– Llamaré mañana por la mañana, así tendrás los resultados entre las catorce y las quince horas. Al menos por teléfono. Sólo tienes que asegurarte de que mañana a primera hora haya alguien con las pruebas en la puerta del Instituto.
– Ningún problema-dijo Costa-, El Surfista estará allí.
Le dio las gracias a Torres y puso fin a la conversación.
– Muy bien, Elena. Ya puedes darle luz verde a El Surfista. Y ahora me gustaría mucho tomarle declaración a ese hombre, si tienes la bondad de hacerlo pasar a mi despacho…
Había bajado del coche; le hizo un gesto con la cabeza y cerró la puerta con cuidado. Sabía que a ella no le gustaba que dieran portazos al cerrar.
Capítulo 10
El guapo joven con el que Costa ya había hablado personalmente en el Mar y Sol entró acompañado de dos agentes. Llevaba una chaqueta amarillo canario y aquel pañuelo de seda verde, rojo y marrón de estampado irregular. Con un gesto de la mano, Costa le ofreció asiento en la silla que había frente a su escritorio y pidió a uno de los agentes que esperara en la puerta. Antes de irse, el agente dejó un expediente sobre el escritorio, delante de Costa, que lo abrió. Lo primero que vio fue el pasaporte del que se habían incautado, y después estaba toda el acta de la detención.
Cogió el pasaporte y contempló la fotografía. No había duda: ¡era Hinrich! Los dos hombres no se parecían en nada. En el hotel, por lo visto, aceptaban pasaportes sin mirar siquiera la fotografía.
– De manera que es usted…
Costa fingió no leer bien lo que decía el pasaporte.
Su interlocutor sonrió.
– Me llamo Ulf Hinrich. Lo dice ahí.
«Buen actor», pensó Costa, y le preguntó qué hora era.
– Las once menos cinco -dijo Grone, desconcertado por la pregunta.
– ¿Quiere pasarse toda la noche aquí, en el puesto de la Guardia Civil?
– Pero ¿por qué me han detenido? ¿Qué derecho tiene la policía española a detenerme? -Puesto que Costa lo miraba con tranquilidad, pero no decía nada, añadió-: ¿Está usted aquí como representante de la policía alemana, para protegernos de los ataques de los agentes españoles?
Después del agotamiento acumulado en los últimos días, a Costa le cansaba ese juego sin sentido. Además, había dormido poco.
– No -dijo-. Soy español. Pero resulta que también hablo alemán.
Grone lo miró con una sonrisa de asombro y dijo que era difícil de creer que alguien pudiera aprender a hablar tan bien una lengua extranjera. Costa le dio las gracias por el cumplido y le transmitió su esperanza de que el idioma contribuyera también al buen entendimiento entre ambos.
– Seguro que sí -dijo Grone.
Y se puso la mano derecha en la mejilla, de manera que Costa pudo ver que llevaba esmalte brillante en las uñas.
– Señor Grone, ¿por qué ha venido a Ibiza?
– Porque en Ibiza hay una playa gay conocida en todo el mundo. Es Cavallet.
– ¿Ha venido de vacaciones a la playa?
– Para encontrarse a uno mismo a veces es importante alejarse de la vida cotidiana y sumergirse en algún otro lugar.
– ¿Para encontrarse a uno mismo? -Costa lanzó una mirada al acta de la detención, donde se mencionaba al hombre con el que habían pillado a Grone besándose: el doctor Gerd Weber-. Parece que no se ha encontrado a usted mismo, sino más bien a otro.
– Sí, Gino. Dios mío, a veces también necesito a alguien con quien sentirme protegido y poder descansar. Esas personas son muy, muy poco frecuentes, y cuando uno encuentra a alguien como él, hay que cuidar esa amistad.
Costa se quedó un momento atónito ante esa inesperada franqueza, pero por lo visto el muchacho tenía un par de facetas que no le importaba mostrar antes de entrar en materia. Antes de que tras el encanto y el erotismo asomara la mueca del mal; esa figura negra que en el momento del asesinato lo había henchido por completo y lo había dominado sin reservas. Costa volvió a echarle un vistazo al expediente.
