– Parece ser que su pasaporte ha sido utilizado en relación con unos actos delictivos. Me gustaría pedirle que me respondiera un par de preguntas al respecto.
El hombre vaciló un momento, pero después abrió la cadena y lo dejó pasar.
Costa entró en una estancia muy grande con cocina americana, una especie de loft con cortinas en las ventanas.
El hombre había dejado entrar a Costa, pero sólo un paso, y se quedó inmóvil ante él esperando las preguntas. No era tan alto como el capitán, pero sí muy fornido. Tenía unos brazos musculosos y los abdominales firmes. Costa había practicado en su día todas las formas de lucha deportiva posibles y gracias a ello se había acostumbrado a evaluar enseguida la postura y la posición de los pies del adversario. El hombre que tenía ante sí era fuerte, pero carecía de entrenamiento físico.
– ¿Es usted Ulf Hinrich?
El hombre asintió.
– Quisiera pedirle que comprobara dónde tiene el pasaporte.
El hombre masculló algo para sí y se acercó a un escritorio sobre el que había una gran cantidad de papeles y libros.
Mientras rebuscaba por ahí, Costa se acercó despacio a un tablón metálico que había tras la barra de la cocina y que estaba lleno de fotografías sujetas por imanes. Se encontraba demasiada lejos para poder ver nada.
Hinrich volvió la cabeza con brusquedad.
– ¿Quiere hacerse un café, o qué hace ahí?
– Me gustaría mucho echar un vistazo a las fotografías.
– No.
El hombre siguió revolviendo. Tenía una gran seguridad en sí mismo, no parecía creer que Costa pudiera acercarse más a las fotografías.
– ¿Nació el veintiocho de abril de mil novecientos sesenta y dos?
El hombre se enderezó.
– Sí. ¿Va a felicitarme?
– No, pero entonces sí fue su pasaporte el que se entregó en un hotel de Ibiza para registrar a un cliente.
Hinrich se sorprendió seriamente.
– ¿Mi pasaporte? ¡Qué raro!
– ¿Conoce a un tal Günter Grone?
Hinrich caminó hasta la barra de la cocina y se encendió un cigarrillo.
– ¿Viaja con mi pasaporte? -preguntó, y expulsó el humo con rabia.
– ¿Puedo ver ahora esas fotografías? A lo mejor reconozco a Grone.
– No.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
– El miércoles por la mañana, antes de que volara a Ibiza.
– ¿Vive aquí? -Costa paseó la mirada por toda la sala.
– ¿Por qué quiere saberlo? ¿Es que no ha pagado la cuenta del hotel?
– Sí, sí -dijo Costa.
– Entonces, ¿qué quiere de mí?
Sus preguntas eran duras y como disparadas con pistola.
Costa se aferró a una mentira, pues sabía que Hinrich podía hacerlo salir por la puerta en cualquier momento y que los procedimientos de colaboración oficiales tardarían días. Además, tampoco podría interrogarlo él mismo.
– Permanecerá retenido en España hasta que no pueda demostrar de dónde ha salido el dinero con el que ha pagado.
– ¿De qué clase de delito hablamos?
El hombre sabía lo que se decía.
Puesto que Costa ya se había decidido a mentir, aquello ya no le representaba ningún problema.
– Se registró en el hotel con un pasaporte falso. Es decir, el suyo. Eso es fraude. -Costa sonrió-. Pero dejará de interesarnos en cuanto sepamos cuánto dinero posee y de dónde lo ha sacado. Eso lo entiende, ¿verdad?
Hinrich no repuso nada.
– El pasaporte se lo llevó sin mi conocimiento. El dinero se lo dio su padre, que vive en Duren.
– ¿Cuánto le dio?
– Tres mil marcos.
Costa sacó su libreta y un bolígrafo.
– Eso tendrá que confirmármelo él mismo. ¿Su dirección?
Hinrich respondió sin dudar:
– Hauptstraβe 3.
Era un golpe de suerte que Costa no se había atrevido a esperar. De pronto le llegó a la nariz un aroma muy peculiar. Husmeó y preguntó qué era.
– Poppers -repuso Hinrich con sequedad.
