– ¿Compartía su amiga sus gustos musicales?
– No del todo. Ella siempre ponía a la Callas, escuchaba tangos de Astor Piazzola y no dejaba que ningún sonido extraño contaminara sus oídos.
Costa sacó el CD de Purple Rain del bolsillo de su chaqueta y se lo enseñó a la mujer.
– ¿Era de ella este CD? Tuvo que ser la última música que escuchó.
La señora Brendel examinó la cubierta con el andrógino perfil del cantante de pop, Prince.
– No lo había visto nunca. Puede que fuera un regalo que nos ocultó. -Se levantó y metió el pequeño disco plateado en su equipo-. A lo mejor lo reconozco si lo oigo.
Ambos se sentaron a escuchar la música. La mujer no hacía más que mirar a Costa y sonreírle como si fueran una parejita de enamorados. Al final ya no le quitaba ojo de encima. Al capitán esa situación le resultaba embarazosa, así que le preguntó en un tono de voz ligeramente alto si había oído esa música en casa de su amiga alguna vez. Ella negó con la cabeza y dijo que no, que de ninguna manera.
Costa se levantó y decidió abordar ya la cuestión que lo había llevado allí.
– ¿Cuánto hace que conoce a la señora Haitinger?
La mujer se reclinó con calma en el sillón y cruzó las piernas.
– Desde su postoperatorio en el centro de belleza.
– ¿Postoperatorio?
– Se sometió a una operación en Munich.
– ¿Qué se operó?
– Su marido quiso que le hicieran un par de arreglos.
– Pero si está estupenda…
– Precisamente.
– ¿Quiere decir que todo se debe a esa operación?
– No sé cómo era antes. No la conocí hasta después.
– ¿Y qué tiene que ver su marido en ello?
– Era él quien lo deseaba. Ella no quería.
– ¿También usted se ha operado?
– Lo ha adivinado.
– ¿Y la señora Scholl?
– Aquí todo el mundo se ha operado.
– ¿Le parece eso normal?
– ¿Qué quiere decir normal? ¿No se restauran también las obras de arte antiguas?…
– ¿Y cuándo fue eso?
– En diciembre de hace cuatro años. Las dos nos pusimos en manos de Schönbach casi al mismo tiempo. Él siempre envía a sus pacientes a este centro de belleza para los postoperatorios. Fue entonces cuando conocí a Franzi.
– ¿Y enseguida se vino a vivir aquí?
– Un agente inmobiliario nos enseñó los apartamentos y yo me decidí al instante. Fue poco antes de Navidad. A Franzi le parecía que era algo así como un club para la tercera edad, pero cuando su matrimonio cayó a veinte grados bajo cero, de pronto le apeteció disfrutar de un poco de buen tiempo.
– La última vez me dijo usted que ese matrimonio era feliz… -comentó Costa con cierta aspereza.
– Prefería que se lo contara ella misma. ¿Tan raro le parece?
– No -repuso él, malhumorado-. Vivir aquí no debe de ser precisamente barato. ¿La señora Haitinger puede permitírselo?
– R. R. lo paga todo. Rolf el Ricachón. Lo único que no quiere es divorciarse.
– ¿Por qué no?
– Pregúnteselo usted.
– ¿Por qué colecciona Franziska Haitinger recortes de periódico sobre casos de asesinatos sin resolver?
– Le interesa el crimen perfecto.
– ¿Y por qué?
– ¿Acaso está prohibido?
– No. Sólo está prohibido cometerlo.
La mujer alcanzó con brío la cafetera y le sirvió otra taza.
– En el caso de Franzi, siempre se quedará en un sueño.
– ¿Un sueño? ¿Quiere decir que sueña con asesinar a alguien?
Erika Brendel tardó en responder y le lanzó una mirada cortante.
– A alguien, no. A su marido.
– ¿Por qué? -Costa se reclinó.
– Ese Haitinger es de los que quiere una mujer para enderezarla y llevarla por donde él diga. No es nada raro. Sólo que en este caso no pudo ser, porque ella no encajaba de ninguna manera en su esquema.
– A nosotros ella nos ha explicado que se esforzaba por hacerlo todo bien.
