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La niña quería decirle que estaba a punto de hacer un dibujo para él, con un sol y esas palmeras de las que le había hablado. Quería dibujarle también el perro de sus vecinos, que tenía manchas blancas y negras y una cola cortita. Al final le preguntó cuándo volvería a Hamburgo. «¡Adiós, papi!», exclamó la niña. Costa no podía devolverle la llamada porque la pequeña estaría durmiendo ya. Dejó para más tarde el resto de los mensajes, antes quería pensar un rato tranquilamente en ella mientras pedaleaba hacia casa.

Escuchó los demás mensajes mientras subía la bicicleta por la escalera. Uno era de Karin, que con voz tensa le hacía saber que todavía tenía calcetines suyos. Si los necesitaba, podía ir a buscarlos en los próximos días, pero en todo caso no durante el fin de semana, porque ella se iba a Berlín. Eso le hizo sentir una punzada, la tristeza lo invadió.

Mientras llevaba la bicicleta hasta el balcón, oyó la voz de su madre, que con su tono siempre alegre se quejaba de que nunca iba a verla ni tenía tiempo para ella. «Pensaba que ahora que vives en Ibiza, podrías pasar a tomarte un café conmigo… ¡Pero no! ¿Qué haces todo el santo día? ¡Correr tras ladrones de coches, que de todas formas aquí no pueden ir muy lejos con los vehículos que roban! Bueno, volveré a llamarte en otro momento. ¡Un besito, Merlin!» El nombre de Merlin se lo había puesto ella y era la única que lo llamaba así. Bueno, también Elmar, claro está, su compañero en esa etapa de la vida, como solía llamarlo ella, a lo que siempre añadía: «¡Etapa que no será la última!».

Costa fue a la cocina, se abrió una botella de cerveza y decidió que iría a verla en los próximos días.

Sacó otra cerveza, se desvistió deprisa, se tumbó en la cama y abrió un número del Ibiza Heute. Estuvo un rato mirando la foto en la que Karin salía con el cirujano plástico. En las demás fotografías se lo veía a él en una operación, en un desfile de moda en París y en un Mercedes descapotable en la isla. En el encabezado aparecía una cita suya que decía: «La belleza salvará el mundo». Volvió a contemplar en detalle la foto de Karin. Llevaba ese jersey blanco y estrecho que a él tanto le gustaba. Empezó a leer el artículo, y así se enteró de que el doctor Schönbach había citado a Dostoievski en el encabezado. «La belleza salvará el mundo.» Costa dejó de leer un momento y se preguntó de dónde habría sacado Dostoievski esa conclusión. ¿Del campo de castigo de Siberia al que fue a parar? Bueno, tampoco sabía mucho de la vida del escritor ruso. Leyó dos veces el artículo y quedó completamente fascinado por la cantidad de preguntas que Karin le hacía al doctor Schönbach. A él nunca le había preguntado tantas cosas. Por ejemplo: ¿Cómo se siente usted en su trabajo? («Estupendamente.») ¿Tiene alguna vez la sensación de trabajar demasiado? («Nunca.») ¿Qué significan las mujeres para usted? («Sin ellas no hay vida. ¡La belleza de las mujeres es la mayor de todas!») ¿Cómo ha de ser una mujer para satisfacerlo? («Tiene que ser como Greta Garbo.») ¿Qué significan para usted la belleza y la música? («La belleza es el aliento de la vida, sin ella nos asfixiamos. ¿La música…? Es la belleza de la música lo que nos llega dentro.») ¿Es el amor importante en su vida? («La belleza despierta el amor. Sólo que muchas personas, por desgracia, no lo saben.»)

Costa se preguntó si estaba celoso. En esa entrevista, Karin le resultaba una desconocida. Casi le daba la sensación de que ese despampanante cirujano se la había robado.

¿Quería él que Karin le preguntara tantas cosas? Intentó encontrar su propia respuesta a la primera pregunta de la entrevista, pero se quedó dormido pensando en el trabajo.

Cuando sonó el despertador, a las ocho, estaba destrozado. Había tenido sueños pesados y al principio no lograba orientarse. Buscó en su memoria, pero volvió a hundirse en sus sueños y vio el alto edificio de la policía de Hamburgo, del que no podía salir porque se había quedado encerrado en el ascensor. Después se vio sentado en su coche, sobre el que giraba la luz azul; el atasco del tráfico era tal que intentó avanzar por la acera, donde varios ancianos en silla de ruedas le cortaron el paso. Salió enseguida del coche y lo intentó a pie. Tenía prisa por llegar a algún sitio. De pronto vio al doctor Schönbach, que se alejaba flotando en un Mercedes descapotable de color rojo metalizado como si fuera un helicóptero. ¡No! Se dio la vuelta. Quería acabar con ese sueño, pero se sentía demasiado pesado. ¿Estaba tumbado en la calle y el Mercedes aterrizaba sobre él? ¿Quería enterrarlo ahí abajo? ¡No! Consiguió despegar los párpados. Volvió en sí y, cuando se hubo tranquilizado, cerró los ojos otra vez y recompuso de nuevo las imágenes oníricas para cambiar el transcurso del sueño. ¡Quería atrapar a ese Schönbach, quería arrestarlo y encerrarlo entre rejas! Sin embargo, por mucho que se esforzara, no lo conseguía, siempre perdía el control.

Al final se dio por vencido y se tambaleó hasta la ducha, pero había vuelto a olvidarse de limpiar la cal de la alcachofa. Detestaba esos chorros que le golpeteaban en la piel. Salió enseguida y se vistió. La nevera seguía vacía. Una rabia latente creció en su interior. Cerró la puerta de un golpetazo, con lo que volcó una botella de cerveza que acabó estrellándose contra las baldosas. Se habría sentido demasiado humillado si, encima, se hubiera agachado a recoger los añicos.

A las nueve, cuando llegó al despacho, rebuscó entre sus notas e intentó componerse de nuevo una imagen mental, pero, como no lograba concentrarse, decidió bajar al Club Social a tomar un cortado y un cruasán.

Pensó que las diez sería una buena hora para ir a ver a Erika Brendel, pero llamó por si acaso para avisarla. Ya que estaba, escuchó otra vez su buzón de voz y así supo que Karin había cambiado de opinión. Costa tenía que ir a verla esa misma tarde, a las siete, si quería recoger sus calcetines.

Se le ocurrió que no era imposible que Karin lo añorara, y eso le levantó el ánimo.

Capítulo 5

A las diez en punto, Costa aparcó su coche delante de Vista Mar y llamó al timbre. Por el telefonillo sonó la voz juvenil de la señora Brendel.

– ¡Ah, es usted! Qué bien que haya llegado. Pase.

La puerta zumbó y Costa se preguntó qué habría sucedido para que lo saludara con tanta efusividad.

La mujer lo estaba esperando en la puerta de su casa. Volvía a llevar un vestido largo y vaporoso, como el del aeropuerto, pero esta vez no era de un naranja subido, sino verde cardenillo. La anciana señora Mahler había dicho de ella que sólo vestía moda ibicenca, o sea, la que había surgido de las antiguas creaciones hippies, entre cuyas autoras se contaba también la madre de Costa, que todavía tenía su boutique en la ciudad de Ibiza.

– Bueno, ¿ha hablado con Franziska?

La señora Brendel lo invitó a pasar con gestos grandilocuentes. Él le dio las gracias y, por cortesía, le preguntó qué música estaba sonando.

– Enya -repuso la mujer, y le sirvió un café moca de una cafetera de porcelana con adornos plateados.