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– Ningún problema -dijo Kratz-, enseguida te las paso, dame tu número de móvil.

Mientras Costa conducía por la E-20, la carretera de circunvalación de la ciudad de Ibiza, cogió el folio que había dejado en el asiento del acompañante, lo apoyó en el volante y le echó un vistazo. El Surfista por lo menos había rellenado una hoja personal de la testigo. Costa tenía poco tiempo y no quería hacerle preguntas innecesarias. Recordó el informe de su compañero y el hecho de que, para ese joven de Valencia, el atractivo de la muchacha había tenido bastante peso durante su conversación. Tal como esperaba, había rellenado el apartado de «Aspecto físico» con mucha diligencia. Ojos: azules. Cabello: rubio. Características especiales: tez lisa y clara, labios carnosos, sin apenas maquillaje. Complexión: esbelta y deportiva. Altura: 1,73 cm. El Surfista había anotado incluso su peso: 53 kilos. Costa no pudo evitar reír en voz alta. No tenía ni idea de cuánto era eso, pero parecía que el Surfista eligiese a sus novias a peso. «Seguramente se sienta por las noches en Pacha, cerca de la entrada, y se dedica a contemplar a las chicas que entran: 52, 49, 56, ¡82 kilos!» De nuevo soltó una carcajada.

Pasó por delante de la central eléctrica, de cuya alta chimenea salía un uniforme vapor de agua marrón amarillento. Los turistas creían que el hedor de aquella zona procedía de ese vapor de agua. En realidad, sin embargo, venía de la depuradora del puerto.

El tráfico era denso en las dos rotondas. Costa aprovechó el atasco para volver a estudiar las notas de El Surfista. Martina Kluge tenía veintiséis años, había nacido el 6 de junio de 1975 en Dusseldorf y estaba soltera. Entre paréntesis, El Surfista había anotado: «(Sin amantes)». ¿Acaso se habría informado mediante los empleados del centro de belleza? ¿O es que se lo había preguntado directamente?

Seguro que esto último. Posiblemente era la pregunta que más le había interesado. De todas formas, Costa se tomó la información en serio, ya que sabía que El Surfista no sólo se interesaba por esas cosas, sino que también poseía un olfato extraordinario. Martina Kluge vivía en una pequeña finca de alquiler cerca de San Carlos. La casa estaba en algún lugar del Camí d'Atzaró, al sur de las montañas de la Serra de la Mala Costa. El Surfista había averiguado incluso que tenía un perro y dos gatos a los que llamaba Gato y Luna.

Costa, entretanto, había torcido antes del puente de Santa Eulalia en dirección a Cala Llonga y sólo tardaría cinco minutos en llegar a Vista Mar.

Volvió a repasar mentalmente los hechos por los que quería preguntarle a Martina Kluge. La señora Ingrid Scholl, de sesenta y cinco años, había vuelto de Santa Eulalia a eso de las siete y diez de la tarde del último día de su vida, había aparcado el coche en el garaje, había dejado las bolsas de la compra en su apartamento y, después, a saber por qué, había vuelto a bajar al aparcamiento. Allí había recibido a Martina Kluge, que había ido a echarle las runas. Las dos iban a subir juntas en el ascensor, pero Martina Kluge se había quedado atrás para hacer una llamada de teléfono… No, porque se había olvidado el móvil y luego, además, había recibido una llamada. Ingrid Scholl había regresado sola a su apartamento y allí había esperado a la joven. ¿Qué había sucedido en todo ese tiempo? Martina Kluge llegó unos veinte minutos después. Una conversación larga. ¿Acaso sí tenía un amante? ¿Llamó al timbre o le había dejado Ingrid Scholl la puerta abierta? En todo caso, no había nada que le hubiera parecido extraño en el comportamiento de Ingrid Scholl, según había informado El Surfista. Habían realizado la sesión y después Martina Kluge se había marchado. ¿Qué le había dicho a la señora Scholl? ¿De verdad había visto la muerte en las cartas? ¿En qué estado anímico había dejado a su clienta?

