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Costa les pidió a ambas que le explicaran otra vez todo lo que sabían sobre el último amante de la víctima.

Las dos coincidieron en que Günter Grone era un arquitecto de jardines y que trabajaba en Suecia para una compañía alemana, que su trabajo iba a terminar en los próximos meses y que después quería ir a Ibiza a vivir con Ingrid Scholl. Ella lo había conocido en el restaurante Páffgen de Colonia un lunes de Carnaval, y desde entonces habían mantenido una relación cada vez más estrecha. Él se habría trasladado enseguida con ella a Ibiza si no hubiera recibido esa oferta tan atractiva en Suecia. Ingrid no hacía más que hablar de él, por eso sabían que su cumpleaños era el 22 de septiembre, así que también era Virgo.

– Ascendente Aries -añadió la señora Brendel-. Ingeli lo describía como alguien que llevaba una vida meticulosamente ordenada. Virgo al ciento cincuenta por ciento. De todas formas, en algunos momentos también el ascendente se hacía notar con fuerza. Ingeli decía siempre que la vida de él era de lo más variopinta, y que, si no, no se habría complementado con ella.

Costa no sabía mucho de astrología.

– ¿Quiere decir que ambos se entendían muy bien?

– ¡Sí, completamente! -dijo la señora Brendel.

Costa recordó que hasta entonces lo había descrito como un pobre alemán del Este abandonado en busca de compasión. Esta vez, no obstante, en presencia de la señora Haitinger, todo cobraba un tinte muy diferente.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? Quizás habría que comunicarle lo sucedido.

En eso, ninguna de las dos podía ayudarlo. Les preguntó si Ingrid Scholl nunca le había agradecido las flores y los bombones que él le enviaba regularmente. Las dos estaban seguras de que sí lo hacía, y dijeron que casi cada día hablaba con él por teléfono.

– ¿Le enviaba orquídeas muy a menudo?

– Creo que no -dijo Franziska Haitinger. Miró a su amiga-. ¿Orquídeas? Era la primera vez.

Costa asintió. Decidió guardar el secreto de Ingrid Scholl y no explicarles que ese misterioso amante seguramente no le había enviado flores ni una sola vez. Se levantó para despedirse. En realidad no le habían dicho nada que no supiera ya, sólo que todo aquello no parecía encajar con el hecho de que ese amante se encontraba en Ibiza desde el miércoles por la mañana.

Cuando llegó a la puerta, se volvió una vez más y dijo que el prometido de Ingrid Scholl había estado en su apartamento el día de su muerte y les preguntó si se lo podían explicar.

Franziska Haitinger enarcó las cejas y dijo que no se lo creía. Ingrid les habría explicado enseguida algo así. Costa se fijó en que Erika Brendel había palidecido.

Ya en el coche, llamó a El Obispo para preguntarle si se sabía algo de Grone.

Nada. Habían dejado la fotografía en la aduana del aeropuerto y en la policía del puerto, que comprobaría todos los ferrys y los yates que zarpasen. También la había repartido entre todos los taxistas, en los hoteles y en algunos bares y restaurantes. No podía descartarse que el hombre se hubiera esfumado ya. Si después de cometer el crimen el culpable lograba salir de la isla, la partida estaba perdida.

La colaboración con la Interpol y la Europol, así como con los cuerpos policiales españoles, siempre era muy complicada y llena de burocracia. La motivación personal del cazador, su instinto, su intuición y la rapidez de la captura: todo quedaba obstaculizado. Su presa había saltado ya la primera valla, no habían logrado cazarlo en las primeras veinticuatro horas. El rastro se iba desdibujando poco a poco, el recuerdo de los testigos se difuminaba, y también disminuía la presión que sentía el culpable y que podía ayudar a delatarlo. Ahora se sentiría más seguro y sería capaz de reaccionar con una frialdad calculadora a las posibles amenazas de la policía.

El móvil le sonó cuando pasaba por delante del Gardencenter. Era su antiguo compañero de Alemania, Ingo Kratz, que le informaba de que había encontrado a dos hombres llamados Ulf Hinrich en Colonia, uno en Yorkstrasse 53 y otro en Mohnweg 24.

Costa se detuvo en el arcén y anotó las direcciones y los números de teléfono. También tenía que encontrar hotel. Ingo le dijo que conocía a un par de tipos de la profesión y se ofreció a conseguirle alojamiento a buen precio. «Genial, esa practicidad renana», pensó Costa, y le dio las gracias con alegría. Ingo dijo que le dejaría el nombre del hotel en un mensaje en el buzón de voz, por si ya había subido al avión.

Costa se fue a casa a preparar la maleta. Lo primero que hizo fue lavarse los dientes, y después metió el cepillo y la pasta en la bolsa de viaje. Experimentó un pequeño sentimiento de triunfo: ¡no se olvidaría el cepillo de dientes!

