– Dejo aquí la botella, voy un momento a ver el conejo que te he metido ya en el horno.
Costa sonrió y sintió una gratitud enorme.
Por desgracia, no había apagado el móvil. Cuando se dio cuenta de que estaba sonando y descolgó, oyó la voz de Elena, que le decía que tenía que ir enseguida a la cárcel. El marido de Franziska Haitinger iba de camino con Llorente y Antoni Campaña. Ya habían movilizado al juzgado y a la fiscalía. Costa inspiró hondo: Llorente y Antoni Campaña eran los abogados estrella de la isla, sin ellos no se movía absolutamente nada, a menos que tuviera que ver con la familia Matares o con el tío de Costa, El Cubano.
Fue a la cocina, le dio un abrazo a Toni Masó, se disculpó y le dijo que no tenía más remedio que marcharse ya mismo. Toni le dio unas palmadas en la espalda y le aseguró que cuando volviera lo encontraría todo exactamente como lo había dejado.
La cárcel estaba al pie de la colina occidental de Ibiza. Era un gran complejo de un amarillo reluciente, con una cúpula central. A Costa le recordaba a una mezquita. Llamó a la puerta. Se abrió una mirilla, él enseñó su identificación y lo dejaron pasar.
Encontró a Elena Navarro en la sala de interrogatorios, nerviosa, caminando de aquí para allá con su portafolios. Al ver al capitán, sonrió y le dijo que habían ido a buscar a la sospechosa. Apenas se habían sentado cuando Franziska Haitinger entró en la sala acompañada por dos funcionarias. A pesar de haber pasado una noche en aquel entorno hostil, estaba guapa.
– Tenemos un par de preguntas más, señora Haitinger.
La mujer miró a Elena como si la pregunta viniera de ella, aunque era Costa quien se encargaría del interrogatorio.
– ¿Alguna vez mantuvo una fuerte discusión con la señora Ingrid Scholl?
La mujer negó con la cabeza, muy despacio, sin apartar la mirada de Elena.
– ¿Ofendió, hirió o simplemente hizo enfadar a Ingrid Scholl?
Franziska Haitinger se movió un poco en su silla, como si tuviera que afianzar primero su cuerpo para poder contestar después.
– A veces tenía unas teorías muy particulares sobre la vida y los hombres. Muchas veces yo no podía estar del todo de acuerdo con ella, pero Ingrid casi nunca me daba tregua. Siempre quería oír opiniones claras. Si yo no participaba, era muy dura conmigo.
– ¿Se trataba a veces de opiniones sobre su marido?
– Sí, a veces se trataba de él.
– ¿Le importaría explicarme cómo conoció a su marido y cómo se desarrolló su matrimonio?
Franziska Haitinger miró en derredor como si, en lugar de su matrimonio, tuviera que describir la sala. Entonces cruzó las piernas y se fijó en la punta de su zapato. De pronto sonrió y miró a Costa por primera vez.
– Cuando nos casamos, yo tenía veintidós años. Mi madre estaba muy orgullosa de mí, porque Rolf era el sueño de cualquier suegra. Había estudiado Derecho y Empresariales, y enseguida empezó…
Volvió a mirarse la punta del zapato.
Costa se preguntó si estaría sondeando sus recuerdos.
– ¿Empezó a qué? -preguntó.
– Enseguida empezó a darme forma según sus expectativas. Aunque yo ya estaba acabando tercero de Historia del Arte, tuve que ir a una escuela de Dirección de Empresas. Jamás creí tener talento organizativo, pero él me transfirió la planificación de todas sus ambiciosas actividades. Profesional y socialmente. Puesto que nada de eso salía de mí, cometía muchos errores, desde luego, de manera que él siempre tenía motivo para tildarme de inútil. Yo diría que era una especie de relación amor-odio.
Costa estaba sorprendido. Elocuente y segura: ¿cómo casaba aquello con la mujer que había conocido hasta entonces?
– ¿Por qué no le dijo que prefería seguir estudiando Historia del Arte?
Franziska Haitinger le lanzó una breve mirada.
