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Desde la parada aún tenía unos veinte minutos a pie, pero disfrutó del aire fresco. El paseo le recordó a los tiempos en que, a los diez años de edad, se había trasladado con su madre de Ibiza a Alemania. Lo primero que le llamó la atención fue la diferencia de clima. Cuando llovía, los gorriones dejaban de gorjear, los jardines de las entradas quedaban mojados, las casitas unifamiliares goteaban por todas partes y él se escondía en los cobertizos de hormigón de los cubos de la basura.

Costa miró los letreros de los timbres. No había ningún Siegfried Scholl, sólo un «SS» en el sexto piso. Seguramente eran sus iniciales. Llamó. Al cabo de un rato, una voz ronca graznó:

– ¿Quién es?

Costa respondió que tenía unas preguntas que hacer respecto a la muerte de Ingrid Scholl, y que venía de Ibiza. Se oyó el zumbido de la puerta al abrirse. Después de cinco minutos, como el ascensor seguía sin aparecer, decidió subir a pie. Siegfried Scholl lo estaba esperando en la puerta del apartamento. Llevaba puesto un chándal Boss gris oscuro.

Sólo era dos años mayor que su ex mujer, pero parecía que fueran veinte.

Scholl daba la sensación de estar tenso. Lo miró con bastante amargura y consultó su Rolex de oro en lugar de aceptar la mano que le ofreció Costa.

– Disculpe que lo haya despertado tan temprano -dijo el capitán-, pero esta tarde a las seis tengo que estar en Hamburgo y todavía tengo otras dos citas aquí.

– No importa -masculló Scholl.

Hizo pasar a Costa al piso y le indicó un sillón. Costa tomó asiento y le explicó la situación a grandes rasgos.

Scholl se quedó de pie junto a la puerta del balcón, que estaba medio abierta, observando el parque con las manos cruzadas a la espalda. No tuvo la cortesía de mirarlo a la cara, Costa sabía que estaba atado de manos, ya que no tenía orden de arresto, ni siquiera una autorización para proseguir con las diligencias en Colonia.

Cuando hubo terminado con su exposición de los hechos, Scholl, sin decir nada, se limitó a balancearse ligeramente sobre sus pies. Costa notaba cómo iba creciendo su rabia. Quería alterar a ese viejo obstinado, así que le preguntó si también poseía alguna empresa en España. Si las mujeres tenían razón, ése era un punto delicado. A lo mejor así reaccionaría. Pero no lo hizo. Tan sólo pronunció un sucinto y seco:

– No.

Y siguió mirando por la ventana, de espaldas al capitán Costa, a quien le hubiese gustado darle una patada en el culo.

No obstante dominó su rabia y, en lugar de eso, le preguntó si tenía alguna idea de quién podía haber matado a su ex mujer.

– No tengo ninguna idea -respondió Scholl, y siguió balanceándose sobre sus pies.

Así que Costa tuvo que adoptar una línea más directa:

– ¿Qué hizo usted el pasado miércoles?

– Asesinar. -La voz de Scholl no había cambiado, pero dejó de balancearse, levantó la pierna derecha y empezó a mover el pie en círculos.

«Esto es lo hermoso de mi profesión -pensó Costa-. Siempre se experimentan cosas nuevas.» Se levantó.

– Entonces tendré que llamar a mis compañeros para que lo detengan.

– Era lo que quería oír, ¿no? -Scholl se volvió, despacio-. El miércoles por la tarde salí a cenar con mi novia. Estuvimos en el Bellini, en Bonner Straβe, a las ocho en punto. Había reservado mesa. Un momento… -Fue a su escritorio, abrió un delgado archivador Leitz y sacó una cuenta de restaurante con un recibo de tarjeta de crédito grapado-. El día, el número de mesa, la consumición… está todo aquí.

Costa vio que era cierto.

– Y ahora sin duda querrá preguntarme si puedo demostrar que el recibo es mío. Puedo. -Abrió la puerta del vestíbulo y gritó-: ¡Melissa!

Después retomó su anterior postura junto a la puerta del balcón, esta vez vuelto hacia Costa.

