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– En el noventa y siete. Después de conocer al «despampanante» Günni.

– ¿Günni?

– Günter Grone, G. G., arquitecto. Yo sólo lo llamo el Gusano Grotesco.

– ¿Un arquitecto?

– Treinta y cuatro años más joven que ella.

Costa intentó hacerse a la idea.

– Eso no es poco, ¿verdad?

– ¿Poco? Es un paso de gigante. ¡Tenía pensado casarse con él!

– ¿Cuándo iban a casarse?

– En cuanto pudieran. Cuanto antes, mejor. Por todos los santos, pero si no dejaba de babear por él de la mañana a la noche. ¡Dios mío!

– ¿Dónde está él ahora?

– En Suecia. Hace dos años que dirige allí un proyecto. Le quedan aún seis meses, después iba a venir. Ella ya estaba contando los días. Ahora seguramente anulará el viaje y me dejará a mí encargada del funeral.

– Sin embargo, en nuestra primera conversación me dijo usted que Ingrid Scholl no tenía ninguna relación sexual con ningún hombre.

– Es que tampoco es que fuera una relación sexual, era más bien una maldición.

– Aun así… me ocultó su existencia.

– Busca usted al asesino. Günter Grone, sin embargo, ni siquiera estaba aquí. Ése era precisamente el problema de Ingrid: que él nunca estaba aquí.

Costa quería conocer toda la historia.

– ¿Cómo se conocieron?

– En el Carnaval de Colonia.

– ¿En serio?

– Yo estaba enferma y ella se fue a un baile de disfraces. ¡Muy apropiado! ¿A quién iba a conocer allí más que a un desequilibrado? Eso he pensado siempre. Ella llevaba una máscara de bruja y él iba medio desnudo. O sea, que llevaba uno de esos slips de cuero negro y botas de cuero, negras también. Se había pintado el torso de dorado. Ingrid se dijo: «No está mal, mejor tirárselo enseguida, no sea que vaya a perderme algo». La típica fanfarronada de Ingrid. Después llega la mañana y las sombras desaparecen, pero él fue una sombra que se quedó. Una mancha que no desaparece ni con agua caliente. Por eso Ingrid le cogió manía.

– ¿Y fue eso el final?

– Al contrario, la cosa siguió igual durante semanas. Ingrid me lo iba explicando todo, porque yo ya había vuelto a Ibiza. Pero en algún momento pensó: «Ay, Dios mío», la pobre, y se dejó hacer. A veces dejaba que la acompañara al cine, otras veces iban a tomar algo. Él siempre se hacía el desvalido.

– ¿Se hacía? A lo mejor lo estaba.

– ¡Justo! -Rió la mujer-. Eso mismo pensó Ingeli. Por eso empezó a encontrarlo interesante. Las mujeres, sobre todo las jóvenes, siempre tenemos el síndrome de la auxiliadora. Además, el chico era de la República Democrática de Alemania y aquí no le reconocían su título de Arquitectura. Ingrid se fue dando cuenta de lo solo que estaba y de que aquí, en Occidente, casi no tenía posibilidades. Yo no hacía más que decirle que la compasión no es buena base para una relación.

Costa volvió a recordar a Mucke Walter, que siempre decía que había que mostrarse desconfiado cuando en una declaración no aparecía contradicción alguna.

– Un día, Ingrid vino a verme a Ibiza. Por fin había escapado de él. Sólo que el chico vino tras ella. Entonces yo le dije que más le valía no molestarnos, y al final se quedó todo el tiempo en su hotel.

– ¿Y ella fue a verlo allí?

– Sí, una vez. Yo la llevé en coche y esperé fuera.

– ¿Qué hotel era?

– El Cala Llonga.

– ¿Cuándo fue eso?

– A principios del verano del noventa y siete.

– ¿Y después?

– Cuando Ingrid regresó a Colonia se produjo la gran escena de reconciliación. Alegría, paz, crepés… y él se mudó a casa de ella. Pero Ingrid no pudo evitar que al final encontrara trabajo. Una constructora le encargó entonces el proyecto de Suecia. Ingeli aprovechó la melancolía y su ausencia para hacerse una puesta a punto.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Que saltó a la fuente de la eterna juventud.

