Al entrar en su apartamento olía bien, porque había colgado nuevas bolsitas de rosa en los armarios. Guardó lo que había comprado en la nevera y en la despensa, y después fue a buscar el tiesto de porcelana turca que había comprado durante unas vacaciones en Estambul. Sacó los guantes de goma y llevó las orquídeas al baño, donde les quitó la maceta de plástico para trasplantarlas. Las flores estaban algo inclinadas porque se habían apoyado contra el asiento de atrás. Se quitó los guantes, los dejó tirados en el borde de la bañera y llevó el tiesto a la cocina.
Buscó dos largos espetones de los que había comprado para la fiesta barbacoa de las últimas Navidades y los clavó en la tierra a modo de rodrigones. Llevó las orquídeas a la sala de estar y las dejó junto a la otomana que había mandado tapizar de nuevo hacía un tiempo. Estaba agotada. Ir de compras la dejaba exhausta, pero nunca lo notaba hasta que volvía a casa.
Cuando se hubo recuperado, miró el reloj y se alegró de que Martina estuviese a punto de llegar. Por fin sabría algo de Günter. Sí, le había enviado ese tiesto de flores desde Suecia. Hasta entonces siempre habían sido ramos. Rosas, la última vez. Pronto estarían secas, pero ella aún las tenía puestas en el jarrón. Su mirada recayó en las orquídeas. Recolocó la tarjetita con la declaración de amor de Günter entre las flores y preparó agua y dos vasos. Faltaba poco para las siete y media, Martina enseguida estaría allí.
Salió al balcón. El mar se extendía con un azul lechoso bajo un horizonte de color naranja. Más arriba, el cielo se volvía verde claro y celeste en la bóveda, aunque no tan brillante como durante el día. Todavía no había oscurecido del todo, pero ella creyó sentir ya las tinieblas penetrantes en el cuerpo.
Al oír la llamada secreta en el timbre, presionó el botón que abría la puerta de la verja. Como su amiga Erika Brendel se había ido a Mallorca y con Franzi no había quedado hasta más tarde, sólo podía ser Martina. Se decidió a salir a su encuentro y esperarla en el garaje.
Martina bajó del coche, se acercó a Ingrid y le dio un abrazo. Sus ojos azules brillaban. La chica llevaba el pelo a lo garçon, y su rubio trigo relucía bajo el fluorescente del garaje subterráneo. Ingrid le dio la mano y caminaron hasta la salida como dos hermanas. «Casi no se nota la diferencia -pensó Ingrid-, sesenta y cinco y veintiséis.»
En la puerta del ascensor, Martina se dio cuenta de que se había dejado el móvil en el coche. Le dio a Ingrid su maletín y le pidió que subiera y lo fuera preparando todo, porque ella tendría que marcharse con el tiempo justo.
Cuando Ingrid llegó arriba, oyó una música que no conocía. Había dejado la puerta abierta, pero lo cierto es que toda la residencia estaba vigilada. Se quedó completamente perpleja… ¡Música en su equipo! Sólo podía ser Franziska; se habría acercado un momento desde la puerta de enfrente. La llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta.
Apagó el equipo, fue hacia el dormitorio y abrió la puerta. Nada. Fue a ver a la otra habitación, la que utilizaba como ropero y sala de plancha. Tampoco. La cocina también estaba desierta, desde luego, pero le escamó ver el zumo de naranja sobre la mesa. ¡Ella lo había recogido todo! ¿Cómo es que sólo esa bolsa seguía ahí? Volvió a meterla en la nevera. Al cerrar otra vez la puerta oyó un crujido. Tenía que haber sido dentro del apartamento. Sintió los latidos de su corazón, le costaba respirar. Estaba paralizada y la sensación de que podía haber alguien en su casa no hacía más que crecer. Sudando de miedo, aguzó el oído: percibía algo así como una respiración lenta, arrastrada. Aunque tal vez fuese el susurro de su propia sangre.
Se obligó a salir al balcón de la cocina y esperar a Martina allí. De pronto volvió a oír el crujido en el interior del piso. El suelo era de baldosas, pensó entonces, en él no se oían los pasos. ¿No distinguía ya los ruidos? Varias imágenes acudieron en respuesta. No imágenes salidas de sus sueños, como de niña, sino imágenes de la televisión. Un hombre con un hacha levantada tras la puerta.
