Costa fue en tranvía hasta la estación central de Dusseldorf y allí cogió un tren para Colonia. Desde la plaza de la estación, subió la escalera que llevaba la explanada de la catedral y se detuvo un momento para contemplar esa portentosa escalada de las piedras por llegar a Dios. El coloso estaba encajado entre vías y trenes, entre casas y el bullicio de la gente. Costa se sintió pequeño como de niño, pero seguro y alegre. Como si sus padres por fin volvieran a estar juntos. ¿España o Alemania? Casi parecía que ya no hubiera que decidir.
Se abrió camino entre mendigos, grupos de japoneses y skaters, y fue en dirección al museo Wallraff-Richartz, en cuyo pasaje tocaban los músicos callejeros. Cuando pasó por el ala lateral del museo Ludwig, su mirada recayó en el vestíbulo iluminado con carteles de Andy Warhol y Rauschenberg. Warhol le parecía interesante y divertido, pero los españoles Goya, Velázquez y Picasso le resultaban más cercanos.
Costa dio un par de pasos en dirección al Rin, torció a la derecha en un restaurante italiano y se encontró en el casco antiguo, con sus restaurantes de todas las nacionalidades. Algo más allá del Stapelhaus, que Kratz le había descrito como una gran mole, vio el hotel que le había recomendado: Kunibert der Fiese. Una tradicional casa del casco antiguo pintada de blanco, de tres bloques estrechos, con tres puntiagudos tejados de dos aguas y alféizares amarillos.
Entró en la recepción por una puerta de cristal y allí se encontró con una mujer robusta y rubicunda. Cuando le dijo que Kratz le había reservado una habitación, a la señora se le iluminó la cara y comentó que los agentes de Homicidios siempre eran bienvenidos.
– Como dice siempre su compañero: «Donde Kratz descansa las zarpas, no se atreven a ir las ratas».
La habitación, en el segundo piso, era muy agradable, arreglada y limpia. Abrió la ventana. De los bares y las callejas llegaban música, gritos y voces. Contempló los barcos iluminados del muelle de la Naviera del Rin. Después de dejar el neceser en el cuarto de baño y lavarse los dientes, llamó a Anke Vogt, a quien quería visitar en primer lugar. La localizó en el móvil y le explicó la situación. La mujer lamentó no tener tiempo ni ese día ni al siguiente, pero se mostró dispuesta a responderle por teléfono las preguntas que tuviera. Parecía directa y franca. «Una típica colonesa», pensó Costa, y le preguntó si conocía al marido de Ingrid Scholl.
– Mi marido y el de ella trabajaban en informática. Nosotras nos conocimos a través de ellos.
– ¿Qué clase de hombre es el marido de Ingrid Scholl?
– ¿Siegfried? La verdad es que irradia superioridad. Es el tipo perfecto para vender ordenadores, al menos en apariencia.
– ¿Un buen vendedor?
– Sí. Se vendía muy bien a sí mismo.
– ¿Quiere decir que la gente confiaba en él?
– Sí. Fue IBM quien acuñó esa imagen estándar de personas con traje corporativo azul que iban por la calle vendiendo… En la actualidad se los llama representantes y llevan americanas de la empresa.
– ¿Qué quiere decir con eso exactamente?
– Son personas que van de puerta en puerta y que son capaces de endilgar cualquier cosa, incluso paquetes de acciones sin valor.
– Entonces, ¿Siegfried Scholl se correspondía con ese estereotipo?
– Sí. Todos ellos se parecían mucho. No sé si hoy sigue siendo igual, pero en aquel entonces era así.
– ¿Y qué clase de persona era Ingrid Scholl?
– Ella siempre ha sido muy vivaracha. -Le tembló la voz, tuvo que luchar contra las lágrimas-. Disculpe -dijo, sorbiéndose la nariz-. Es tan increíble. Siempre cree uno que esas cosas pasan, pero no en la familia ni en el círculo de amigos más cercanos. -Había recuperado la compostura-. Siegi era mucho más reservado que Ingeli. Ella era la que tiraba del carro. Siempre alegre, siempre positiva.
