendo su argumentación.

– Sea como fuere, no es bueno que nuestro primer caso como equipo quede sin resolver -dijo Costa con cansancio.

– Ya está resuelto -objetó El Surfista.

– Sólo tendremos un culpable cuando el juez lo sentencie -terció El Obispo, y luego añadió-: Lo cual en este caso es dudoso que suceda, ya que seguimos sin tener móvil.

– Entonces sólo tendremos un culpable cuando se corresponda con la realidad -dijo Costa.

Era la una menos diez cuando Costa montó en la bicicleta y salió por la verja del puesto. Los estragos de la tormenta sólo se veían durante el día; a esa hora hacía calor y las estrellas relucían. El capitán miró al cielo nocturno y respiró hondo. Le sentó bien inspirar ese suave aire tibio de la noche, que tras la lluvia estaba cargado del aroma de los pinos y la fragancia del mar. Le hubiera gustado dejarse llevar por sus recuerdos de la infancia, los recuerdos de aquellas noches en las que iba caminando con su padre desde la carpintería hasta la finca de la abuela, pero entonces pensó en su buzón de voz. Siempre se le olvidaba escucharlo. No quería admitirlo, pero odiaba estar localizable en todo momento y en todo lugar para cualquier tontería. Sin embargo, se alegró al oír la impetuosa voz de su hija. Dejó correr la bici y disfrutó del viento en el rostro.