– Creo que gracias a Ingrid y a mí ha podido recuperarse. También Martina Kluge, nuestra asesora de belleza, ha contribuido mucho a ello. Es masajista y esteticista, sí, casi podría decirse que es una sanadora. Una persona muy especial. Ha cuidado mucho de Franziska.
– Y también de Ingrid Scholl, ¿no?
– Claro. Y de mí.
– ¿Qué clase de persona es Martina Kluge?
– Hay quien dice que está iluminada.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Aunque sólo le interesaba saber si la excluía como asesina.
– Tiene una mente muy abierta. Será mejor que se lo explique ella misma.
– ¿Qué relación tiene usted con su amiga Franzi? Puedo considerarla amiga suya, ¿verdad?
– Sí, desde luego. Es amiga mía. -Erika Brendel cogió la servilleta y se enjugó los ojos-. Sobre todo ahora que Ingeli ya no está.
– ¿Cómo es la relación entre ambas?
– Cuando voy con ella a algún sitio, a la playa o a una cafetería, siempre me preocupo por ella, porque a mis ojos está enferma. No me refiero a su corazón, sino a su conducta. A la forma en que ha llevado su vida, a todo lo que ha tolerado. Por eso la trato como a una enferma: con dulzura y cariño. Como mucho le hago alguna insinuación de vez en cuando: «No tendrías que…», pero nada más. Está clarísimo que ha sufrido una barbaridad. Una amiga no tiene que echar más sal en las heridas.
– ¿Siente compasión por ella?
– Por supuesto. Tengo muy claro que no está incapacitada y que puede arreglárselas sola, pero también siento compasión y me digo: Dios mío, cómo ha echado a perder su vida. Además, cuando se es mayor ya no se tienen muchas ocasiones de volver a empezar desde cero.
– ¿Qué habría tenido que hacer? ¿Separarse antes de su marido?
– Tendría que haberle dejado claro que ella tenía sus propias ideas sobre la vida. Pero era demasiado insegura para eso. También es posible que idolatrase a ese hombre y que por eso estuviera tan ciega. Quién sabe…
– Los grandes amores suponen también grandes riesgos -se le escapó a Costa, y entonces se dio cuenta de lo mucho que seguía sufriendo por Karin.
– De todas formas ella era de las que con gusto ceden la responsabilidad a los demás. Sus padres eran gente de dinero. La malcriaron y se lo dieron todo. En Rolf encontró de nuevo algo así como un padre protector. Sólo que no era todo amor como papá, sino más bien una de cal y otra de arena.
– ¿Quiere decir que, en el fondo, su marido era justamente lo que ella buscaba?
– ¡No, no, por el amor de Dios! O sí… pero sin la parte dura.
– ¿Y alguien así no le resultaría demasiado azucarado?
– ¡Que va! ¡Aquí lo había encontrado!
– ¿De verdad?
– ¡Sí! Un chico muy joven.
– ¿De quién se trata?
– Wolfgang Krebs. Tiene una tienda de informática en Santa Eulalia. Franzi quería poner al día su ordenador y él se encargó de todo. -Rió-. Para ello tuvo que explicarle un montón de cosas.
– ¿Y así nació un estrecha relación?
Erika Brendel volvió a levantarse y toqueteó las cortinas.
– Sí.
– ¿Y él la trataba con dulzura?
– Se tomaba muchas molestias por ella. No hacía más que pasarse por aquí casi a diario, qué digo… ¡dos veces al día! Hizo que sintiera que valía mucho como mujer. El golpe no llegó hasta después.
– ¿Qué clase de golpe?
– De eso no quiero hablar.
Volvió a sentarse y se atusó el pelo.
Costa seguía sin encontrar nada que lo llevara a ninguna parte, pero sabía que no podía excluir a un amante de Franziska Haitinger, sobre todo si algo había salido mal con él.
– ¿Qué clase de persona es ese Wolfgang Krebs?
– Un chico mucho más joven que ella. Para él Franzi era una sustituta de la madre, así de simple. La adoraba, le dedicaba cumplidos, hacía todo lo que ella quería. También se había metido en dificultades económicas con la tienda y, desde su punto de vista, Franzi es muy rica. Aunque, claro, él le explicó una historia completamente diferente. Dios mío.
