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– Sí que nos habíamos visto, ¿no? -volvió a intentarlo Costa con una sonrisa.

– No, que yo sepa -respondió el otro de mala gana.

– ¿No es usted Günter Grone?

– No. Debe de ser una equivocación.

No se le notaba nada extraño. Costa asintió, cruzó los brazos detrás de la cabeza, miró al cielo y, con el tono de un turista que busca conversación, le preguntó cuánto hacía que estaba en Ibiza.

– Desde ayer -respondió el hombre con cansancio.

«Si eso es cierto -pensó Costa-, no es el asesino.» Pero hizo como si se alegrara de recordar que habían compartido el mismo avión.

– ¡Sí, eso es! ¡Ahí lo vi! ¡Ayer por la tarde, en el vuelo de Hapag Lloyd!

– Llegué por la mañana, a las diez menos cuarto, en el de LTU.

Y volvió a sentarse muy erguido. Su postura era ahora más vigilante.

Costa se hizo pasar por un turista chismoso.

– Pero ¿es que en este sitio no viene nadie a servir?

El joven miró en derredor, pero tampoco vio a ninguna camarera.

– ¿Y dónde se hospeda usted? -preguntó Costa.

– ¿Por qué quiere saberlo?

Costa cambió de tono, aunque seguía sonriendo.

– Porque soy de la policía de extranjeros.

– Muy gracioso.

– Y, aun así, sigo pensando que ya nos habíamos visto. ¿Conoce usted a una tal Ingrid Scholl?

– No. Lo siento. No la conozco.

Seguía sin notársele nada raro, pero Costa no pensaba rendirse.

– Entonces tendrá que ayudarme usted… ¿Cómo se llama?

– ¿Y cómo se llama usted?

Costa se levantó un tanto y le tendió la mano.

– Toni Costa -dijo con una amplia sonrisa, esperando que el hombre le dijera también su nombre.

– Yo me llamo Ulf Hinrich.

Costa había jugado su última baza.

– Ya, pues, si no piensan venir a servirnos… -Miró una vez más en derredor, se levantó y vio que Elena pasaba con el coche por delante del café justo en ese momento-. Bueno, le deseo que disfrute de una estancia agradable, señor Hinrich.

El hombre asintió como de pasada y escupió el mondadientes.

Costa se apresuró entre las mesas y subió al coche con Elena. No podía detenerse allí mucho rato porque los demás coches ya volvían a pitar.

– Por desgracia, no recuerdo muy bien la cara de la fotografía -dijo Costa.

– ¿Qué es lo que te ha dicho? -Había avanzado un trecho por la avenida Santa Eulalia y entonces se detuvo.

– Que se llama Ulf Hinrich. Dice que no conoce a ningún Günter Grone ni a ninguna Ingrid Scholl.

Elena bajó del coche y le deseó una buena tarde mientras él se sentaba al volante. El capitán le dijo que igualmente y se dirigió a casa de Karin, que ahora tenía un apartamento en el puerto, a la vuelta de la esquina del Casino. Sin embargo, como no quería llegar hasta las siete, todavía tenía media hora libre. La luz de la tarde bañaba el puerto. Costa pensó en dejar el coche e ir paseando hasta el muelle. O sentarse en uno de los bancos de piedra y no hacer nada más que contemplar las gaviotas. Sentir la vida. El paso de los segundos. ¿No lo conseguía sólo en los momentos en los que el tiempo se detenía? Su infancia había sido hermosa porque había consistido en una larga sucesión de instantes así.

Había torcido ya hacia la entrada del puerto cuando de repente sintió el irresistible impulso de regresar al puesto de la Guardia Civil y examinar aquella fotografía.

Aparcó el coche justo delante de la entrada, dejó la llave puesta y subió corriendo la escalera. A la primera alcanzó el archivador y sacó la fotografía en la que se veía a Ingrid Scholl con un vestido oscuro de mucho escote junto a Günter Grone.

Costa se puso a comparar mentalmente la foto con el hombre del Mar y Sol. En ninguno se apreciaban rasgos característicos que pudieran acabar con la duda. Además, ¿por qué iba a negar con tanta vehemencia el arquitecto que la conocía? ¿O dar un nombre falso? No tenía ningún sentido.

