Выбрать главу

– ¿Tienes claro que esa testigo fue la última que vio con vida a Ingrid Scholl?

De nuevo sentía rabia por que El Surfista no le hubiese dejado hacerse cargo del interrogatorio de esa testigo tan importante. Se había precipitado; ahora la muchacha ya estaba sobre aviso y podría prepararse.

El Surfista le echó una mirada a sus notas.

– Desde luego. A las diecinueve treinta había quedado con Scholl y se encontraron en el garaje. Iban a subir juntas en el ascensor, pero Martina Kluge se había dejado el móvil en el coche, así que la señora Scholl subió primero. Martina Kluge regresó al coche y subió después.

– ¿Cuánto después? -quiso saber Costa.

– Veinte minutos.

– ¿Tanto? -preguntó Costa.

– Estuvo hablando por teléfono.

– ¿Con quién?

– Ni idea. ¿Es importante?

A Costa le habría gustado darle un bofetón.

– ¿Y después?

– Después subió y le echó las cartas a Scholl. Al cabo de una hora y veinte minutos, más o menos, volvió a marcharse. Con eso se embolsó ciento cincuenta marcos.

– ¿Hubo algo que le llamara la atención en casa de la señora Scholl? ¿Estaba nerviosa? ¿Le explicó algo?

– Kluge dice que Scholl estaba inquieta a causa de la relación con su prometido. Un arquitecto que trabaja en Suecia, treinta y cuatro años más joven que ella. Quería casarse con él y tenía miedo de que en Suecia hubiera cambiado de opinión. Por eso quería que Kluge le leyera el futuro.

Se hizo entonces el silencio en la sala. Todos se quedaron callados. «A lo mejor están cansados», pensó Costa. Habían recabado una gran cantidad de datos y, mientras uno informaba, el resto del grupo tenía que cotejar las novedades con los hechos que ya conocían. Costa quería concentrarse otra vez en la contradicción de que la víctima fuera a casarse con ese hombre pero que se enviara flores ella misma. ¿Se escribiría también ella las cartas de amor? ¿Las había? No, El Obispo no había encontrado nada. Elena Navarro se echó a reír de pronto.

– ¿De qué te ríes? -preguntó El Surfista de mala manera.

– ¿Y ella qué le dijo? -preguntó Elena-. Estamos esperando todos a saber qué le dijo.

– La puso sobre aviso.

– ¿Sobre aviso en cuanto a qué? -preguntó Elena.

– Dice que en las runas vio la muerte.

Todos despertaron de pronto.

– ¿La muerte? -preguntó El Obispo-. ¿Le has dicho por qué ibas a verla? Me refiero a si ya sabía que han asesinado a Scholl.

– Sí, por supuesto.

El Obispo, decepcionado, se desplomó en su silla.

– Entonces eso lo ha dicho para darse importancia. Los videntes siempre dicen haberlo sabido todo con antelación.

Elena les informó también de su conversación con Wolfgang Krebs, el antiguo amante de Franziska Haitinger. Había ido a verlo a su tienda de informática. Al principio el joven se lo había puesto difícil, decía que no podía facilitar ningún dato sobre sus clientes, pero después había admitido a regañadientes haber mantenido una relación amorosa con Franziska Haitinger, y quiso discutir con Elena qué entendía ella por «relación amorosa». Cuando le preguntó si tenía alguna deuda con la señora Haitinger, el joven espetó que a ella qué le importaba, y no se mostró dispuesto a cooperar hasta que Elena le repitió que estaba investigando un caso de asesinato y que podía hacer que sus compañeros de la Guardia Civil se lo llevaran preso. Krebs admitió entonces haber recibido un préstamo de Haitinger, pero aseguró que pensaba devolvérselo todo en los próximos días y que, así, ya no cargaría con eso en su conciencia. Enseguida explicó que se habían separado porque la mujer era muy depresiva. Él había tenido que pasar horas y horas con ella -¡también físicamente!-, porque no soportaba estar a solas consigo misma.