Costa bajó del coche ante la verja del centro de belleza y llamó. Una voz crepitó por el interfono y él repuso que tenía una cita con la señorita Kluge. La puerta se abrió, Costa avanzó con el coche por el camino de entrada y aparcó en una de las plazas para visitantes.

La entrada principal daba al este y quedaba techada por el primer piso, que se sostenía sobre unas columnas griegas. Costa volvió a llamar. De nuevo oyó una voz que le preguntaba por su nombre, sonó una melodía y la puerta se abrió. Entró en un vestíbulo circular cuyas paredes y puertas estaban pintadas con trampantojos paisajísticos. No había recepción y todas las puertas permanecían cerradas. Costa se quedó de pie en el centro de la sala y giró en círculo. En una colina griega se divisaban las ruinas de un templo y unos árboles de laurel que bajaban hacia un valle con un río en cuyas orillas pastaba un rebaño de ovejas. Una suave música y gorjeos de pájaros llenaban el vestíbulo. Por fin se abrió una de las puertas.

Una secretaria española con un traje de color azul celeste que llevaba la inscripción de «Centro de belleza Vista Mar» se le acercó con una afable sonrisa. Le dijo que Martina Kluge había olvidado por completo que ese fin de semana tenía una cita en Mallorca. Había intentado ponerse en contacto con Costa, en la centralita le habían dado su número de móvil y le había dejado un mensaje en el buzón de voz.

¿Se le había olvidado encender el móvil? ¡Pues sí! La secretaria le dirigió a Costa una sonrisa resplandeciente y dijo que Martina Kluge estaría de regreso el domingo por la tarde, y que seguro que entonces tendría tiempo para darle cita.

Costa se sentía demasiado gordo y polvoriento en aquella sala, además de mal vestido. Como una sombra amenazadora se cernió sobre él el recuerdo de que esa mañana no se había lavado los dientes. Asintió en dirección a la joven con la boca cerrada y se alegró de poder salir de allí enseguida.

De ninguna manera podía olvidarse el cepillo de dientes para ir a Colonia.

La visita, por tanto, había resultado inútil, pero a lo mejor Erika Brendel y Franziska Haitinger sí podrían explicarle algo más sobre Günter Grone. Ya que estaba allí, aprovecharía la ocasión.

Fue a pie a ver a la señora Brendel. Por el camino disfrutó del hermoso jardín que unía el centro de belleza con la residencia de Vista Mar, pero pensó con cierta congoja que él no querría pasar los últimos días de su vida rodeado de semejante paz, seguridad y belleza.

Se detuvo un momento sobre la elevación cubierta de pinos para gozar de la vista y, después, siguió el camino cubierto por arcadas que recorría el parque de cipreses, naranjos y granados, cuyas frutas relucían.

Encontró a Erika Brendel y a Franziska Haitinger charlando ante un café en casa de la primera. Costa se sentó con ellas y se bebió el suyo a pequeños sorbos. Era el primer café recién hecho de esa mañana y notó que su sabor le animaba un poco. Mantuvo la taza en la mano y se reclinó en la butaca.

Franziska Haitinger le sonrió, y él tuvo que volver a admitir que era una mujer muy hermosa. Llevaba un conjunto de tela fina y ligera color rosa palo que a Costa le gustó mucho. Tenía las piernas cruzadas. El capitán no comprendía cómo a nadie podía habérsele ocurrido cambiar esas piernas. ¿Cómo había encontrado Rolf Haitinger a Schönbach, para empezar? Los hombres no saben de esas cosas.

La señora Brendel captó su mirada y le sonrió como una hija que ha pillado a su padre comiendo chucherías.

– El traje es de Escada -dijo-. Pero ahora su marido quiere recuperarlo, junto con su contenido. Ha comprendido que no encontrará a ninguna mujer tan guapa, inteligente y valiosa como ella.

Franziska Haitinger no dijo nada, se limitó a esperar tranquilamente las preguntas de Costa.

– Hay una cosa a la que todavía le doy vueltas: ¿cómo llegó su marido al doctor Schönbach?

– Mediante un contacto profesional con una especie de clínica estética. Médico Asthetik. En Offenbach, cerca de donde vivimos. El doctor Schönbach había trabajado allí, y el doctor Teckler nos dijo que fuéramos a verlo a Munich.