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– La runa t, ruega a Thyr, dios de la guerra, victoria en la batalla. Pero ¿victoria ante quién? -Echó una tercera carta-. Vaya, aquí…

– ¿Qué hay ahí? -Ingrid la miró esperanzada.

– Significa… muerte -dijo Martina, como una niña que pronuncia una palabra cuyo significado no entiende.

Ingrid esperó una matización, una corrección. Se pellizcó y se rascó los dedos. Después se llevó una mano al corazón y se desabrochó los primeros botones de la blusa. Con sus maneras delicadas, Martina le preguntó qué esperaba exactamente de Günter.

A Ingrid le costaba trabajo respirar, se puso de pie y se tambaleó. Martina se levantó y le llevó el vaso de agua a la boca. Ingrid bebió y señaló a la otomana. La joven la ayudó a sentarse, la descalzó y le puso las piernas en alto.

– Necesitas descansar, tranquilízate un poco. Yo lo recojo todo. Lo siento, pero tengo otra cita que no puedo cancelar. Te llamo después.

Antes de irse, Martina cerró la puerta del balcón y apagó la luz. Le puso la mano en la frente, le dio dos besos en las mejillas, se despidió otra vez de ella desde la puerta con la mano y cerró al salir.

Apenas se hubo marchado, a Ingrid le pareció que había vuelto, que había alguien en el piso. Creyó oír chirriar un armario. ¿Tal vez en el dormitorio?

Se incorporó, vio que la manilla de la puerta del dormitorio se movía lentamente hacia abajo y que asomaba una mano. ¡Una mano! ¡Lo había visto bien! ¡Y Martina acababa de ir al baño pasando por esa habitación! Quiso gritar. Tenía el corazón acelerado. En la garganta notaba algo que se hinchaba y amenazaba con ahogarla. Se reclinó e intentó bajar sus plúmbeas piernas del sofá, pero de repente vio una sombra. Abrió los ojos de golpe, pero no podía distinguir nada con claridad. Todo estaba cubierto por una telilla amarillenta. ¡Sí, allí había alguien que se acercaba! ¡Esa persona estaba ya delante de su sofá! Creyó oír algo. ¿Una voz? ¿Amenazadora, aduladora o sólo interrogante? ¿Venía de lejos? ¿Del recuerdo? ¿Le hacía una pregunta que Ingrid debía responder?

No vio la mano con el espetón que se le acercó y le ensartó el ojo izquierdo. El acero penetró hasta lo más hondo del cerebro de Ingrid y no se detuvo hasta encontrar la pared posterior de su cráneo. Aquella bestia se lo dejó allí clavado.

Unas llamas ardientes atravesaron el hemisferio izquierdo de su cerebro. Fuegos artificiales que podía ver con el ojo sano: brillantes cascadas de luz que eran al mismo tiempo dolor y espanto. Una mano con un segundo espetón de acero se acercó sin piedad y le atravesó también el ojo derecho. De nuevo, el metal traspasó el cerebro hasta que topó con el hueso del cráneo y se quedó clavado. Sin embargo, de pronto Ingrid pudo ver, vio a lo lejos una figura blanca, un ángel que, al acercarse, volvió a perder los contornos y se desdibujó en la luz blanca que ella misma irradiaba y en la que se diluyó.

Eran las 21.42 del miércoles, 26 de septiembre. Cuatro horas antes de la abundante lluvia que teñiría la isla de rojo.

Capítulo 1

Eran ya casi las ocho cuando Costa salió al patio del puesto principal de la Guardia Civil. Inspiró hondo el tibio aire de septiembre. El cielo estaba estrellado. Había tal claridad que buscó la farola que iluminaba el patio, pero entonces se dio cuenta de que era la luna llena. Esa inesperada luminosidad lo emocionó, aunque pensó que en realidad le daba lo mismo. Tenía prisa, porque había quedado con Karin para cenar a las diez y ya veía la cara de pocos amigos que pondría si la hacía esperar.

Cruzó deprisa la puerta de la verja que daba a la calle. De pronto empezaron a dolerle las lumbares. No podía volver a olvidarse de sus ejercicios de abdominales y espalda. Se había propuesto hacerlos cada día, pero con el traslado de Hamburgo a Ibiza, las cálidas noches de verano con Karin, la inesperada separación… ¿Cómo iba a ponerse a hacer gimnasia?