– ¿Su conocido no se llama Gerd Weber?
– Claro. Pero aquí, en la isla, se hace llamar Gino.
– Si no estoy mal informado, tiene usted en Colonia un compañero sentimental. El hombre con cuyo pasaporte viaja.
– Todo el mundo necesita alguna vez a alguien en quien confiar. En casos contados, esa persona es el compañero sentimental, pero casi siempre se trata de alguien de fuera de ese círculo. Con esa persona se puede hablar de los problemas y los deseos sexuales de uno. Eso es muy importante.
Sencillamente había pasado por alto lo del pasaporte.
– ¿Quiere decir que a su compañero sentimental no podía confiarle que se ha fugado de la cárcel?
– ¿Eso he hecho?
Costa volvió a mirar el expediente.
– El miércoles, veintiséis de septiembre, a las siete y veinte, despegó desde Dusseldorf bajo el nombre de Ulf Hinrich en el vuelo 152 de LTU con destino Ibiza. El avión aterrizó a las nueve y cuarenta y cinco. Después tomó un taxi y a las once llegó al hotel Playa Central, donde cogió una habitación presentando el pasaporte de su amigo Hinrich. La habitación doscientos dieciséis.
Costa dejó a un lado el formulario de registro del hotel y sacó el fax de Investigación Criminal de Colonia.
– El lunes, veinticuatro de septiembre, sustrajo de la taquilla de un empleado de la jardinería Borchers, en el barrio de Poli, Colonia, unos pantalones, una camisa y una chaqueta, y tiró su mono azul con el logotipo del centro penitenciario de Colonia en un contenedor de basura.
Se reclinó contra el respaldo y miró un momento pensativamente a Günter Grone. ¿Dejaría de una vez sus jueguecitos ese tipo apuesto y bronceado?
Grone había bajado la mirada y miraba al frente. Ambos permanecieron callados.
– ¿Escapó de la cárcel para visitar a su antigua empleadora, la señora Ingrid Scholl?
Grone alzó las manos en actitud negativa.
– ¡No, por el amor de Dios, precisamente eso no!
– Entonces, ¿qué?
– Sólo quería venir a reponerme y divertirme un poco. ¡A ella no quería encontrármela! Ni siquiera sabe que soy gay. Por eso el otro día, en el café, le solté todo eso de que no conocía a Ingrid Scholl y de que no era Günter Grone. ¡Porque no quería que ella se enterara! No puede saberlo, ¿comprende? ¡No quiero desilusionarla! Sólo quiero pasar un par de días bonitos aquí, en territorio gay. Si ella se entera de que he venido, no podré hacerlo.
Costa se preguntó si debía interpretar la infantil forma de hablar de Grone como ingenuidad o más bien como el refinado encubrimiento de un criminal frío y calculador.
Él se había encontrado con sospechosos que, en una situación como ésa, se protegían con el silencio, pero también con otros que se embarcaban al instante en un aluvión de explicaciones, aseveraciones y sinsentidos contradictorios. A él le era indiferente cómo intentara salvarse un criminal, pero le dolía torturar a un inocente. No se le había endurecido la piel, como a muchos de sus compañeros. Por eso, ante cada interrogatorio intentaba desde el principio responderse la pregunta decisiva: ¿culpable o no culpable? A lo mejor era cierto que Grone no era más que un turista que no quería encontrarse con una vieja conocida. A lo mejor, durante los muchos meses pasados en la umbría cárcel de Colonia, había soñado con disfrutar de la hermosa luz y la gente colorida y alegre de esa isla. Costa perseguía a personas que habían asesinado a otras, no quería zarandear a nadie sólo porque hubiera deseado vivir unos momentos de felicidad.
– Bien -dijo-. La señora Scholl no se ha enterado de nada. ¿Lo ha pasado usted bien?
Grone asintió con alegría.
– Sí. Ya lo creo. -Pero de repente pareció recordar algo desagradable -. ¡Salvo por esa horrible lluvia! -añadió.
– Sí, la lluvia roja -dijo Costa-. Pero ¿lo demás ha ido bien?
– ¡De maravilla! Sí, la verdad.