Cuando llegó a la carretera de Ibiza ciudad, volvió a colocar la luz azul en el techo del coche para ir más deprisa. No quería perderse por nada la reunión en el puesto.
El Surfista se puso bastante serio cuando Elena Navarro informó de que Franziska Haitinger había salido de prisión. Protestó, malhumorado, y dijo que ya había tenido que soportar bastantes comentarios de los compañeros por estar en el equipo de El Alemán, pero que si ahora los resultados de la investigación eran cuestionados oficialmente desde las altas esferas, ya no merecía la pena ni molestarse.
En España siempre había problemas con las competencias. El Surfista tenía que saberlo ya, por lo menos en la parte que le tocaba: la Guardia Civil se encargaba de los casos de asesinato fuera de la ciudad de Ibiza, mientras que dentro del municipio la única responsable era la Policía Nacional. También para eso existían excepciones, por no hablar de lo poco claros que eran los límites de la ciudad. Lo que más molestaba a Costa, de todas formas, era el derrotismo de su compañero. Decidió, sin embargo, intentar animar de nuevo a El Surfista, aunque no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Se decidió a atacarlo con sus mismas armas, igual que hacía en los interrogatorios.
– Cuando nos conocimos, me dijiste que para ti la vida era una aventura emocionante y que por eso había tantas cosas que te divertían -empezó a decir.
– Sí, es cierto, pero ¿qué tiene que ver eso con la puesta en libertad de la detenida?
– La aventura, creo yo, conlleva la imprevisibilidad de los acontecimientos. Es el deseo de no saber. El deseo de tener que orientarse con rapidez nuevamente. Y también aceptar que el adversario a veces puede llevarnos algo de ventaja.
– ¿Y qué tiene que ver eso con que hayan dejado libre a Haitinger?
Costa notó cómo la sangre afluía a sus labios. Otra vez la misma pregunta. Sin embargo, tenía que aplicarse también él mismo lo que estaba intentando decirle a El Surfista. Tenía que permanecer tranquilo, aunque el equipo acabara perdiendo al chico.
– La aventura también conlleva que se derrumbe algo que acabamos de construir. Que perdamos algo que ya creíamos seguro. -Sonrió-. Así es la aventura de la vida.
– Yo, por aventura, entiendo algo positivo.
– Lo que tiene de positivo es que los sucesos rara vez se pueden predecir y que siempre convivimos con el riesgo.
– ¿Cómo voy a ser un aventurero positivo si dejan salir así como así a una culpable de asesinato?
– Por ejemplo, intentando descubrir aquí, en la reunión, qué hay de positivo en ello. Pongamos en común todos los resultados y busquemos nuevas perspectivas una y otra vez.
A El Obispo parecía estar a punto de agotársele la paciencia. Inclinó su enorme mole hacia delante, dejó caer sus garras sobre la mesa y dijo que él iba a empezar ya, que después aún tenía que ir a hacerles la merienda a los niños. El Surfista se dio por vencido.
Rafel había analizado todo lo que habían encontrado en el apartamento y también en el cubo de la basura de la víctima. Gracias a los tiques de compra y a los resguardos de las tarjetas de crédito, podía reconstruir sus últimas horas con exactitud.
Costa consultó discretamente su reloj. A lo mejor debería haber llamado a Karin.
Ingrid Scholl había comido algo con sus dos amigas en el Mesón Sidrería entre las doce y media y las dos de la tarde. Las dos mujeres, Erika Brendel y Franziska Haitinger, no habían notado nada especial en ella, salvo que Ingrid no se encontraba del todo bien y por eso había pedido cita con su doctora. El Obispo abrió su dossier.
