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Ella no se dignó contestar. No creyó lo que él mismo descubrió más tarde: que El Obispo le había cambiado en secreto la melodía durante la última reunión. La Marcha Radetzky no dejaba de sonar.

Costa se había quedado paralizado. Esperó un momento, pero el tono no terminaba nunca. Saltó furioso de la cama y, en lugar de apagarlo, descolgó y oyó la clara voz de Elena.

La teniente le dijo que había seguido al hombre del café hasta el hotel Playa Central. Había visto cómo sacaba sus cosas de la habitación 216, pagaba la cuenta en recepción y desaparecía de allí. Debía de haberse dado cuenta de que lo seguía, porque no había sido capaz de encontrarlo ni en la parada de taxis ni en la calle. Elena había regresado a recepción, se había identificado como agente de la Guardia Civil y había pedido que le enseñaran la cuenta. Se había registrado como Ulf Hinrich, de Colonia, y llevaba allí desde la tarde del miércoles.

– ¿El miércoles? -preguntó Costa-. Entonces ya estaba en la isla el día de los hechos, no llegó el jueves. ¿Por qué me ha mentido si no tenía nada que ocultar?

– Porque sí tenía algo que ocultar -dijo Elena.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Hay que registrar la habitación del hotel en busca de huellas dactilares para cotejarlas con las del apartamento de la víctima.

Costa consultó el reloj. Eran las ocho y cuarto. Karin ya se había levantado y había servido la cena en la mesa. Tenía una copa de tinto en la mano y miraba por la ventana.

– A estas horas ya no conseguiremos una orden de registro para el Playa Central -dijo Costa en voz baja-. Y, cuando la tengamos, ya le habrán dado la habitación a otro cliente. ¿No podrías hablar con la dirección?

– No. Eso tendrías que hacerlo tú en persona. Además, está claro que El Surfista no se moverá para empezar el trabajo cuanto antes sólo porque yo se lo pida. Y si encontramos algo, habrá que tomar las decisiones pertinentes. Yo me quedo aquí, en recepción, y me encargo de que no le adjudiquen la habitación a nadie.

Mierda, ahora sí que tenía un problema de verdad. Karin no se lo perdonaría jamás.

– Estaré allí dentro de diez minutos -susurró deprisa.

Elena dijo que muy bien y colgó, pero Costa se quedó aún un momento más con el teléfono al oído. Tenía que ganar tiempo. ¿Cómo iba a explicarle a Karin la situación? Se quedó así durante cuatro minutos sin conseguir encontrar una respuesta. Se acercó a Karin, la rodeó con sus brazos y le dijo que tenía que irse, que estaban a punto de pillar al asesino de una anciana.

Ella lo apartó de sí y, al hacerlo, se salpicó de vino los pantalones.

– No me habías contado nada de eso.

Su voz era glacial.

Costa se justificó diciendo que no podía contarle nada porque su superior les había prohibido informar a la prensa. Dio media vuelta deprisa, se vistió y oyó aún los sollozos de ella mientras cerraba la puerta al salir.

Elena seguía en recepción cuando Costa entró en el hotel. Llegó a un acuerdo con el director y llamó a El Surfista, que se enfadó porque iba que tener que dejar a medias alguna de sus diversiones.

La actuación al completo duró dos horas. A las tres de la mañana, cuando Costa ya estaba en la cama, durmiendo, recibió una llamada de El Surfista, que le comunicó que una de las huellas dactilares era idéntica a otra de las recogidas en el apartamento de la víctima. Después de eso, Costa ya no logró conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en Karin, pero no encontraba la forma de hacer las paces con ella. No dejó de dar vueltas para un lado y para el otro, y no fue hasta más o menos las cuatro y media cuando el sueño lo venció.

Capítulo 7

Cuando sonó el despertador, a las seis y media, Costa se levantó bañado en sudor y con las extremidades pesadas.

A las siete y media ya iba en dirección a Vista Mar con el coche. Era demasiado temprano para llamar a Karin, y tampoco tenía sentido hacerlo, pero debía hablar con alguien. Lo intentó con El Obispo y se alegró de escuchar su voz profunda y tranquilizadora en ese momento.

