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Antes de marcharse, Costa quiso saber también si la mujer tenía la dirección del arquitecto Günter Grone.

– ¿Es que no estaba su dirección entre la documentación de Ingeli?

– Es extraño, pero no.

El Obispo y Elena lo habían registrado todo a conciencia, pero no habían logrado encontrar ninguna dirección del amante de Ingrid Scholl.

Costa se decidió a tramitar una orden de búsqueda y captura contra Ulf Hinrich, alias Günter Grone. Desafortunadamente, llevaba consigo la fotografía que necesitarían para la orden. De todas formas, si Hinrich se había esfumado en el primer vuelo, su rastro sería muy difícil de seguir.

¿Y qué haría con Haitinger? A lo mejor también había huido al extranjero y todo su trabajo había sido en balde.

Eran poco más de las nueve cuando Costa llegó a su despacho. En su escritorio tenía el informe de la autopsia aún por leer, pero en ese momento no disponía de tiempo. Los demás todavía no habían llegado, aunque él había convocado la reunión a las nueve. Esa falta de puntualidad tan típica de la isla lo sacaba de quicio, pero no pensaba rendirse a ella. Llamó de inmediato a Carmen García a la centralita y le pidió el número de teléfono de Antoni Campaña, el abogado de Franziska Haitinger.

El abogado sabía que su defendida tenía que acatar la condición de no abandonar la isla hasta que el juez Montanya levantara esa prohibición, así que seguro que respondería por ella. Carmen no tenía su número de móvil, sólo el de su oficina. Costa lo garabateó en el margen del informe de la autopsia, aunque le parecía bastante improbable que el bueno de Campaña estuviese trabajando un sábado por la mañana. Se sorprendió, y para bien, cuando oyó que Campaña contestaba enseguida. Costa le explicó su problema, pero Campaña hizo como si fuera duro de oído.

– ¿Que pasa qué? -preguntó, y Costa pensó en lo insensible que era Campaña por haberle respondido tan secamente, y en castellano, cuando él le había hablado en catalán.

– Nada pasa -repuso Costa-. Pasa que la señora ha desaparecido y he pensado que a lo mejor habías cogido un atajo con Pere Montanya.

– Yo no cojo atajos -dijo Campaña-. Ni me ando con rodeos. Estoy aquí bien sentadito con la señora Haitinger a mi lado. En este momento estamos hablando sobre los siguientes pasos de nuestra defensa, si a ti no te importa.

Costa se sintió aliviado. Se disculpó y le dijo que tenía pensado ir a la fiesta de la matanza que se celebraba todos los años en la finca de su tío El Cubano, donde tradicionalmente se reunía cada otoño la extensa familia Costa.

– ¿Irá también Pere Montanya?

Campaña se refería a la vieja rencilla entre el juez y El Cubano.

El Cubano, en su juventud, le había quitado la novia sin piedad al juez, mucho más joven que él. Costa sabía que el muy zorro se refería a esa historia, pero no tenía tiempo para eso, así que rió y colgó el teléfono.

Elena entró y Costa consultó el reloj. «A lo mejor poco a poco me voy acostumbrando a esto de la impuntualidad», pensó. Ya no estaba en Alemania. Ni siquiera estaba en España, ya que Ibiza, ese antiguo asentamiento moro, esa isla de pobreza y de belleza perfecta, era un lugar completamente diferente.

Elena lo sorprendió al decirle que no venía de su casa, sino del aeropuerto, donde había averiguado que un tal Ulf Hinrich había llegado el miércoles 26 de septiembre en el vuelo LTU 152, que había aterrizado a las 9.45 procedente de Dusseldorf. De manera que el joven ya no podía seguir diciendo que no había llegado hasta el jueves. Había estado allí el día del asesinato. La teniente, además, había pedido a la policía del aeropuerto que lo detuviese en caso de que lo viera aparecer por allí, y que avisara de inmediato al departamento de Costa. Se había encargado de hacerlo antes de que saliera el primer vuelo. ¡Maravilloso! Había corregido el descuido de él.

Costa le sonrió y le preguntó si había pasado buena noche. Ella le dijo que todas sus noches le encantaban, porque siempre tenía sueños interesantes, casi como una película.