– Todas las iniciativas salían de él. Yo no veía nada más allá de Rolf. Ya desde por la mañana, antes aún de haberme despertado. Estaba atrapada en una bruma emocional, como la Bella Durmiente. No era capaz de rebelarme y casi nunca comprendía lo mucho que me había equivocado.
No tenía ningún reparo en describir su debilidad. Costa estaba fascinado. Su voz tenía un timbre agradable y todo cuando decía sonaba como una melodía sencilla y clara.
– ¿Era él siempre tan exigente?
– A veces también era cariñoso y amable. Resultaba sorprendente. Me alababa porque había conseguido cerrar algún negocio difícil, por ejemplo. Pero a eso casi siempre le seguía una amenaza. Siempre me decía: «¡Ten cuidado de no volver a hacer mal esto o aquello!». Me encontraba bajo mucha presión.
– No lo parece -dijo Costa.
Creyó ver de soslayo que Elena le clavaba una mirada reprobadora. Franziska Haitinger, sin embargo, volvió a captar toda su atención.
– Hubo momentos mejores y peores. -Su voz sonó dura y amarga.
Costa comentó que, a juzgar por su respuesta, le daba la sensación de que no estaba conforme con esa situación.
– Verá, a lo largo de los años he sufrido muchas heridas. Cuando una se hace mayor, esas heridas se transforman en ira o en cinismo. Yo ya había llegado a ese punto, pero un día él consiguió ir mucho más allá y me dijo: «Con esa pinta que tienes no puedes pasearte por ahí. Eso tiene que cambiar, tienes que operarte». Después me llevó a Munich a ver a un cirujano plástico y acordó con él qué quería que me cambiara. -Hizo una pausa y miró a Costa.
Él no esquivó su mirada, aunque le resultaba embarazoso delante de Elena. Al final dejó a un lado sus escrúpulos y le preguntó qué había querido cambiarle Rolf Haitinger. La mujer sonrió de nuevo, pero esta vez Costa vio relucir su odio.
– Mi nariz nunca le había gustado, quería que me pusiera unos labios más carnosos y unos pechos más grandes, eso estaba claro.
– ¿Qué sintió usted?
– Ira. Pero de repente me llamó «tesoro» y dijo que todos se quedarían boquiabiertos conmigo, que para mí sería fantástico. Yo lo único que sentí fue desprecio.
– ¿Lo pagó todo él?
La mujer soltó una carcajada.
– «¡El que paga soy yo! ¡Y tú tienes al mejor cirujano de toda Alemania!», me dijo. «¡¿Por qué te haces ahora la estrecha y no dejas que te haga una liposucción en el culo y la barriga?! ¡Y un poco de relleno en las pantorrillas te quedaría muy bien, en lugar de ir por ahí con esos palos de esquí!» -Lo miró un momento en silencio-. ¿Qué le parece? ¿Le regalaría usted también a su mujer un rejuvenecimiento así?
Costa tenía la sensación de que hablaba con su marido a través de él. Cuando la había encontrado agazapada en su apartamento con los sentidos turbados, había creído que era su marido, que quería matarla. Y ahora Costa la había encarcelado y le había robado su libertad: igual que él.
Tenía que admitir que ya no tenía la situación tan controlada. ¿Debía dejar que siguiera Elena con el interrogatorio?
Franziska Haitinger puso las manos en la mesa en actitud desafiante, extendió los dedos y ruego los fue levantando lentamente.
– ¿Sabe? Antes de la operación tuve un miedo espantoso.
Terminó con sus nerviosos juegos de manos y posó los brazos en su regazo.
Puede que hubiera llegado ya el momento de dejar caer la bomba. Costa había estado esperando, pero hasta entonces no se le había presentado una buena oportunidad.
– ¿Por qué nombró al doctor Schönbach como su heredero?
La reacción de la mujer le decepcionó. Permaneció completamente tranquila, incluso más relajada aún, y le dijo en un tono casi soñador que ese hombre la había ayudado mucho. Además, no quería que su marido se quedara con su dinero. Costa pensó en la entrevista que le había hecho Karin a aquel cirujano. Volvió a sentir celos y preguntó entonces en qué había consistido la ayuda de Schönbach.