– ¿Hacían buena pareja?
– Si los contrarios se atraen, sí. Ella es muy activa… Dios mío, era muy activa, pero él la engañaba todo lo que quería y más.
Anke Vogt le explicó que el matrimonio con Siegfried Scholl había consistido en una convivencia sobria. Los dos habían levantado la empresa juntos. Una vida dedicada al trabajo, rara vez interrumpida por proyectos comunes.
Cuando Ingrid Scholl reclamaba su derecho a sentir amor y felicidad, lo único que conseguía la mayoría de las veces eran burdas carcajadas y unos cuantos meneos torpes en la pista de baile. Los últimos dos años y medio, Siegfried Scholl se había buscado a «una gata joven», como él mismo decía abiertamente. La decepción y el espantoso dolor que había sufrido ella se vieron reflejados en ese divorcio planificado con tanta frialdad.
– Por eso Ingrid se lo hizo pagar. En el divorcio se lo quitó todo, sólo dejó que se quedara con la casa, nada más. Y con esa jovenzuela. Por lo más sagrado, siempre decía que, por ella, ya podía colgarse al cuello a esa imbécil y su imbecilidad de transmisión sexual. -Anke Vogt rió con voz ahogada-. Él llegó a ponerle diversos pleitos, pero jamás consiguió el dinero, porque ella había puesto la cuenta del dinero negro a nombre de una amiga, justo a tiempo.
– ¿Quién era esa amiga? -preguntó Costa.
Anke Vogt vaciló:
– Eso no lo sé.
Costa estaba convencido de que mentía.
– ¿Cuánto era? -siguió intentando.
– Uno o dos milloncitos. Y la casa de sus padres.
– La señora Brendel me ha explicado que los Scholl habían reunido el dinero negro en una empresa en España que sólo pertenecía a Ingrid.
– Sí, en Ibiza.
– ¿Estuvo con algún hombre después del divorcio?
– Sí, claro. Con un diseñador de jardines.
– ¿Está segura?
– Sí. Un tipo muy guapo, aunque podría haber sido su hijo. Pero, por lo visto, él le daba lo que tanto había echado en falta con Siegfried. Al final también en eso consiguió vencerle. Aquello era otra cosa, simplemente se dejaba llevar, disfrutaba y sentía. La noche en que salimos todos juntos, ella estuvo riendo todo el rato. Con Siegfried nunca la había visto tan alegre.
– ¿Sabía que Siegfried Scholl intentó asesinar a su mujer después del divorcio?
– Si quiere saber mi opinión… ¡ahora sí que lo ha conseguido!
Costa oyó de fondo un coche que tocaba la bocina, y la mujer le dijo que sus amigos ya habían llegado y que tenía que dejarlo. Él le dio las gracias por haberle dedicado su tiempo.
– No pasa nada. Seguramente se lo debo a Ingrid.
Costa sintió un rugido en el estómago. Fue al bar que le había recomendado Kratz, Zum braven Soldaten Schwejk, pidió la típica morcilla asada con puré de patata, cebolla y compota de manzana, y dos cervezas Kölsch. Sintió un hambre canina al pensar en el plato de morcilla. A lo mejor podía pedir dos raciones y luego, en el hotel, hundirse como un plomo entre los cojines.
Capítulo 9
Costa despertó a las seis menos cinco y enseguida vio ante sí la dura acusación con la que Anke Vogt había terminado su conversación telefónica. La mujer creía que Siegfried Scholl era el asesino.
Se quedó tumbado mirando al techo, que el neón de fuera iluminaba en un tono azul verdoso, y se preguntó por los posibles móviles del asesinato de Ingrid Scholl. No habían robado nada. Poco antes de coger el avión, Elena Navarro le había confirmado que ya lo habían comprobado todo minuciosamente. Eso apuntaba a una venganza. Apuntaba a Siegfried Scholl.
Costa bajó las piernas de la cama y decidió llamar a su puerta lo antes posible. En el hotel servían el desayuno a partir de las seis, después cogería el tranvía para ir a Fürst-Pückler-Straβe, en el parque de la ciudad.