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Hinrich soltó una risa corta y ronca.

– Seguro que no es la primera señora de la supuesta alta sociedad que carga con algo así en la conciencia. Pero más adelante se redimió.

A Costa no le pasó por alto su tono cínico, así que le preguntó qué quería decir con eso.

– Al día siguiente, Günter no se presentó a trabajar en casa de Scholl, y ella lo denunció a la policía. Entonces vinieron aquí a buscarlo y, por supuesto, le encontraron el dinero encima. La vieja bruja de la vecina había marcado los billetes con unos signos minúsculos. Le cayeron dos años y medio.

– ¿Y ya los ha cumplido?

– No del todo, pero le han dejado salir en libertad condicional.

Así, poco a poco, Costa fue entendiendo parte de la historia. Si aquello que le explicaba Hinrich era cierto, ese Grone debía de odiar bastante a la señora Scholl. Ella, que tenía una vida acomodada y segura y podía permitirse un jardinero de los nuevos estados federales, aprovechaba las estrecheces económicas de él para instigarlo a cometer un delito, y era él quien acababa preso. En la cárcel de Colonia, Grone habría tenido tiempo suficiente para tramar su plan de venganza. Queda libre, le pide dinero a su padre y se lleva el pasaporte de su amigo, va a verla y la mata. Costa había visto casos como ése. Se propuso interrogar al compañero de celda de Grone, seguro que así se enteraría de toda la historia. Sin embargo, ¿por qué había utilizado un pasaporte falso? ¿De verdad era tan tonto para creer que podría hacer recaer las sospechas sobre Hinrich?

– ¿Él no tiene pasaporte?

Hinrich se encogió de hombros.

– Sí, siempre lo ha tenido.

– ¿Qué iba a hacer a Ibiza?

– Ella le escribió a la cárcel. Se disculpó y le prometió el dinero que le había negado en aquel entonces.

– ¿Quiere decir que le envió una invitación directa?

Hinrich consultó el reloj y dijo que tenía que marcharse. Costa sólo quería que le contestara esa pregunta. ¿De verdad estaba seguro de que la señora Scholl había invitado a Günter Grone?

Hinrich se puso la cazadora, fue hacia la puerta y la abrió.

– Me enseñó la carta. No sólo le había enviado la dirección y el número de teléfono, sino también un código secreto para cuando tocara el timbre, y le decía que por las tardes la encontraría siempre en casa a partir de las ocho. Sólo leí por encima aquel papelucho, pero eso decía.

– ¿Cómo es que recuerda tantos detalles?

– Él los había subrayado.

Costa le pidió al taxista que lo llevara a Lindenallee 16, donde una vez había vivido Ingrid Scholl. La casa ya se había vendido, pero él quería verla y, de ser posible, echarle también una ojeada al jardín en el que había trabajado Grone.

Era un edificio de ladrillo visto con grandes ventanas de arco. Los cristales del primer piso tenían pegatinas de animales de colores. Debían de ser las habitaciones de los niños de la familia que había comprado la casa. Una entrada adoquinada llevaba hasta un cobertizo algo más bajo que hacía las veces de garaje. Detrás, Costa pudo ver un gran tilo que en verano daba sombra en la terraza que se extendía hacia atrás. La casa estaba parcialmente cubierta de hiedra. En el jardín de delante relucían unos arriates arreglados con gusto en los que florecían rosas y ásteres.

El taxi esperaba en la esquina y Costa estaba a punto de marcharse cuando vio a un señor mayor que abría la valla de la casa de al lado. Le saludó y le explicó que estaba admirando el bonito jardín y esas rosas espectaculares. El anciano le dio la razón, pero le dijo que era detrás de la casa donde se encontraba el auténtico paraíso, un precioso jardín de estilo modernista como se veían pocos.

– ¿Siempre ha existido ese jardín? -preguntó Costa.

– No, lo mandó hacer la propietaria anterior, que ahora vive en algún lugar de España. Contrató a un joven para que se encargara de ello.

– ¿Conocía usted a ese joven que arregló el jardín?

El anciano miró pensativamente a Costa con sus ojos azules.