Por algún motivo incomprensible, Costa se guardó la fotografía en el bolsillo y volvió a salir corriendo.

Cuando Karin le abrió la puerta, le asaltó un aroma a aceite y ajo. Karin acababa de lavarse el pelo, llevaba una camiseta blanca, pantalones de marinero y un delantal rojo vivo.

– Hola, Merlin -dijo con una risa maravillosa, y al llamarlo así evocó todos los olores y los colores de la feliz infancia de él, así como el recuerdo de su madre, siempre alegre.

El aroma del ajo hizo que a Costa le apeteciera un vino tinto que, por desgracia, se había olvidado de llevar. Eso lo hundió en la añoranza. Añoranza de amor, de armonía y ternura. Abrazó a Karin, la sostuvo con fuerza, le dio un beso en el cuello, le lamió el lóbulo de la oreja, rozó su nariz con ella y le guiñó un ojo. Entonces ambos se echaron a reír y se tambalearon hacia la cocina, abrazados. Allí Costa vio un wok.

– ¡Ah, genial! Haces dorada.

– Y de primero, gambas. ¡Están muy frescas!

– ¿Bajo un momento a donde Pep por un buen vino blanco?

Karin rió.

– Pero si ya sé que tú sólo bebes tinto. Tengo un Jean León fantástico, un cabernet sauvignon reserva del noventa y cinco, toma.

– ¡Oh, cásate conmigo! -exclamó él.

Volvieron a reír. Costa la ayudó a poner la mesa, aunque antes ella quiso enseñarle su nuevo apartamento. Tenía una hermosa vista del puerto, la muralla de la ciudad, el castillo y la iglesia blanca, que ya estaban iluminados. Costa se prohibió pensar que otros tenían belleza mientras que él tenía cadáveres, pues sabía que eso siempre iba ligado a un estado de ánimo que Karin sin duda percibiría. El olor de la madera de almendro verde y el reflejo de los últimos rayos del sol sobre el mar, que se veía desde el balcón, eran una invitación a pasar una velada llena de pensamientos agradables.

– Desde ahí fuera se ve todo el puerto. Por las mañanas siempre desayuno en el balcón -dijo Karin, levantando la voz para que la oyera.

Costa descorchó la botella de vino y sirvió dos copas grandes. Cuando lo olió, no pudo resistirse a dar un pequeño sorbo. Ella lo vio desde la cocina y le gritó que esperara a brindar con ella. A Costa le habría gustado cogerla en brazos y llevársela a la cama, pero los aromas de la cocina eran tan seductores que el estómago se le había despertado y empezaba a rugirle de hambre. Entonces cayó en la cuenta de que ella detestaba hacer el amor con el estómago lleno. «Me siento demasiado gorda y sebosa», era su explicación.

Pues muy bien. Fue a la cocina y se asomó a mirar la sartén por encima del hombro de ella, sopló para apartarle el pelo de la nuca, sostuvo las copas en alto, brindó con Karin, la besó y se la llevó despacio hacia el dormitorio. Vio que su teléfono móvil se quedaba en la mesa de la cocina, pero ya era demasiado tarde. Se lanzaron juntos a la cama y, mientras él la besaba y pensaba en lo bonito que sería estar siempre a su lado, su mirada se cruzó con las fotografías que había sobre un montón de periódicos. En ellas se veía al cirujano plástico Schönbach en las situaciones más variopintas. Estaban ampliadas a un tamaño desacostumbradamente grande. Costa sintió que se le secaba la boca y se le tensaba el cuero cabelludo. Intentó contener sus celos imaginando que era el cumpleaños de ella. «Le regalaré todos mis buenos pensamientos -razonó-. ¡Sólo los buenos!» Le acarició la frente y las pestañas con sus labios. Ella lo apartó un poco y se lo quedó mirando.

Le brillaban los ojos, y en ese brillo Costa vio el resplandor de su ira, la profunda oscuridad de su tristeza, las chispas de su alegría y el destello dorado de su ternura.

La amaba y quería que lo supiera, pero antes de que pudiera decirle nada, oyó sonar su móvil en la mesa de la cocina. Debería haberlo dejado sonar… ¡pero aquélla no era su melodía! ¿Seguro que era su móvil?

– ¿Es el tuyo? -le preguntó a Karin.