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Sin embargo, erró sus cálculos. Para él no había nada zanjado. Había sufrido una gran derrota y la antigua ira hacia ella volvía a arreciar. Había cogido un vuelo a Ibiza sin perder tiempo, había ido a hablar con ella y le había exigido que le devolviera parte del dinero. Después había visto los espetones por ahí, en la cocina, y la había ensartado con ellos.

Sin embargo, ¿cómo había podido acertarle en los ojos con tanta puntería si la había agredido en un arrebato? Para eso tendría que haber arremetido tres o cuatro veces. Torres, sin embargo, no había constatado ninguna otra rozadura ni incisión. Naturalmente, El Obispo había comprobado también las listas de las compañías aéreas: ningún Siegfried Scholl había aterrizado en Ibiza el 25 ni el 26 de septiembre. ¿Habría enviado a Hinrich en su lugar?

Costa no estaba satisfecho. La historia no era coherente. Su experiencia le decía que el patrón de ese crimen no encajaba con un caso de marido irascible y vengativo. Pero ¿no le había inculcado de pequeño su abuela ibicenca, Josefa, que no fuera un listillo y un sabelotodo? «Recuerda, Toni, que no sabes nada, ¡pero que puedes aprenderlo todo!» Entonces, ¿por qué no barajar una posibilidad completamente distinta, una nueva estructura? ¿Un patrón con el que nunca se hubiera encontrado?

¿Y si había sido Franziska Haitinger? Habría tenido que estar loca para hacer algo así, y no lo estaba. Hasta ese punto sí sabía clasificar a las personas, de eso estaba seguro.

Quedaba todavía el amante. ¿El amor no lo hacía posible casi todo? ¿La mayor de las entregas, pero también pasión, celos, odio, ansias de venganza y una violencia asesina? Aun así, Costa no creía que una mujer de negocios inteligente y con éxito, que pasaba su día a día evaluando situaciones, personas y adversarios correcta y fríamente, pudiera equivocarse tanto. Que alguien como Franziska Haitinger se liara con un hombre joven que sólo iba detrás de su dinero y que luego se había enamorado de otra más joven… eso podía entenderse. Pero que una lúcida empresaria dedicara toda su atención y todo su amor a un loco como ese asesino, que seguramente ya habría llamado la atención de la policía en algún momento, contradecía toda la experiencia previa de Costa. Algo así habría sido posible de vivir ella aislada y sola; casos como ésos sí conocía. Pero Ingrid Scholl tenía amigas, podía permitirse abogados y consejeros, no estaba sola ni mucho menos.

Por otra parte, lo más extraño y lo que no podía explicarse era el increíble parecido entre Ulf Hinrich y Günter Grone. Costa todavía tenía dudas acerca de que se tratara de una única persona, ya que el hombre con el que se había encontrado en el Mar y Sol no le había parecido un arquitecto que estuviera trabajando en un gran proyecto en Suecia. Más bien parecía alguien que viajaba por su cara bonita. Un eterno turista, un vago o un parado en buena situación. Sin embargo, habían corroborado que había estado en el apartamento de Ingrid Scholl. Eso no quería decir necesariamente que hubiese asesinado a la mujer de esa forma tan cruenta. Sin embargo, mientras no pudiera ofrecer una explicación plausible de por qué habían encontrado sus huellas dactilares en el pestillo del dormitorio, se encontraba bajo una importante sospecha. También estaba claro que había mentido. No había llegado el jueves, el miércoles ya estaba en Ibiza. Costa esperaba que siguiera todavía en la isla y que lograran detenerlo. Si estaba involucrado en el asesinato de Ingrid Scholl, no tendría escapatoria. Hasta el momento, nadie había burlado la técnica de interrogatorio de Costa.

La azafata había repartido unos pequeños paquetitos con la comida y Costa ni siquiera se dio cuenta de que ya se había comido la suya. Lo había engullido todo con ansia, sin interrumpir el hilo de sus pensamientos. Ahora que tenía la última galletita derritiéndose en la lengua, comprobó que el tentempié no había hecho más que despertarle el verdadero apetito. Miró en derredor: los demás pasajeros todavía tenían su comida sobre las mesitas plegables y estaban masticando. Salvo el hombre que tenía a su derecha, que no había tocado la suya. ¿Y si se la quitaba? ¿Y si se la pedía? Le representaba un esfuerzo tremendo, pero tenía tanta hambre que se decidió:

– ¿No va a comer nada?

– Sí -dijo el hombre, sin dar más explicaciones y sin mirarlo siquiera.

Costa se sintió ridículo y lanzó una breve mirada a la acompañante de su vecino. La mujer lo había oído todo, desde luego, le sonrió y le alcanzó su comida.

– Tenga, cómaselo usted si se ha quedado con hambre.

El caballero cogió la bolsa y se la pasó sin dignarse mirarlo. Esta vez el bocadillo no era de queso, sino de pechuga de pollo con una hoja de lechuga.

Cuando ya bajaban del avión, Costa dejó pasar a su vecino y a su mujer, con lo que bloqueó el pasillo para todos los que venían detrás. Su mirada recayó en el asiento que su vecino acababa de dejar vacío. ¡Ahí estaba la bolsita del tentempié, sin tocar! Alguien le empujó por la espalda, pero él no se movió, sino que se inclinó deprisa hacia un lado para hacerse con la comida y se la guardó bajo la chaqueta.

Se sintió un poco como Mister Bean. No pudo evitar sonreír, y eso hizo que disminuyera en parte la espantosa sensación de ser patético. Recordó que a veces jugaba a «Mister Bean» con sus hijos y que les hacía el número de meterse en la lavadora. Los vio reír, y también eso le alegró.

Decidió terminar cuanto antes con los interrogatorios de Colonia y hacer una escapada rápida a Hamburgo para ver a sus hijos. Cogería un avión de vuelta desde allí. Así podrían ir los tres al McDonald’s y divertirse, y él olvidaría durante un buen rato a los adultos y sus enfermizos instintos destructivos.

Costa tenía curiosidad por saber cómo encontraría Alemania después de haber emigrado. El cielo de Dusseldorf estaba algo nublado, era una cálida tarde otoñal. El aire le pareció algo más pesado que en Ibiza, donde siempre soplaban las brisas marinas, que olían… a yodo, a sal, a la resina de los pinos o a las hogueras del campo.

Cuando salió del aeropuerto le sonó el móvil. Era Kratz, su compañero, para decirle que le había encontrado un pequeño hotel junto al Stapelhaus, el antiguo almacén fluvial del casco antiguo de Colonia: Kunibert der Fiese, la histórica hospedería de «Kunibert el Repugnante». Costa no pudo reprimir una sonrisa: Kratz tenía talento para los dobles sentidos. Era una persona con una alegría típicamente renana y ya en Hamburgo había irradiado siempre buen humor. Así que Toni el Español se alojaría en Colonia en casa de Kunibert el Repugnante.