– A las catorce y dos paga en el Mesón Sidrería con la Visa Oro. A las catorce diez, más o menos, regresa a Vista Mar. Se cambia, se tumba una hora a descansar, se viste, va en coche hasta la consulta. A las dieciséis veintisiete saca un tique de aparcamiento y entra a la consulta a las dieciséis treinta. La doctora Sperl le receta digoxina, un fármaco para el corazón. Encontramos el medicamento en el armarito del baño, donde también guardaba Aspirina, Rohypnol, que son unas pastillas para dormir bastante fuertes, y varias tinturas y pomadas, como Pyralvez, Canisten y Zovirax. A las diecisiete diez sale de la consulta y va al supermercado, donde paga a las diecisiete cincuenta y nueve en la caja. Recoge el medicamento prescrito en una farmacia de San Jaime y paga a las dieciocho dieciocho. Después va a la perfumería Clapés, compra el perfume de Paloma Picasso y paga a las dieciocho cuarenta y nueve. Su último recado es en la floristería El Ramo, en la plaza Macabich, donde compra dos orquídeas con maceta y le pide a la dependienta que le escriba la tarjeta que las acompaña. He ido a preguntar. Es la tarjeta que encontramos junto a la maceta y que dice: «Con amor, Günter». Después volvió al coche, que seguía aparcado en Juan Tur, y debió de llegar a casa a eso de las diecinueve diez.
– Poco después llegó Martina Kluge, la esteticista -dijo El Surfista.
– Un momento, un momento -interrumpió Costa-. Repite eso de la tarjeta de las flores. ¿Quieres decir que el «Con amor, Günter» de la tarjeta lo escribió la dependienta?
– Sí -dijo El Obispo-. Es raro. A mí también me lo ha parecido.
– ¿No puede haber un error?
– He vuelto a ir una segunda vez y le he enseñado la tarjeta. No hay ninguna duda. Se lo he hecho escribir de nuevo. La letra coincide.
Costa sacudió la cabeza y le pidió a El Surfista que les informara de su entrevista con Martina Kluge, para lo cual tuvo que reprimir su enfado, porque su joven compañero había pasado por alto su deseo expreso de interrogar personalmente a la echadora de runas.
Martina Kluge, según informó El Surfista, dijo que había llegado a casa de Ingrid Scholl a las 19.30 o algo después.
– Antes de empezar tuvo que atender una llamada telefónica, pero después estuvo con la mujer una hora y veinte minutos, aproximadamente. Estaba agotada por las compras y se acostó. Poco después la mataron. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas, y en el apartamento no estuvo nadie… salvo Franziska Haitinger.
– Y la esteticista -dijo El Obispo.
– O alguien que estuviera escondido dentro. Con o sin el conocimiento de Ingrid Scholl -agregó Elena Navarro.
– A lo mejor tenía a su asesino escondido en el armario -se mofó El Surfista.
– O a su marido. -A El Obispo le resbaló la burla-. A él le habría dejado entrar, pero se lo habría ocultado a la echadora de runas, porque siempre le había hablado mal de él. Llega su amiga y ella está sentadita en el sofá con él dándole la mano… De modo que lo envía al dormitorio y le dice que no salga. El hombre accede sin rechistar, a fin de cuentas es una ventaja para él. Tiene lógica.
– ¿Y por qué la mata de una forma tan horrible? -preguntó Elena.
– Porque quiere hacernos creer que ha sido un desequilibrado. Alguien de una secta o que se ha escapado de un manicomio.
Costa dijo que en todo caso habría que comprobar la coartada de Siegfried Scholl. Se ofreció a volar a Colonia a tal efecto, ya que solicitar un interrogatorio por la vía de ayuda administrativa tardaría demasiado. Así llamaría también a la otra amiga de la señora Scholl, Anke Vogt. Lo que le daba rabia era que él personalmente tendría que cargar con los costes del viaje. El Obispo se ofreció para comentarle al comandante la cuestión del reembolso de los gastos de las gestiones necesarias en Alemania. Costa le dio las gracias y le pidió a El Surfista que siguiera con su intervención sobre Martina Kluge.
La esteticista trabajaba a horas sueltas en el centro de belleza de Vista Alar, donde había ido a verla. La describió como una joven preciosa y atractiva que nunca iba de discotecas. No conocía lo más mínimo el mundo de la fiesta. Dedicaba todo su tiempo a señoras mayores que a menudo se sentían solas y se encontraban lejos de sus familias. También hacía Visitas a domicilio a sus clientas, pero El Surfista no había retenido ni anotado qué clase de tratamientos les realizaba. No le había parecido que tuviera ninguna relevancia. Costa le preguntó si la chica hablaba bien el español, y El Surfista, con una sonrisa ambigua, comentó que lo suficiente.