– ¿Qué le explicó?
– Que no le gustaban las mujeres jóvenes, que con ellas no se podía conversar de verdad, bueno, todo lo que se dice para embaucar a una mujer mayor.
– ¿Y eso le bastó a la señora Haitinger como prueba de su amor?
– Usted no debe de entender mucho de mujeres, ¿verdad? ¡Era el primer hombre en toda su vida que se fijaba en lo bien maquillada que iba, en lo bien que le quedaba el pelo y en lo joven que parecía! Desde el principio le dijo que estaba convencido de que no tenía más de treinta y seis años… ¡y no se dejó convencer de lo contrario! Cuántas veces nos reímos de ello Ingrid y yo…
– ¿Llegaron a vivir juntos?
– No, pero se veían mucho, salían cogidos de la mano a dar largos paseos por la playa. A él no le asustaba que la gente pensara: «Ahí va ése con su madre».
– La señora Haitinger me ha dado la sensación de ser una mujer inteligente.
– Eso le decía él también. En su matrimonio el único que hablaba era su marido, aquí era ella quien llevaba la voz cantante. Él siempre le daba la razón. ¡En todo! Para ella fue como un fenómeno de la naturaleza. -Soltó una carcajada-: ¡Como una catarata del Niágara de la autoestima!
– ¿A lo mejor la amaba de verdad?
– ¿Y qué quiere decir amar? Cuando la conoció no tenía a nadie más. Necesitaba dinero. Su tienda de informática, como ya le he dicho, no iba muy bien. Ella le hizo un préstamo y él, con ese dinero, contrató a una secretaria.
– A lo mejor era cierto que sólo le gustaban las mujeres maduras.
Ella le dirigió una mirada provocativa.
– Y a lo mejor esperaba que tuviera mucha experiencia y que pudiera enseñarle algo en cuestión de sexo.
– No parece que llegaran a consumar la relación.
– Al principio ella estaba entusiasmada.
– ¿Porque él entendía mucho de ordenadores?
La mujer lo miró con expresión burlona.
– Porque aguantaba mucho. -Bebió un sorbo de su moca-, Franzi, por primera vez en su vida, tuvo un orgasmo. Pero él no. Ella estaba muy triste porque él nunca conseguía llegar. Al final cada vez tenía más miedo de que sólo se estuviera acostando con ella por hacerle un favor.
La señora Brendel parecía disfrutar explicándole todos esos detalles picantes. ¿Acaso lo consideraba un reprimido? Tenía que impedirlo.
– ¿De manera que no fue un polvo de una noche, si me permite usted la expresión?
La mujer rió.
– No, muy al contrario. Ingeli creía incluso que, al final, esas largas sesiones de ejercicio sacaban de quicio a Franzi. Por eso insistió en que el chico se buscara un terapeuta.
«Dios mío, ¿a eso han llegado las mujeres hoy en día?», se preguntó Costa. Aunque dijo:
– ¿Y lo hizo?
– Claro que no. Tampoco era necesario. Franzi ya le había dado dinero para la secretaria. Una monada de veintitrés años. Y un día que Franzi se presentó por sorpresa y no encontró a nadie en la tienda, de pronto oyó muy claramente desde la oficina, donde él estaba con esa chica, que el problema del orgasmo estaba más que solucionado.
– ¿Quiere decir que mantenía relaciones sexuales con la secretaria en la oficina?
Costa se preguntó si era la forma correcta de formularlo, pero le dio la sensación de que la mujer lo había vuelto a catalogar como remilgado.
– Soltaba tales alaridos que al principio Franzi pensó que se había pillado un dedo -dijo Erika Brendel con un tono en el que se mezclaban la diversión y la burla.
– ¿Y qué hizo entonces? -Costa se dio por vencido.
– ¿Qué iba a hacer? ¿Ir a buscar a un médico? Se derrumbó allí mismo. Se fue a dar un largo paseo por las montañas y pensó un par de bajezas.