– A las nueve. Está bien. Ya informo yo a los demás.

Costa conducía con el sol de frente. Le ardían los ojos. Bajó todas las ventanillas e inspiró hondo el fresco aroma de los pinos al pasar por delante del campo de golf.

Le enseñó al conserje la fotografía de Grone y le pidió que retrocediera mentalmente una vez más hasta el miércoles. El conserje estaba más que seguro de que el hombre de la fotografía no había estado en el complejo el miércoles en cuestión. O, en todo caso, él no lo había visto. Le explicó a Costa otra vez lo buenas que eran las medidas de seguridad, y que era prácticamente imposible entrar en el recinto sin autorización. Estaba claro que el conserje era de la opinión de que había que buscar al asesino entre los residentes.

Costa lo sopesó un momento. Si Ulf Hinrich era idéntico al hombre de la fotografía e Ingrid Scholl lo esperaba con anhelo, tal como se desprendía tanto de las declaraciones de la señora Brendel como de la señora Haitinger, de haber aparecido el hombre de repente aquel miércoles, Scholl sin duda lo habría dejado pasar, loca de alegría, y enseguida habría compartido su felicidad con sus amigas Franzi y Erika. Lo primero que habría hecho habría sido descolgar el teléfono. Sobre todo teniendo en cuenta que se enviaba flores ella misma para fingir ante sus amigas una maravillosa historia de amor.

Costa consideraba prácticamente imposible que se hubiera guardado para sí un acontecimiento tan emocionante como la inesperada aparición de su añorado amante, o prometido. Por el momento había que aclarar si Ulf Hinrich era de verdad idéntico a Günter Grone, y cuándo había dejado ese Ulf Hinrich su huella dactilar en el pestillo del dormitorio de Ingrid Scholl. De manera que tenían que encontrarlo y reconstruir meticulosamente todos sus movimientos por la isla.

Costa decidió ir a visitar a la señora Haitinger para recabar información más precisa acerca de Günter Grone. Por la misma razón quería volver a hablar también con la señora Brendel.

Le preguntó al conserje si Franziska Haitinger estaba en casa. De repente le interesaba saber si la mujer había acatado la condición de no abandonar la isla.

– Puede que se haya marchado -dijo el conserje, mirando a su esposa con indefensión.

En ese momento Costa se alarmó y subió corriendo la escalera. Llamó una, dos veces, y después varias veces más sin parar, pero no le abrió nadie. Golpeó la puerta del apartamento… para nada. Volvió a bajar corriendo la escalera y llamó a casa de la señora Brendel. Tras unos breves instantes, la mujer apareció en la puerta. Llevaba una bata de seda color turquesa con un estampado de grandes flores y se había puesto rulos en el pelo.

– ¡Ah, amigo mío! -exclamó, y lo saludó con gestos, invitándolo a entrar-. ¡Pase a desayunar! ¡Seguro que ha olido los panecillos crujientes!

Cuando el aroma del café llegó hasta su nariz, Costa sintió de repente unas ganas inmensas de comer panecillos recién hechos. Esa Brendel tenía cierto parecido con su madre.

– Lo siento, señora Brendel, pero tengo que irme. Sólo una breve pregunta: ¿tiene usted idea de dónde podría encontrar a la señora Haitinger?

– ¡Por eso precisamente había preparado desayuno para dos! Franzi iba a venir. -Consultó el reloj-. Hace media hora que la espero, incluso he subido arriba, pero ha desaparecido sin dejar rastro.

Alargó el «sin dejar rastro» con una sonrisa de satisfacción… en alusión a la profesión de él como seguidor de pistas.

Costa preguntó si era posible que Franziska Haitinger se hubiese marchado a Alemania.

– En ese caso habría hecho justo lo que deseaba su marido. No lo creo.

– ¿Qué era lo que deseaba él? -preguntó Costa con desconfianza.

– Que desapareciera. ¿Quién querría acabar una segunda vez en esta cárcel de aquí? La verdad es que no es precisamente de lujo.