– ¿A la… qué?

– Treinta y cuatro años eran demasiado. Le encargó al doctor Schönbach reducir en diez años la diferencia de edad.

– ¿Diez años? ¿Quería parecer una mujer de cincuenta y cinco en lugar de una de sesenta y cinco?

– ¡No! Quería parecer una de cuarenta y uno.

Costa tuvo que contenerse muchísimo para no echarse a reír.

– ¿Y… lo consiguió?

– ¿Qué quiere decir?

Se miraron por un momento como dos niños que tienen prohibido hablar en la mesa.

– ¿Por qué se vino usted a vivir a Ibiza? -preguntó Costa, cambiando de tema.

– Como ya habrá descubierto usted, señor capitán, no tengo cuarenta, sino sesenta años. En Alemania, uno de cada veinticinco habitantes de entre sesenta y cinco y sesenta y nueve años acaba senil. Según estimaciones del Instituto de Estadística Federal, no obstante, eso está cambiando deprisa. Pronto ya no será uno de cada veinticinco, sino uno de cada diez de mi grupo de edad el que tenga Alzheimer, Creutzfeldt-Jakob o un corea de Huntington. ¡Una buena perspectiva! Entonces pensé: mejor me voy de aquí.

Costa, sonriendo, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Una pregunta más. ¿Alguna vez tuvo Ingrid Scholl un accidente de tráfico?

A la señora Brendel se le demudó el semblante.

– ¿Cómo se ha enterado de eso?

– Franziska Haitinger me dijo que le preguntara por ese accidente.

Erika Brendel le pidió que se sentara otra vez y le habló del tremendo conflicto que se había producido con el divorcio de la señora Scholl y el reparto del patrimonio común. Todo era de los dos, pero sobre el papel él era el único propietario de la empresa de Colonia que generaba beneficios. Siegfried Scholl la había utilizado a ella para fundar a su nombre una empresa en Ibiza con la que simulaban tener ingresos por comisiones. Así, él traspasaba una parte de las ganancias a la empresa de ella, en España, y tenía que pagar una cantidad considerablemente menor de impuestos en Alemania. Cuando se separaron, él no quiso concederle parte de la empresa a Ingrid, pero sí quería el cincuenta por ciento de los beneficios de las comisiones de España. Argumentaba que ella poseía ya la casa de Colonia que había heredado de sus padres. Ingrid, sin embargo, reclamó judicialmente la parte que le correspondía de la empresa de Colonia y, como represalia, no quiso repartir con él los beneficios españoles. Él no podía reclamar nada por vía judicial, porque entonces la Tesorería alemana lo habría descubierto todo. De haber muerto ella antes de la separación, no obstante, él habría sido el heredero. Así que decidió cortarle los tubos de freno del coche.

La señora Brendel lo expuso como si fuera un hecho probado; no dejaba lugar a la duda. En el primer semáforo rojo que encontró, Ingrid Scholl no pudo frenar y fue arrollada por una furgoneta Volkswagen. Por fortuna, apenas resultó herida.

– Pero no denunció al bello Siegfried, porque, de hacerlo, puede que también saliera a la luz su propia evasión de impuestos. Simplemente decidió andarse con mucho ojo, y lo consiguió. Aunque tal vez fuera una victoria pírrica.

– ¿Qué quiere decir?

– Que a lo mejor en realidad ha perdido.

¿Habría conseguido al final su objetivo el fracasado atentado de Siegfried Scholl contra la vida de su mujer? Costa se levantó.

– ¿Por qué no me había explicado esto hasta ahora?

– ¿Por qué iba a hacerlo? -dijo la mujer, y lo acompañó hasta la puerta-. ¿Qué no nos haremos las personas?… Ingeli está muerta y no volverá.

De súbito se echó a llorar y las lágrimas cayeron por sus mejillas sin un solo sollozo, como en el aeropuerto. Costa se despidió de ella con la mano y salió enseguida del apartamento.

Cuando subió al coche, no se encontraba bien. Tenía que parar en alguna parte a comer algo. Se enfadó por no haberle pedido a Erika Brendel ni un pedazo de pan. Seguro que la mujer tenía algo en la nevera, aunque puede que fuera mejor así.