«Muy bien -pensó Costa-. Seguramente ese apuesto Grone es el sueño insomne de sus noches. Se sabe de memoria la dirección de su padre, lo lleva al aeropuerto y le presta incluso su pasaporte. Pero ¿cómo es que Grone no tiene pasaporte propio?»
– ¿Cuánto hace que conoce a Günter Grone?
– ¿Y a usted qué le importa?
– Eso se lo podré decir con exactitud en cuanto me explique usted de qué conoce Günter Grone a Ingrid Scholl.
– Le arreglaba el jardín de su casa.
– ¿Quiere decir que era su diseñador de jardines?
– Quiero decir lo que digo.
– ¿Cuánto tiempo trabajó para la señora Scholl?
– Ahora le toca a usted. ¿Por qué quiere saber todo eso?
Cuando Costa le aclaró algunos detalles más, sobre todo el hecho de que Ingrid Scholl había sido asesinada y que en el escenario del crimen se habían encontrado huellas de Grone, su interlocutor se quedó pálido y cambió ostensiblemente de actitud. Costa conocía a esa clase de delincuentes de tres al cuarto. Puede que Hinrich tuviera alguna que otra cosa sobre su conciencia, pero no quería verse involucrado en un asesinato en el que no había participado ni de lejos.
Esta vez respondió solícito a las preguntas del capitán y le informó de que Grone había salido el jueves de la cárcel, donde había pasado dos años, y que había ido «directo a casa», lo cual significaba que vivía con Ulf Hinrich.
Hinrich lo había conocido en 1989, durante la caída del Muro. En aquel entonces, cuando abrieron el puente Glienicker, Grone había cruzado junto con un centenar de conciudadanos de la Alemania del Este ese legendario puente que hasta entonces sólo pisaban los agentes estatales durante intercambios entre Occidente y el Este. Muchos occidentales viajaron entonces en autobuses para ir a recibir a sus hermanos y hermanas del Berlín oriental. Hinrich trabajaba como conductor de autobús y había realizado uno de esos trayectos de Colonia al puente Glienicker. El tatuado interlocutor de Costa fue, por así decir, el primer occidental al que había conocido Grone. Este regresó entonces con Hinrich y se instaló directamente en su casa. El padre de Grone había sido carpintero en un complejo industrial maderero de Dresde, donde su madre había trabajado pintando artículos de decoración.
Grone quería mucho a su madre, pero la mujer murió cuando él tenía ocho años. A menudo hablaba de ello, porque en secreto se culpaba de su muerte.
– Pero, en realidad, la mujer murió de leucemia -dijo Hinrich.
El padre era alcohólico y no habría podido criar a Grone sin la ayuda de su anciana madre, casi sorda. Al acabar el colegio, Grone se escapó de casa y asistió a un curso de formación en jardinería.
Costa quiso saber por qué había estado Grone entre rejas. Hinrich dijo que había atacado a alguien en un piso con unos amigos.
– ¿Aquí, en Colonia? -preguntó Costa.
Hinrich se interrumpió y se corrigió. De pronto dijo haberse confundido con alguna historia que había oído en su autobús. Grone, en todo caso, no atacó a nadie, sólo había entrado en el piso de la vecina de la señora Scholl. La propia Scholl, dijo, se lo sugirió.
– ¿Qué le sugirió?
Hinrich se encendió su cuarto cigarrillo.
– Günni quería dinero, no sé para qué. Se lo iba a pedir a esa Scholl, pero la mujer no quiso dárselo y le dijo que, si tanto necesitaba ese dinero, podía ir a buscarlo a casa de la vecina, que siempre tenía un par de miles de marcos guardados en la lata de galletas de la cocina.
Aquello cada vez se volvía más turbio. La imagen que Costa se había formado de Ingrid Scholl gracias a las conversaciones con Erika Brendel y Franziska Haitinger encajaba cada vez menos con lo que le explicaba ese conductor de autobús con tatuajes. Hinrich se acercó a la nevera, sacó una botella de cerveza, la abrió con los dientes y dio un largo trago.
– ¿Por qué iba a proponerle que hiciera algo así? Eso es instigación, es un delito.