Todavía le enfurecía pensar que no podía defenderse de los ataques de Karin, pero es que el trabajo lo tenía atado de manos. Integrarse en aquel cuerpo policial español le estaba costando más de lo que había esperado. Si quería sobrevivir allí, tenía que encontrar su lugar, y todavía le quedaba mucho para eso. Esa tarde, su comandante lo había vuelto a llamar para decirle que en Alemania seguramente las cosas se llevarían de otra forma, pero que allí eran así y que no iban a cambiar sólo por él.

– Tiene que trabajar usted con Josep Mari Ribas -le había dicho, que era de la isla y lo conocía todo mejor que nadie.

Con eso, su superior le estaba criticando, primero, por haber formado un equipo especial y, segundo, por no haberse llevado con él a Josep Mari. Ese equipo se movilizaría en caso de asesinato. Sería como una brigada de homicidios. En Hamburgo había cinco de ellas. Las labores de investigación debía realizarlas siempre uno de esos grupos especializados; era el abecé del trabajo policial.

Su superior le soltó que eso eran tonterías burocráticas, porque allí no había más que un asesinato muy de vez en cuando y siempre eran ejecuciones de la mafia, como las últimas de Port d'es Torrent, que ni siquiera los fanfarrones de Mallorca habían logrado resolver.

– Concéntrese, como hace Mari, en los pequeños camellos que infestan las discotecas. Esos son los que nos traen problemas.

«¿Se dará cuenta de que con esa opinión deja campar a sus anchas a los grandes traficantes?», pensó Costa. El comandante pasó alegremente a hablar de la familia de Costa y en especial de El Cubano, su tío, que junto con los Matares movía los hilos de toda la isla.

– Y déle recuerdos a su tío -le había dicho aún después de despedirlo.

Él se había mostrado educado, incluso había evitado consultar el reloj durante toda la charla, aunque su cita con Karin le hacía sentir apremio.

Tuvo que caminar un buen trecho por la calle mientras buscaba el coche, porque esa mañana había ido a Santa Eulalia a dejárselo a su padre y después había vuelto en coche patrulla. El viejo aún conservaba allí su carpintería, pero ya no tenía vehículo propio. Costa no sabía por qué necesitaba el coche precisamente ese día, pero debía de ser una ocasión muy importante. Su padre se lo había devuelto tal como le había dicho, lo había aparcado por allí cerca y le había dejado la llave a Rafel, un miembro de su extensa familia al que desde siempre todos llamaban El Bisbe, «El Obispo», por su corpulencia.

Encontró el coche y dio una vuelta para comprobar que siguiera intacto.

Cuando estaba ya en la autovía hacia San Antonio, pensó si debía dejar el móvil conectado. Después de tres meses de trabajo de oficina, por fin había logrado organizar algo así como una guardia de homicidios, y desmotivaría a los demás si él mismo no daba ejemplo. Por otro lado, esa noche tal vez fuera la última posibilidad de arreglar las cosas con Karin. Le había rogado varias veces que hablaran y por fin ella había propuesto que se vieran en ese restaurante de la jet set de San Rafael, el Elephante, añadiendo enseguida que pagaba ella. Costa le había preguntado a El Obispo por el local. Y éste le había contestado cuando ya se iba que él cocinaba más barato, y además mejor.

Costa torció dos veces a la derecha desde la carretera principal y aparcó juntó a la iluminada y blanca iglesia del pueblo, que quedaba justo enfrente del restaurante.

En el espejo dorado de la entrada vio su expresión ilusionada. Se pasó otra vez una rauda mano por el pelo castaño y siempre revuelto, y metió barriga. La separación de Karin, el exceso de alcohol y las comidas irregulares, también a altas horas de la noche, le habían hecho ganar unos cuantos kilos.

Una pelirroja de unos cincuenta años, muy maquillada y con un vestido muy escotado, se le acercó y le preguntó con un fuerte acento francés si había reservado mesa.

Costa pensó un momento si Karin habría reservado a nombre de ella. La pelirroja lo miraba pacientemente con unos ojos algo empañados por el champán. Era la encargada de la noche y sólo cumplía con su deber, pero su suave amabilidad hizo que Costa sintiera algo así como una invitación íntima que le resultó embarazosa. Al evitar sus ojos, su mirada recayó en su collar, cuyas grandes letras de plata formaban una exhortación: FUCK ME. Miró enseguida hacia otro lado y vio a Karin sentada sola a una mesa cerca de la chimenea.