– Si Haitinger soporta o no la soledad, no lo sé -comentó Elena con sequedad tras su informe-. Pero está claro que tiene que tener los nervios bien templados para haber estado con un tipo así.

Se notaba la rabia contenida que sentía hacia ese hombre al que había descrito como atractivo y fuerte, pero que la sacaba de quicio con sus embustes y sus tácticas.

El caso es que al final tenía coartada para la hora del crimen. Había estado hasta tarde con un cliente, un integrante del grupo de pop SWEET, el cual lo había corroborado todo.

– Bien -dijo Costa-, entonces podemos descartarlo.

Y tachó el nombre de su libreta.

Faltaban pocos minutos para las seis cuando Costa salió del edificio y cruzó el patio para ir hacia su coche. Al detenerse en la salida para dejar pasar a una motocicleta, vio a Elena Navarro. Bajó la ventanilla y le preguntó dónde había dejado su moto.

La joven se inclinó para asomarse a la ventanilla y le explicó que se había olvidado de comprar bujías y que por eso iba a pie. Costa se ofreció a llevarla al centro. Ella lo pensó un momento, después asintió y subió al coche. Antes de que Costa se lo pidiera, ella ya tenía el cinturón en las manos y so lo estaba abrochando. Llevaba unos vaqueros y una camisa de hilo a cuadros blancos y azules. Aunque ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta llegar a Vara de Rey, Costa disfrutaba de una agradable sensación de relajación.

– Puedes dejarme en el Mar y Sol. Quiero comprar un par de cosas -dijo Elena.

Costa se detuvo delante del café, aunque con ello bloqueó un momento el tráfico.

– ¿No es ése el tío de la foto? -preguntó Elena de repente, cuando iba a bajar. Volvió a encoger las piernas y cerró la puerta.

– ¿Quién?

– ¡El tío de la fotografía del marco de plata que había en la cómoda de Ingrid Scholl!

– ¿Dónde dices?

Por detrás de Costa había tres coches pitando a la vez que no le dejaban concentrarse.

Las mesas del Mar y Sol estaban abarrotadas, por lo que en un primer momento no fue capaz de reconocer absolutamente a nadie. Además, un agente uniformado de la Policía Local se le acercó a pasos raudos.

Elena, por lo visto, no tenía ninguna duda. Dio unos golpecitos imperiosos contra la ventanilla:

– ¡Allí! ¿No lo ves? ¡Está ahí sentado!

También Costa lo vio entonces. Era un hombre apuesto, con gafas de sol, que estaba sentado en su silla con languidez y jugueteaba con una cadenita de oro que llevaba en la muñeca izquierda.

El policía dio unos fuertes golpes contra la ventanilla. Costa la bajó y sacó a regañadientes su identificación. El agente le echó un vistazo, asintió con afabilidad y preguntó si podía ayudarle en algo.

– Quédese aquí un momento y desvíe el tráfico -dijo Costa, y volvió a guardarse la identificación-. Tengo que ir a hablar un momento con un testigo.

Elena se ofreció a conducir el coche por la zona hasta que Costa hubiera terminado con la comprobación de la identidad del hombre. A él le pareció bien. Bajó y se acercó despacio a la mesa, junto a la que había una silla vacía. Costa, mascullando, preguntó en alemán si el asiento estaba libre. Cuando el hombre asintió, supo que era de Alemania. Se sentó y pudo contemplar con tranquilidad a su compañero de mesa a través de sus gafas de sol. El joven, al que Costa en un principio le había echado unos treinta años, llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca. Sobre sus hombros colgaba desenfadadamente un suéter gris, y se había anudado al cuello un pañuelo de seda con un estampado verde, rojo y marrón. Costa no estaba tan seguro como Elena de que fuera el mismo de la fotografía y lamentó no haberse fijado más en él antes de acercarse.

– ¿No nos habíamos visto alguna vez?-preguntó.

El hombre se inclinó hacia delante junto con la silla, cogió un mondadientes, miró un momento a Costa a los ojos, volvió a inclinar la silla hacia atrás y se puso a morder el palillo de madera.