Despacio y con la respiración contenida, se acercó a la entrada y casi cayó inconsciente al oír el timbre. Después se enfadó por haberse llevado tal susto, porque era la llamada secreta que sólo Erika, Franzi y Martina conocían. Aun así, miró por la mirilla. Fuera estaba Martina. Abrió la puerta.
– Ya estoy aquí -dijo la chica con alegría-. Me han llamado. Por eso he tardado más.
Dejó el móvil en la mesa, junto a la baraja de cartas rúnicas.
Ingrid sirvió agua mineral, se sentó frente a ella, puso las manos sobre la mesa y se miró las uñas con nerviosismo. Hizo un esfuerzo y le explicó lo de la música.
Martina volvió a poner el CD y lo escuchó un momento.
– Es de Prince -dijo-. Eso es que te lo ha regalado alguien. Sólo ha podido ser alguien del edificio. ¿Quién crees que habrá sido?
Ingrid seguía intranquila.
– ¿Franzi?
– Qué detalle -dijo Martina, rodeó la mesa y quiso abrazar a Ingrid, pero ella la rechazó y le recordó que tenía el tiempo justo.
– Günter vendrá y nos casaremos. Quiero que me digas algo de eso -advirtió con severidad.
– Pues vamos a empezar. Ahora veremos qué te comunican las runas.
Cuando empezó a echar las cartas, le sonó el móvil. La joven lo alcanzó enseguida y escuchó mientras le hablaban. A Ingrid, que la miraba, le pareció que se le demudaba el rostro, que palidecía y se estremecía un poco mientras su mirada permanecía fija en un punto lejano. Cuando dejó el teléfono, se disculpó por haber olvidado apagarlo.
– ¿Malas noticias? -preguntó Ingrid.
Martina dijo que no con la cabeza, que sólo le habían explicado cómo llegar a casa de una clienta.
– Voy un momento al baño antes de empezar.
Cuando regresó, sacó una botellita del bolsillo de su chaqueta.
– Esta vez te he traído té ayurvédico de jengibre, te sentará bien. -Sirvió un poco-. El jengibre sabe fuerte, pero es muy sano. -Volvió a echar las cartas y añadió-: También por si las runas nos dan malas noticias.
Ingrid vio cómo movía las manos. Martina tenía unos dedos bonitos y esbeltos que esbozaban ondas sobre las cartas. No llevaba joyas, ni las uñas pintadas. A Ingrid, por el contrario, le encantaban las uñas rojas, llevaba varios anillos y pulseras de oro en las muñecas.
– Creo que quieres saber cuáles son los sentimientos de Günter por ti -dijo Martina en voz baja-. Si todavía te quiere y cómo será vuestra relación cuando esté aquí.
– ¡Quiero ser feliz con él! -exclamó Ingrid, y de pronto tuvo un ataque de tos.
La chica le susurró las preguntas a las cartas. «¿Será armoniosa la relación? ¿Puede haber problemas? En ese caso, ¿cuáles? ¿Tendrán problemas a causa de la forma de pensar de él, o por su carácter?»
Martina tardó un buen rato, pero al fin apareció la carta que contenía la respuesta a sus preguntas.
– La runa f, Fehu, representa la felicidad y la riqueza. Te ama y se alegra de volver a verte. Ha esperado mucho tiempo, así que está impaciente. -Siguió indagando-. En esa impaciencia puede que haya un poco de inseguridad a causa de… -Se interrumpió y miró a su clienta, como tanteándola.
A Ingrid le brillaban los ojos. Inspiró con ansia, se le aceleró la respiración. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
– ¿A causa de qué? -preguntó.
Martina parecía indecisa.
– De la gran diferencia de edad -dijo a un volumen apenas audible.
– Tiene treinta y uno -balbuceó Ingrid-. ¡Tú misma has dicho que con la operación, tus cuidados y todo lo demás no parece que tenga más de cuarenta y cinco! Estoy igual que muchas cuarentonas.
– Hay leyes de la vida que no se pueden romper -dijo Martina, sin ninguna inflexión en la voz.
– ¿Qué ves en las runas? ¿Qué ves? -La voz de Ingrid sonó dura.
La mano de Martina se cernió sobre una carta.