Una rubia de unos veintitrés años y con cola de caballo no tardó en arrastrarse extremadamente despacio por la puerta. Llevaba una minifalda de leopardo y una camiseta color petróleo en la que decía «Global Player». La elástica tela se tensaba sobre sus pechos, que no eran más grandes que dos medias naranjas. Alrededor de su largo cuello llevaba una cinta de cuero negro de la que colgaba una llave. Llevaba puestos unos calcetines rojos, pero iba sin zapatos. Se quedó de puntillas, frotándose una rodilla contra la otra.

– ¿Dónde cenamos el miércoles?

La cruda voz de Scholl no consiguió sobresaltarla. La rubia miraba a Costa fijamente. Entonces abrió los labios muy despacio y preguntó:

– ¿En Lini?

Mientras tanto, su mano derecha iba subiendo por la cadera desnuda en dirección al ombligo, en el que destellaba un brillante.

Scholl le gritó que si podía pronunciarlo más claramente, y que dijera a qué hora y qué habían cenado.

– ¡Este señor es de Homicidios y quiere detenerme por asesinato!

La mano de la chica ya había alcanzado el ombligo.

– ¿Un suicidio? -preguntó, y una sonrisa resplandeciente se extendió sobre su rostro.

– ¡El señor no es de la funeraria, sino de la Brigada de Homicidios!

Costa tuvo la sensación de que Scholl llegaría a las manos en cualquier momento. El hombre caminó con agresividad hacia la rubia, pero tres pasos antes de llegar a ella dio media vuelta y regresó arrastrando los pies hasta donde estaba antes. Sin embargo, la chica tuvo suficiente.

– ¿Qué mosca le ha picado? -dijo en voz baja, indignada, y desapareció.

Costa le preguntó al hombre si conocía a un tal Günter Grone o a Ulf Hinrich. Scholl se volvió y se colocó otra vez junto a la puerta del balcón de espaldas a él.

– No -dijo, y empezó a balancearse de nuevo sobre sus pies.

A Costa le parecía estar soñando. En la mesa, ante él, seguía aún el clasificador con el comprobante de la tarjeta de crédito. Se guardó rápidamente la prueba en el bolsillo de la chaqueta, se levantó y se despidió deprisa.

Ya no tenía ganas de ir en tranvía. Quería pedir un taxi, pero no conocía ningún número de centralita, ni siquiera el de información. A Ingo Kratz no podía molestarlo tan temprano un domingo por la mañana por semejante tontería. Al final encontró una cabina telefónica y también un número de taxis.

La primera dirección no era correcta. El hombre que abrió la puerta pesaba al menos cien kilos, tenía el pelo largo y greñudo, los párpados caídos y pasaba de los cincuenta. Tras él había una familia de seis componentes que miraron a Costa con desconfianza.

El segundo Ulf Hinrich vivía en Mohnweg 24. Cuando Costa subió la escalera, eran ya las diez y media. «Una buena hora», pensó, pues los domingos la gente solía estar aún en casa a esa hora. Llamó y al cabo de un rato vio que la luz de la mirilla cambiaba, así que enseguida dijo:

– ¡Señor Hinrich, tengo noticias para usted!

Se oyó una cadena resbalar tras la puerta, la llave giró dos veces en la cerradura y en la rendija que se abrió apareció una cara. Tampoco ese hombre se parecía mucho al de la fotografía. Era unos diez años mayor, tenía la nariz algo ganchuda, unas cejas muy oscuras y pobladas, un labio inferior muy grueso y un bigote negro. Llevaba el pelo corto. En el lóbulo de la oreja derecha lucía un aro de plata. Por debajo de la camiseta blanca asomaba el principio de un tatuaje.

Costa le enseñó su identificación de la policía alemana, que oficialmente había dado por perdida, y puso el pie izquierdo en el umbral, por precaución.

– Homicidios.

– ¿Qué quiere?

– Sólo tengo un par de preguntas que lo incumben como testigo.

El hombre no quitó la cadena de la puerta y no se movió ni un centímetro de donde estaba. Ese tipo tenía experiencia con la policía. Sabía que se necesitaba una orden de arresto o de registro, o una citación.