Capítulo 8

En el avión no había ni un asiento libre. Costa había aprovechado la espera antes de subir a bordo para leer el informe de la autopsia.

El doctor Torres y otros dos forenses habían trabajado en el cuerpo durante cinco horas y media. Habían tomado muestras de cabello, también de la zona púbica, habían realizado frotis y después habían desollado completamente a la víctima para comprobar si había hematomas bajo la superficie de la piel que hubieran resultado de una fuerte presión o de algún golpe. Por último habían radiografiado todo el cuerpo de arriba abajo. Por su diligente forma de proceder, Costa vio que Torres era un hombre meticuloso. Puesto que Ingrid Scholl había sido estrangulada, había realizado incluso un frotis de la piel del cuello. Era imposible estrangular a alguien sin dejar huellas que pudieran identificarse más adelante mediante un test de ADN. La muestra de piel de Ingrid Scholl estaba en el deshumidificador y allí permanecería a buen recaudo hasta que Costa tuviese a un sospechoso.

Salvo en la zona de los ojos, el cadáver no presentaba ninguna herida. Los globos oculares estaban desgarrados y el humor vítreo se había derramado.

En los espetones metálicos encontrados junto al cadáver se habían hallado rastros de sangre de la víctima y partículas de su masa encefálica. Los médicos forenses deducían de eso que los espetones se habían utilizado para clavarlos en los ojos. El canal de entrada transcurría por los globos oculares. En el ojo derecho atravesaba también el párpado, perforaba el hueso de la cavidad ocular y atravesaba los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro hasta la región occipital. Los espetones de metal tenían las huellas dactilares de Franziska Haitinger, que afirmaba que los había extraído después de encontrar muerta a la víctima, alrededor de las 22.10. Por tanto, los pinchos habían permanecido varios minutos en el interior de los ojos. La medicina forense, no obstante, no permitía determinar si los habían extraído enseguida o si habían permanecido en el cadáver un máximo de 35 minutos.

Cuando el avión despegó, el sol iluminaba toda la isla. «Pero no para Ingrid Scholl», pensó Costa. En ese momento, su partida le pareció una rendición. De algún modo sentía que había fracasado en su intento de trabajar y vivir en la tierra de su infancia. Tuvo que hacer el esfuerzo de recordarse que sólo viajaba con equipaje de mano y que sus escasos efectos personales no estaban metidos en cinco maletas en la bodega del avión, como en el vuelo en el que había llegado hacía unos meses. ¿De verdad estaba a punto de fracasar? Tenía que repasar mentalmente toda la situación una vez más ahora que tenía tiempo.

Ingrid Scholl había sido una mujer de negocios con éxito, al menos con más éxito que el hombre con el que había estado casada durante más de treinta años y junto al que había trabajado. Poseía una empresa en Ibiza que no era más que una estratagema para que ambos pudieran evadir impuestos, y con el divorcio había dejado a su ex marido a dos velas. Como él jamás había esperado algo así y se había sentido profundamente engañado, intentó asesinarla. La primera vez no se había salido con la suya; la segunda, se había agenciado a un asesino a sueldo y lo había conseguido. Pero ¿por qué se había ensañado tanto ella con él en el divorcio? Ahí había algo que no encajaba. Muy bien, el hombre la había sustituido en algún momento por una mujer más joven, la había cambiado por un modelo mejor, como habría dicho la señora Brendel. Pero ¿era ése motivo suficiente para dirigir de pronto toda su energía contra él? Ingrid Scholl no sólo había demostrado no tener escrúpulos y ser más cruel que su marido, sino que estaba claro que también era más cautelosa y tenía más inteligencia. Mientras que seguramente él se había quedado con el agua al cuello, ella había salido de la guerra matrimonial con siete millones de marcos y se había instalado a descansar en el «Paraíso de la Senilidad», como llamaba El Surfista a Vista Mar. El señor Scholl no sólo se había sentido robado, sino también como el tonto de la película. Costa sabía de muchos casos en que una derrota semejante podía desembocar en un odio mortal. La señora Scholl ya tenía un intento de asesinato a sus espaldas, o eso decía al menos la señora Brendel. En el taller de automóviles le habían dicho a Ingrid Scholl que seguramente alguien había manipulado los tubos de freno. Costa no creía que se lo hubiera inventado. Puesto que no deseaba un aumento de las hostilidades, la mujer no había llegado a poner una denuncia. Comprendía la ira de él y creía que ya se había vengado lo suficiente. Como mujer inteligente que era, para ella lo más importante era disfrutar de una tercera edad agradable y feliz. Un proceso en los tribunales o un escándalo mediático habría perturbado considerablemente su tranquilidad.