– Un tipo apuesto. Sabía hablar con las plantas, y ellas le entendían. Yo tenía una pequeña azalea que estaba siempre a punto de marchitarse. Él venía cada día a mi jardín a hablar con ella y obró una autentica maravilla. Por desgracia, nos robó dinero de la cocina. Nosotros mismos no nos dimos cuenta en un principio, pero la vecina lo denunció. Poco después vendió esa bonita obra de arte y se mudó a España. A pesar de todo, ese joven tenía un don. Buenos jardineros ya los hay pocos.

Le preguntó si quería ver las azaleas, pero Costa le dio las gracias y le hizo una señal al taxi.

Hinrich le había dicho que Grone había conseguido el dinero de su padre, que vivía en Duren. Todavía tenía que comprobarlo. Llamó a Ingo Kratz desde el taxi, le dio las gracias por la buena recomendación del hotel y le pidió que solicitara los antecedentes de Günter Grone, que había cumplido dos años en Colonia por robo.

Poco antes de llegar al apartamento del padre, a Costa le sonó el móvil. Era Ingo Kratz, que le comunicaba que había una orden de búsqueda contra Günter Grone. El preso Grone había huido el lunes anterior, 24 de septiembre, desde un lugar de trabajo exterior, la jardinería Borchers del barrio de Poli, en Colonia, aunque había entregado una solicitud de liberación anticipada que ya estaba tramitada. Grone había sustraído unos pantalones, una camisa y una cazadora de la taquilla de un empleado de la jardinería. La ropa de la cárcel seguramente la había tirado en algún contenedor de la basura. Ahora ya estaba claro por qué Grone no tenía pasaporte. Este se había quedado en el centro penitenciario. Costa le pidió a Kratz que remitiera a su departamento de Ibiza una orden de arresto internacional mediante la Interpol y le dio el número de fax de su despacho.

Walter Grone, el padre del prófugo, vivía con su segunda mujer en un piso de tres habitaciones oscuro y con olor a humedad. No dejaba de servirse un líquido verde de una botella de tinturas homeopáticas en un vaso pequeño. Costa habría apostado cualquier cosa a que era licor digestivo Escorial Grün camuflado en otra botella.

Walter Grone tenía el rostro algo enrojecido, hablaba despacio y con una voz entrecortada que parecía temblar al mismo ritmo que sus manos.

Costa no le dijo al viejo de qué se trataba, solamente que era un agente de Investigación Criminal y que necesitaba una información por aquello que había pasado. El viejo, por lo visto, estaba dispuesto a dar todos los datos que le solicitaran y preguntó a qué se refería: a lo de la antigua República Democrática o a lo de Colonia.

De esa forma, Costa se enteró de que Grone ya había estado en la cárcel en la RDA, y así se explicó también la anterior confusión de Hinrich cuando le había preguntado por los antecedentes penales de Grone. Poco a poco, las piezas del puzle iban encajando. Costa tomó nota para pedirle a Ingo Kratz que le buscara también ese expediente.

Grone describió a su hijo como un niño tranquilo y muy guapo al que había querido mucho. Después de la muerte de su madre, no había insistido en que el chico siguiera con los estudios si no quería. Consideraba que no había que obligar a la gente a hacer algo que no quería. Por eso se había encontrado con algunas complicaciones con las autoridades, que lo habían acusado de alcoholismo, le habían retirado la patria potestad y habían enviado al chaval a un hospicio de Dresde. Cuando lo echaron del orfanato estatal, el chico se apuntó a un curso de formación profesional de jardinería. Pero había cambiado, ya no era el joven tranquilo de antes. Al padre le llamó la atención que se enfureciera por cualquier motivo. Una vez lo había arañado sin querer, y él le había saltado directo al cuello.

– Pero también podía pasar sólo por mirarle directamente a los ojos -añadió el viejo con tristeza.

Günter Grone empezó a desatender su formación y no tardó en frecuentar malas compañías que se dedicaban a negocios ilegales en la frontera checa. En la cárcel, sin embargo, entró por un delito del que él no había tenido ninguna culpa. Los jueces consideraron que el joven era un sujeto de mala calaña y dictaron sentencia. También él, como padre, fue interrogado.