– Claro. Cuando algo no es la especialidad de uno, cuando no se tiene talento para ello, hay que hacer un esfuerzo especial. En realidad, ella quería estudiar Historia del Arte, y no Gestión Empresarial. Cuanto más hay que esforzarse, no obstante, más nervios se pasan y menos se consigue.
– ¿O sea que, en realidad, la señora Haitinger no conseguía lo que se proponía?
– Nunca conseguía lo que se esperaba de ella porque le tenía demasiado miedo a la siguiente tormenta.
– ¿No podía escapar?
Para asombro de Costa, Erika Brendel se levantó de repente y le soltó un pequeño discurso durante el cual se volvió dos veces de espaldas, como la bailarina de yeso de su lámpara.
– Al principio tenía grandes ilusiones, y para cuando empezó a darse cuenta de que las cosas cada vez se torcían más, ya estaba metida hasta el cuello. A partir de cierto momento, ni ella misma sabía ya hasta qué punto. A mí siempre me ha explicado que ese hombre era terrorífico. Verse cegado por el odio o el miedo es mucho más terrible que estar ciego de amor.
Costa sabía que tenía razón. Había conocido a muchísimas mujeres que sólo sabían verse en el papel de víctimas. Se creían siempre frente a un atacante y el miedo las paralizaba.
Erika Brendel se acercó a la ventana y abrió las cortinas un poco más.
– ¡Era un infierno! Al cabo de unos años estaba ya tan atrapada que no podía escapar. Ya no le quedaba un ápice de seguridad en sí misma, ni siquiera tenía valor para atreverse a empezar de nuevo.
– ¿Por qué dejó que el doctor Schönbach la operara si ella no quería? ¿Tenía una relación con él?
– ¿Con Schönbach? Pero ¿qué se ha creído usted? Él está casado con una persa… Los hombres que tienen a una oriental ya no quieren saber nada de las occidentales. Además, su mujer vive aquí, en la isla. No, un día Rolf el Ricachón empezó a criticar también su aspecto, y entonces Franzi pensó: «Al menos eso puedo cambiarlo». Tenía la esperanza de que la operación la convirtiera en una supermujer, creía que así por fin él la aceptaría tal como es.
– ¿Le gustó el resultado al marido?
– Puede. Pero ella no se sentía a gusto. De pronto sintió que ya no sólo estaba hecha pedazos por dentro, sino también por fuera.
– Pero si se la ve muy joven y guapa.
– Es que de pronto lo comprendió. Comprendió que eso era precisamente lo que él necesitaba.
– ¿Hacerla pedazos?
– Para sentirse bien consigo mismo.
– Pero ¿no dice que a él le gustaba su nuevo aspecto?
– Sí, pero a ella no. Después de la operación, no haces más que mirarte en el espejo. ¿Estás mejor, estás peor? Franzi no es que se viera peor, ¡se veía horrible! Su propio rostro le resultaba extraño. La piel demasiado tensa, los labios demasiado gruesos. Ingrid y yo estuvimos hablando mucho con ella y, bueno, ahora lo va aceptando más o menos. Pero cuando todavía estaba con él, se convenció de que su marido había conseguido destrozarla también exteriormente.
– ¿Cómo se produjo la separación?
– Todavía siguen casados, sólo que ya no vive con él.
– ¿Le dio él el dinero para que se comprara una casa aquí y se marchara de Frankfurt?
– El apego entre ellos fue convirtiéndose poco a poco en odio. Él se daba perfecta cuenta, desde luego, y cada vez le quedaban menos ganas de jugar con su muñeca.
– ¿Y entonces…?
– Un hombre así no pone a su mujer de patitas en la calle, sino que la confina a unos aposentos apartados. Y esos aposentos apartados, en este caso, son Vista Mar.
– Pero ¿no le ha costado una fortuna?
– Le sobra el dinero y, además, tampoco lo pierde. No quiere divorciarse, así que, si ella muriera, él heredaría el apartamento.
Se levantó y le sirvió otra taza de café.
«No debe de saber lo del testamento a favor del doctor Schönbach», pensó Costa, de modo que las dos mujeres tampoco debían de ser tan íntimas. Sin embargo, ¿cómo es que le dejaba al cirujano toda su fortuna, si tan mal se había sentido después de la operación?