– ¿Vas alguna vez al cine? -quiso saber Costa.

– No -repuso ella, y salió del despacho.

Costa se sintió tratado con cierta aspereza, pero, de todas formas, ese breve encuentro matutino le resultó una agradable pausa en la cacería de aquel loco. Por experiencia sabía que alguien que cometía un crimen así no era capaz de alejarse sin más.

Fue a ver a El Obispo y a El Surfista, que compartían despacho, les dejó la fotografía en la mesa y le pidió a Rafel que tramitara una orden de búsqueda.

– ¿Es que tenemos ya la orden de arresto?

– No, pero podríamos retenerlo aquí hasta el lunes. Eso si logramos echarle el guante -dijo Costa.

El Surfista señaló el informe de la autopsia y Costa dijo que se lo leería en el avión. Carmen García le había encontrado un vuelo para Dusseldorf a las 16.30 con vuelta el lunes por la tarde.

El Surfista quería conocer el motivo del viaje. En realidad ya lo habían hablado, pero para Costa era importante que todos los colaboradores estuvieran siempre bien informados de las actividades de sus compañeros.

– Parto de la base -explicó- de que el hombre que buscamos no es Ulf Hinrich, sino que sólo utiliza su pasaporte. De manera que quiero llamar a un antiguo compañero de Alemania para pedirle que me busque los datos de ese tal Ulf Hinrich en Colonia. También creo que es bastante probable que sea el hombre de la fotografía. Está demostrado que estuvo en el apartamento de Ingrid Scholl. Seguramente el día de los hechos. En Colonia, además, también tenemos como sospechoso al ex marido de la víctima, Siegfried Scholl. Según las declaraciones de Erika Brendel y Franziska Haitinger, ya intentó matarla una vez. Él y ese tal Hinrich son los dos de Colonia. De modo que también podrían haber trabajado juntos. Quizá Siegfried Scholl hizo el encargo y Hinrich lo llevó a cabo.

– Y Haitinger borró las huellas. ¿Era la tercera del equipo?

Costa miró un momento a El Surfista. Después prosiguió:

– También vive en Colonia una antigua amiga de la fallecida, una tal Anke Vogt, a través de la cual a lo mejor averiguo algo más sobre él. La verdad es que antes de despegar quería convocar otra reunión. Por desgracia, se me ha metido entre ceja y ceja ir a ver a Martina Kluge. En este momento me parece más importante hacerle una visita a la echadora de runas antes de salir para Colonia. Me gustaría volver a leer el acta de su declaración.

El Surfista hizo un gesto de disculpa y dijo que todavía no la había redactado, pero que tenía pensado hacerlo durante el fin de semana.

Costa no tenía ganas de discutir. Asintió y salió del despacho.

Llamó a Martina Kluge al móvil y la localizó en el centro de belleza. Estaba dispuesta a hablar con él si Costa se pasaba por allí en la siguiente media hora. El capitán también consiguió ponerse en contacto con su antiguo compañero de Narcóticos de Hamburgo, que ahora trabajaba en la Brigada de Homicidios de Colonia. Ingo Kratz, un tipo de natural alegre, siempre de humor para toda clase de disparates, pero un investigador muy eficiente.

– ¡Eh, Toni! -se alegró Kratz al teléfono-. ¡Qué genial volver a oírte! ¿Aún estás en Ibiza? ¡Tengo que ir a visitarte sin falta! ¡La isla de los estupefacientes! Seguro que ya te has hecho el rey del lugar, ¿a que sí?

Costa dijo que no estaba en Narcóticos, sino en Homicidios.

– ¡Fantástico! -exclamó Kratz-. ¡Entonces nuestra diversión no encontrará obstáculos!

Costa le explicó que no tenía más que problemas de toda clase y que en ese momento se encontraba en una situación bastante peliaguda.

– Aquí me llaman El Alemán y me tienen por un prusiano chalado. Si no resuelvo este caso, más me valdrá volver por donde he venido.

Kratz le dijo que era un agente de primera y que seguro que enseguida acorralaría a su presa. Y que si podía ayudarlo en algo. Costa le pidió las direcciones de Günter Grone y Ulf Hinrich.